La escritura, esa enorme matrioshka | Laura Domínguez

Todos conocemos las matrioshkas, por una parte el turismo y por otra las tradiciones han permitido que podamos reconocer la imagen de ese simpático objeto, ícono de la cultura rusa. La matrioshka no es una muñeca, es un conjunto de muñecas (conjunto hueco) y se colocan una dentro de la otra. Si pensamos la Matrioshka en singular desaparece su carácter contenedor. Pueden contener dos, tres, cinco y muchas; es así como las dimensiones pueden superar la altura de una persona. La más grande que vi está en una plaza en San Javier (Río Negro Uruguay), una colonia rusa que conserva muchas tradiciones de su lugar de origen.

Me encuentro con la novela de Helena Corbellini, Matrioshka, (así, en singular) y comienzo su lectura. Toda novela es una obra cerrada, aún aquellas en las que se evidencia lo que se llama final abierto. Y es cerrada porque no es posible agregar otra palabra al registro de ese universo, es un mundo completo en sí mismo. Sin embargo, cuando aparece el lector, comienzan a desplegarse sentidos posibles. Ante el lector, ocurre el fascinante espectáculo que seduce como el despliegue de la cola de un pavo real, y la novela se ofrece con toda su erótica de deseo y seducción: la erótica del sentido.

Es así como al leer Matrioshka me adentro en la trama, en los símbolos y en los diversos registros del discurso. La lectura se torna ágil, los hechos narrados tienen el dinamismo de los acontecimientos de la vida cotidiana de los personajes en los que es fácil reconocerse.

«Myriam Levi es tarotista y vidente» cuenta el personaje Josefina. Y es ella quien le dirá: “«Yo leo, usted interpreta» a sabiendas de que su propia lectura de las cartas es en sí misma interpretación. Corbellini podría decirnos con tono profético «Yo escribo, usted interpreta» y los lectores, podrían aceptar jugar ese juego con gusto, por lo menos yo lo he hecho.

En la novela Matrioshka (Alfaguara, 2022) Helena Corbellini transita por la autoficción y se aproxima por diversas vías a la historia (una y múltiple como las muñecas rusas). Sin posibilidad alguna de construir el texto absoluto hilvana la trama a través de tres voces narrativas (por lo menos se necesitan tres puntos de apoyo para que un cuerpo se sostenga): Verónica y Josefina Sánz (hermanas) y Helena (prima lejana de ambas y escritora, voz que se enuncia autoral) La autora, Helena, dice nutrirse de dos registros: el oral, proporcionado de manera desbordante por Josefina Sánz, y el escrito (los ocho cuadernos de Verónica). Helena, establece los límites propios y de los otros personajes, ella anuncia que irrumpe por primera y última vez. En cuanto a las otras dos voces dice: «Basta. Soy la autora y me he hartado de oír quejarse a Josefina». «Busqué aquellas entradas de los diarios de Verónica que trataban el asunto de la madre». En la escritura se procesa la relación problemática de la identidad (en tanto ipse), con la permanencia en el tiempo (Ricoeur). Verónica le dice a Helena: «También descubrí que me gusta escribir: es otro modo de aferrar el tiempo. El tiempo es un ladrón fugitivo. Me pregunto si vos sos escritora para eso, para agarrar el tiempo».

La trama se sostiene sobre el conflicto que se genera entre dos hermanas en relación con su madre. La disputa por el botín (amor, reconocimiento, atención, dinero de la madre) las enfrenta con la potencia del mito bíblico con una salvedad, Caín y Abel eran hombres, «Las mujeres somos diferentes».

La madre simbolizada por Pasifae (para Verónica) o identificada como La Papisa del Tarot (para Josefina) es el epicentro alrededor del que gira la historia de estas mujeres. En cada símbolo se deposita el evanescente sentido del vínculo materno. En su ancianidad, momento en que se dispara la gran disputa (cuando se hacen presentes todas las disputas previas), pierde la intensidad con la que es evocada y se vuelve más amable y dócil, ante su pérdida de autonomía.

En esta trama el lector encontrará momentos hilarantes, grotescos, la evocación con cierto dejo costumbrista de una Montevideo (transmutada en Malángel) y un estilo de crianza de los que solo quedan escasos testimonios.

En el plano de lo simbólico hay dos imágenes potentes, la «Casa Primordial» incendiada en el sueño (deseo) de Verónica que aparece al principio de la novela, y el deseo (sueño) de Josefina quien se ha propuesto obsesivamente construir una «piscina» en su casa, presente a lo largo de toda la novela y parece destinada a no ser y menos a colmarse. A través de esos símbolos un amor materno esquivo a las dos hermanas, parece purificarse a través del fuego y el agua que quizás algún día llene esa piscina.

Matrioshka es también un homenaje a la literatura y, en particular, a la novela policial. El mundo de Agatha Christie llena de intrigas la cabeza de Josefina quien construye mentalmente su propia novela agobiada por las sombras que no logra espantar, el personaje vive en la catástrofe y el infortunio.

Dentro de la oscuridad que rodea a las hermanas (la novela recogerá también la experiencia de la pandemia) y que parece no resolverse, habrá momentos luminosos. El tiempo -que nos hace historia- traerá otra generación, otras experiencias. La palabra abuela traerá nuevas resonancias . Como señala Ricoeur, «…lo que la escritura realmente fija no es el acontecimiento del habla sino “lo dicho del habla”. La exteriorización intencionalmente constitutiva del binomio acontecimiento-sentido». Y así vuelvo al comienzo, la experiencia de la escritura como fijación de “lo dicho del habla” da oportunidad a la existencia de un lector (el otro sujeto de deseo) que en el marco de su propia experiencia, su entramado cultural genera sentidos. Es en ese encuentro donde la escritura se vuelve matrioshka.