Los relatos nos divierten, también nos cambian el cerebro | Jesús Bermejo-Berros
las cosas han cambiado y mucho. La ciencia ha conocido en las últimas décadas una verdadera revolución y se ha producido el denominado narrative turn
las cosas han cambiado y mucho. La ciencia ha conocido en las últimas décadas una verdadera revolución y se ha producido el denominado narrative turn
En los primeros tiempos vivía en el primer piso, pero de noche en los vidrios de la ventana se le aparecía la cabeza de un hombre en llamas. Una cabeza espantosamente roja, pegada al vidrio como las pinturas de los vitraux. Se mudó al segundo piso: la misma cabeza la perseguía.
Ryūnosuke Akutagawa fue un escritor japonés. Considerado como el «padre de los cuentos japoneses». el Premio Akutagawa, uno de los más prestigiosos de Japón, fue nombrado en su honor. Se suicidó a los 35 años.
Ese recuerdo inmediato me hizo sonreír. Y mientras lo hacía, tan distraído estaba, que cuando lo maestra repartió lo roles para el festival de la primavera noté tardíamente que yo no era el príncipe, ni el rey, ni el ayudante del príncipe, ni el paje del rey, ni soldado, …ni pueblo….ni pajarito, por supuesto no hubiera aceptado ser princesa o flor. Se preguntarán que papel hacía: era el pasto. El gordo Martínez y yo íbamos a estar toda la actuación sentados en el borde del escenario sosteniendo entre nosotros una franja de tela verde, vestidos de ese color y con gorros de flecos, también verdes, que nos tapaban la cara.
Medias verdades retoma un estilo que se va haciendo inconfundible en Jaime Clara. Comenzó a conocerse en su primer libro de cuentos y regresa aquí con escenarios y personajes muy diversos. Estas medias verdades mueven sentimientos de un modo sutil, provocan expectativa y nos hacen imaginar un desenlace que luego se resolverá de un modo impensable.
Sentada en una mesa del cafetín Le Temps des Cerises, a escasos cien metros de su hotel, ella por fin comenzó a comprender que su situación era complicada, casi desesperada. Habían pasado ya las primeras noches de llantos, ruegos y reproches, cuando su prometido Augusto Soler le había comunicado que no estaba enamorado de ella.
Cada año pasábamos enero en la casa de la playa. Y cada mañana, y a veces de mañana y de tarde, tenía que acarrear la caña y el tarro plástico de pintura (sin pintura, claro) que componían mis arreos de pesca. Anzuelos, plomadas, carnada y demás iban en una desvencijada caja de herramientas plástica, que llevaba papá. Los días en que llovía estaba exento del servicio pesquero, pero eso no impedía largas conversaciones acerca del mar revuelto, la dirección del viento y la posible presencia de bancos de corvinas.
Si no tienen nada, por lo menos que se alimenten. Solidaridad silenciosa. De la misma comida comían los soldados que estaban de guardia en la Isla. Por un sentido extraño del humor, con frecuencia a los soldados se les olvidaba servirnos la sopa. Se servían ellos y luego devolvían la marmita casi llena a la cocina. También se les olvidaba, siempre, darnos el postre, una manzana, una naranja, un trocito de dulce de membrillo.
Pero tuve que seguir, y es ahora mismo que escribo, tomo el segundo café, y veo venir la noche amarga y africana que ahora viste de luto completo. Pero todas estas cosas son gaviotas para otro mar y, por supuesto, carecen de importancia.
El nueve de diciembre de 1980, mi madre entró a mi dormitorio como todas las mañanas. Sin decir nada, dejó el diario junto a la bandeja con un té con leche y un pedazo de torta mármol, su especialidad. Siempre fui malcriado. Desayunar en la cama era uno de mis privilegios. Miré la primera plana: “Asesinaron al beatle John Lennon”. Tiré el diario contra la pared, aparté la bandeja y apagué la luz. Quise mezclar la noticia con algún sueño para transformar todo en irreal.
Un día desperté con el pelo enredado en una maraña rosada y esponjosa. Era rico mi pelo. Azucarado. Punto a favor a la hora de conquistas. Crecí en la trastienda de un puestito de algodón de azúcar. Todavía escucho la máquina. Mi madre nunca me develó el secreto, pero sus copos eran los más grandes y la competencia se había fugado lejos, por lo menos a la siguiente cuadra. Nuestro puesto tenía el privilegio de estar a un paso de la rueda gigante.