
Desde el primer párrafo de “El Quijote”, don Miguel de Cervantes ya expone uno de sus temas preferidos: los alimentos; someramente enumera el menú semanal de Alonso Quijano el Bueno: “Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda.”
El otro tema que parece obsesionarlo en sus obras se instala en la dentadura de sus personajes e, incluso, en la suya: (…) los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros (…).*
Ahora bien, viajando por las tierras donde don Miguel trabajó como recaudador de impuestos para la Armada Invencible, por esa Andalucía tan peculiar y compleja, llegamos a la cuna del salmorejo, a Córdoba, a la urbe fundada por los romanos dos siglos antes de Cristo y llevada al sumun del arte, del conocimiento y de la cultura durante el califato de los Omeyas, de aquellos pueblos venidos desde Siria que supieron sintetizar la influencia persa, helénica y egipcia, y destacarse en el continente europeo durante siglos. Sus aportes en campos tan variados como la medicina, la matemática, la ingeniería hidráulica, la agricultura y la astronomía, así como la capacidad que mostraron para formar enormes bibliotecas y universidades, aun hoy causan asombro. Otro dato revelador consiste en que mientras en la Europa cristiana del siglo XI y XII el 99% de la población era analfabeta, los moros practicaban la educación universal. Y mientras en todo el viejo continente había solo dos universidades, en la España mora sobresalían diecisiete universidades desparramadas por Almería, Granada, Córdoba, Jaén, Málaga, Sevilla y Toledo.
Con tan vasta cultura no pudo estar ajena la cocina árabe y la introducción en la península de nuevas fuentes de alimentación y cultivos como el naranjo, el manzano, el melón y la sandía; la berenjena, la granada y la caña de azúcar; las alcachofas, la palmera datilera y el membrillo. También aportaron la costumbre de comer con cierto orden: un aperitivo, un primer y segundo plato, y el postre.
En aquel ambiente el salmorejo blanco sobrevivía desde tiempos inmemoriales; descendiente del puls romano, de aquellas sopas (o gachas) tan populares que consistían en cereales puestos en remojo hasta su ablandamiento o, en otros casos, granos molido a los que se le agregaba agua, vinagre, aceite, sal y ajo, convirtiéndose, en todas sus variantes, en el alimento básico de las legiones romanas. Más tarde, el pan duro molido sustituye al trigo y a las habas, para ser el ingrediente fundamental del salmorejo. Pero no sería hasta después de la conquista de América con la incorporación del tomate que tomaría el clásico color rojo-naranja con que lo conocemos hace más de dos siglos.
Aun hoy cada región tiene su propio salmorejo, cada ciudad compite por su originalidad, desde Córdoba a Sevilla, desde Cádiz a Jaén, desde Granada a Málaga, pero en todas las recetas la única variante importante es el tipo de pan y la consistencia final que puede variar desde un puré a una salsa. Sin embargo, esa mezcla de miga de pan remojado, de ajo, de aceite de oliva, de sal y de tomate, coronados por virutas de jamón ibérico y huevo duro, se convierte en un plato frío exquisito heredado de las cocinas pobres, popularizado con el tiempo hasta ocupar la carta y menús de los restoranes más sofisticados.
Desde la antigua Córdoba, pasando luego por los pueblos blancos de Cádiz y culminando en Granada, fuimos saboreando cada salmorejo. Luego de comerlo, se repetía, palabras más, palabras menos, este diálogo con mi “Dulcinea”.
—¿Y? —preguntaba ella.
—Muy rico —respondía yo.
—¿Mejor que el mío? —inquiría ella.
—A la par —respondía yo con franqueza; y agregaba—: Hasta ahora, solo te superó el de Córdoba, el salmorejo que comimos en “El Rincón de Carmen”.
(*) Prólogo de las “Novelas ejemplares”

EL AUTOR Marcelo Estefanell (Paysandú, 1950) es escritor. Mientras cursaba tercer año de Veterinaria (1972) fue detenido por integrar el MLN-T. Durante los 13 años que estuvo preso su refugio fue la lectura (llegó a leer unos 1.600 títulos), y su gran pasión fue El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Fue liberado en 1985, época en que retomó sus estudios universitarios y comenzó a trabajar como diseñador gráfico. Se especializó en redes informáticas y comunicaciones. Desde 1991 fue editor gráfico y administrador de redes del semanario Búsqueda hasta su retiro hace algunos años. Es autor del ensayo Don Quijote a la cancha (2003) y El retorno de Don Quijote, Caballero de los Galgos (2004), novela premiada con el Bartolomé Hidalgo. En 2007 presentó El hombre numerado, libro en el que relata sus memorias carcelarias y que se convirtió en un éxito de ventas. Su último libro De todos los nombres, el nombre y veinte relatos breves (2021)