
Hay un consejo sobre las entrevistas: no entrevistar amigos. “Conviene que el entrevistado sea una sorpresa, irlo escuchando.” Puede ser. Pero es difícil no haber sido amigos si crecimos en una ciudad tan chiquita como Montevideo, donde nos gustaba lo mismo: la pintura, los poetas, el río que une (y que separa en una sola cosa: los orientales le decimos mar).
Cuando yo no tenía ni veinte años empecé a ir al taller de Edgardo Ribeiro. Tremendamente mayores (como siete años) eran los gemelos Nigro, alumnos de Gurvich. Mayores y pintaban mejor. Y, sobre todo, lo hacían con el convencimiento de que pintar era su vida. Es su vida. Eligieron ser pintores contra viento y marea –como aquellos que saben que “para el buen marino no hay vientos contrarios”.
Vientos contrarios tuvieron. Tormentas tuvieron. Pero nunca perdieron la alegría de enfrentarse a cada cuadro como si, al mismo tiempo, se ganaran la vida en cada trazo y jugaran el mejor juego. Yo los admiro a los Nigro. A Adolfo y a Jorge. Los quiero. Uno –“El Nigro”, Jorge- vive recontralejos, en Dinamarca. Con el otro –con “Nigrito”- coincidimos en ser un poco porteños, hace años. De los dos tengo en mi casa obras que me alegran la vista y el corazón. Regalos de su generosidad. Una cajita de cerámica y dos acuarelas, de Jorge. Otras dos más, de Adolfo. Curiosamente, cuando mis hijos se fueron a vivir a otras casas ¿qué nos pidieron? (en casa hay cuadros, muchos): llevarse los Nigros.
Estos hermanos que nacieron con cinco minutos de diferencia (y, en esos cinco minutos vaya a saber en qué cambiaron, las constelaciones) siempre fueron distintos: el sin barba, dulce y reservado; el con barba extrovertido y afectuosísimo. Uno por aquí, otro por allá, siempre han sido para sus amigos “los Nigro”. Y para ellos mismos “nosotros”: hablan, y la primera persona del plural les sale sola –aunque estén alejados- “fuimos, íbamos, hicimos.” Quien no los conoce y los escucha puede creer que está hablando el Papa. Pero ese “nosotros” es la forma que los Nigro tienen de contarse. De a dos. Y uno de escucharlos y quererlos.
– Va a ser mejor que primero me suene la nariz.
-Bueno. Mirá, Nigrito…imagináte, que estás en un bar de Montevideo con amigos y que en media hora les querés contar…
-Todo.
– No, todo no. Les querés contar tu época de pintor en Montevideo.
– Claro. Ahí empecé, Porque en Rosario, en Argentina… ¡era un chico! Tenía catorce años.
– Por eso. Contános cuando vos y Jorge encontraron el camino que los llevó al Cerro… esas cosas tan lindas: que Gurvich les enseñó a trabajar…
-¡Como zapateros! sí; convencidos de tener un oficio, el oficio elegido.
– Eso. Y en los años siguientes: tu gran esfuerzo y tu gran alegría por esa elección.
– Gurvich, fundamental. Cuando estudié en Buenos Aires, los maestros (admirados maestros, de escultura, grabado) en general, nos decían que de esto (“esto” era la actividad artística) no se podía vivir. Yo y todo nuestro grupo teníamos catorce años (algunos, un poquito más grandes… dieciocho) y estábamos estudiando algo cuyo fin no se sabía: ¡no se sabía de qué se iba a vivir! Cuando empecé la Escuela de Bellas Artes, yo era obrero. Trabajé en varias fábricas. En general nos iban echando, por nuestra actividad (no era gremial, porque éramos muchachitos, pero… siempre nos rebelábamos). Una vez hubo un paro que decretó la CGT argentina y yo adherí a ese paro; algunos compañeros, también. Era una pequeña fábrica, ocupaba una manzana –una Pyme sería hoy- y los dueños cuando, al irme, fui a marcar tarjeta (había que marcar tarjeta)… -¿Dónde va? dijo el capataz; porque, claro, los dueños trabajaban con nosotros… -¡Si nadie para! y nos mostró, extendiendo la vista y la mano, el taller en marcha. Pero nosotros teníamos conciencia: el sindicato a las once de la mañana había dicho que había que parar. Así que nos fuimos y perdimos el día. Entonces, ¿qué hacer?
Yo siempre trabajé en relación de dependencia, ¡pensando en de qué iríamos a vivir! Mientras estuve en la Argentina tenía trabajos así… fui obrero, repartidor de vino… hubo lados en los que nos descontaban la jubilación, pero nunca hicieron los aportes. Y nosotros queríamos, sobre todo, pintar.
– Te dirían “Qué bien, hacés lo que te gusta… ¿y de qué trabajás?”
-¡Claro! Siempre esa famosa frase: “Ah, sos pintor… ¿y de qué trabajás?” Habíamos empezado la Escuela de Bellas Artes en 1957. Trabajábamos en la fábrica desde las seis de la mañana; viajábamos… a las seis de la tarde entrábamos en Bellas Artes; era así. En 1961 nos fuimos a Brasil, donde cumplimos dieciocho años. Y nos fue bien allí; podríamos habernos quedado, trabajábamos (pero no en una fábrica o en algo alejado). En Brasil estaban Luis Díaz, Nelson Ramos, José Gamarra… Me hice amigo del grupo de ellos, teníamos un taller, con Gamarra, en la calle Veiga filho, una casa antigua que era propiedad del diario El estado de Sâo Pablo. El que nos ayudó mucho, a mi hermano y a mi, fue el director del Jornal do Brasil. Nos prestaron dinero. Nosotros buscábamos trabajo. Al final trabajamos con Cavalieri, un pintor argentino que hacía stands (como los de la exposición rural) y Luis Díaz era su ayudante. Trabajamos con ellos. En aquel principio de los años 60 yo no tenía ni idea de que existiera el taller Torres García.

– ¿Cuándo lo conociste?
– Yo fui a Montevideo en 1965 porque fue Drangosh. Ernesto Drangosh. Conocí primero a Tenuta, a Viglietti, gente de teatro, no pintores. El que nos llevó al cerro, a ver a Gurvich fue un amigo desaparecido: Roger Julien. Cuando yo llegué a Montevideo ya se había ido a Europa el Grupo Montevideo: de alumnos de Gurvich: Ernesto Vila, Clarita Scremini…
– ¿Sabés, Adolfo? Clara Scremini, que tenía un retrato de Roger Julien…
-¡Yo soy amigo de su hija…! Victoria Julien, que vive en Chile.
– Bueno, hace pocos meses la hermana de Clara (las dos viven en Francia) vino y le trajo a Victoria un retrato de su padre.
– ¡Un retrato! ¿Hecho por Clara?
– Con sombrero.
– ¡Ah, qué alegría! Que tenga ese retrato de su padre. Roger era anarquista. Él me hizo mi primer catálogo, en Comunidad del Sur. Qué amigos. Él, Yuyo Goitiño… Yuyo fue mi protector. Nos llevó a Jorge y a mi al conventillo donde había vivido Fonseca. Como en ese conventillo no había baño nos bañábamos en la casa de Marta y Yuyo. Hacía tres días que estábamos y apareció Augusto Torres, que llevaba un regalo para la hijita de Yuyo y Marta, que acababa de nacer: un dibujo.
En el 66 Fonseca quiso vender la casa del Cerro, en Polonia y Grecia (la última calle). Gurvich me dice: “Comprelá”. Estaba por nacer Trilce. ¿Cómo iba a comprar esa casa? Pero Fonseca puso un precio increíble: “Quiero que esta casa quede para alguien del taller”. Y quedó.
-¿Qué significaba Gurvich?
– Gurvich era un polo de atracción ¡tan simpático! conversaba, tocaba la flauta… Lo primero que nos propuso, a Drangosh y a mi fue corregirnos los cartones que hacíamos durante la semana. Pero al pasar los meses nos dijo que así no era posible, “Tienen que venir a trabajar aquí. Ustedes están formados por muy distintas teorías”. Y era así: calcos académicos (tres años de ajustes tonales sobre yesos), tendencias cubistas, tendencias impresionistas…
-Con preferencia por la paleta de Breughel, sus verdes, blancos, ocres…
-Sí, sí, si. Hasta hoy: tengo clavada una reproducción de Breughel en el caballete. Su paleta, sus temas. Pintar la vida de los campesinos. Jorge y yo juntábamos figuritas de Breughel (antes no había tantos libros). Siempre nos gustó mucho.
– Y a los dos la poesía de Pavese, Vallejo.
-¡Laborare Stanca! ¡Esa vida, esa literatura! Mis tíos eran chacareros. Para ir a verlos… los caminos eran de tierra. Cuando éramos chicos nos encantaba ir allí, un pueblo que se llama Clarke. A unos sesenta kilómetros de Rosario. Otro tío y mis primos eran carpinteros, nosotros los admirábamos. Mi infancia pasó –mitad y mitad- diciembre, enero y febrero en Clarke, en el campo. Y el resto del año en Rosario: el puerto, el río… algo que nos vinculó después tan fácilmente con Montevideo.
-Linda infancia. Cuando tus hijos eran chicos –Joaquín, Trilce, Inés, Violeta– a veces sus dibujos, sus papelitos, iban a dar a un cuadro tuyo o te sugerían algo.
-Ah! pero eso… ¡siempre! Mirá: estamos con amigos, vamos a comer, pido pizza y cuando suelto el piolín… –parece que Adolfo desatara feliz la cinta de un regalo de cumpleaños… – ¡ya me dice algo y lo guardo! La arpillera, la madera, lo rústico viene del lugar donde me crié. Mi padre, trabajando en el mercado, estaba rodeado de cajones… sus tablas tenían números, letras, roturas… formas. La primera biblioteca que tuvimos con Silvia fue de cajones de frutas.
– ¿Cómo se fue transformando, tu vida cotidiana, en pintura; en trabajo de pintor?
– ¿Cómo explicarlo?… Una vez tuve una charla con Miguel Rep por radio, de dos horas, y creo que no expliqué nada de cómo hago lo que hago. Tengo una formación plástica: se la debo a Gurvich, a Guillermo Fernández… y a contemporáneos como Visca, Mancebo… todos estaban en relación con todos. En esa época leíamos las cartas de Van Gogh como la Biblia. Mi trabajo…
– Si, tu trabajo. ¿Te quedaste en la luna de Valencia?
– Lo voy situando en el espacio. A veces es una rotura de un papel… lo voy ubicando en el espacio, si combina o no combina…. si se vincula o no se vincula… si lo pongo acá, ¿cómo sería acá?… -las manos de Nigro aletean como pájaros (va armando en el aire una composición invisible, disfrutable: lo hace sonriendo- entre todos íbamos aprendiendo a trabajar, probando. Vila , Mancebo, Yuyo Goitiño… en el taller Torres todos se formaron con todos. Torres García murió en 1949, no lo conocí. Yuyo Goitiño frecuentaba a Gurvich. Mancebo a veces venía, también, de su taller. A veces Gurvich sacaba una libretita y se ponía a dibujar con nosotros mientras comíamos bizcochitos, dibujaba un pan, las migas, un plato, una cucharita.
– Qué lindo, dibujar así. ¿Y la cerámica…?
– ¡Todo el taller hizo cerámica! Visca y Carlos Llanos trabajaban metales. ¡No había un arte menor! “Todo es arte: óleo, papel, madera, metal, cerámica”… eso lo dijo Torres, desde el principio. Y eso era lo que yo quería encontrar.
– “Pensar con los dedos”, como dicen los chinos.
– ¡Eso está bien! Tocar concreta las formas. Ningún material es más privilegiado que otro: óleo, cerámica, metal, papel. Todos ayudan a expresar algo. Era muy lindo trabajar así, haciendo cosas. Todos.
-¿Todos, quiénes?
– La querida gente. Se vivía de la cerámica y de alguna obra, si se vendía. En ese conventillo de la ciudad vieja… Manolo Lima y Naún Ojeda habían sido los últimos ocupantes. Cuando ordenaron desalojar ese conventillo salimos en la tapa del diario Época: “Taller de artistas en peligro…” jajá… Cavalieri, Fossatti, Rubio, Enrique Gómez. ¡Las chicas del puerto nos saludaban!
-Te reís, pero fue bravo.
– Esa época… fue dura y maravillosa. Sentir en el alma lo que querés hacer… y después, hay cosas que te ayudan. Personas que te ayudan.
En Montevideo hubo dificultades. Pero aprendimos a trabajar alegremente. A confiar en que sabíamos hacer algo bien hecho, con exigencia, pero felices. Eso le debo a Montevideo.
MVD … y otra vez BUE
– Después de diez años en Montevideo, fuimos a Chile, en el 70. Volvimos a Montevideo en el 71. Y al año siguiente: Buenos Aires. Idas y venidas hasta llegar a San Telmo.
– Es muy lindo tu apartamento-taller.
– De aquí no me mudo más.
– Cuadros, libros. Has hecho muchos libros.
– Con amigos. Ilustré sus poemas.
– Esta foto… ¿no es Nancy Bacelo?
– Es una foto de un homenaje a Nancy ¡Lo que ella hizo fue indescriptible! Su trabajo en le feria del libro y grabado nos ayudó a todos. Tanto.
– ¡Y estas cajitas de cerámica! Una vez, Jorge me explicó cómo hacerlas: una planchita de arcilla, bien estirada…
– Una planchita, sí… se cortan las esquinas… y en la tapa, adentro, dos trabitas, para que no se resbale. Nos enseñó Cacho Cavo.
– Adolfo, cuando Jorge se fue a Suecia, en los 70, ustedes parecían los Van Gogh. Siempre escribiéndose cartas como obras de arte, los sobres dibujados alrededor de las estampillas.
-Si, si. Bueno, pero… ahora estamos… En silencio. Ya hace tiempo… Bueno. No nos estamos escribiendo.
– ¿Vamos a ponernos tristes? no me digas… Adolfo… ¿Cómo no van a hablarse, ustedes?… Un amigo músico me dijo que la música sin calderones no puede ser música. Los calderones son los silencios. ¿Será eso lo que les pasa? ¡Pero entre ustedes los calderones no serán largos!