
Los ojos de Nicasio se tornaron brillosos, otra vez bajó la vista hacia el piso. Algo personal y trascendente estaba por contarle a un desconocido que lo había escuchado y comprendido. No era fácil encontrar alguien que se interesara en los sentimientos de un emigrante. Todos estaban ocupados, cada uno con lo suyo. Apenas algunas confidencias con doña Leocadia, la vecina del Carmen de Abajo y tiempo después con la dueña de una pensión de la localidad costera de Cee, pero ese fue un caso distinto, ella lo abrumaba para que él le contara acerca de la vida y los sentimientos de los emigrantes. Ahora con Alfonso era algo diferente, un joven estudiante universitario preparado para escucharle. Sabía que tenía enfrente a un interlocutor que se habría de interesar en su historia. Sin pensarlo más comenzó su discurso…
–Bueno, Alfonso… Después de aquel trago amargo del Carmen de Abajo, dirigí mis pasos como un autómata hacia la Catedral. Había mucha gente en aquel templo al que tantas veces había concurrido antes, turistas, peregrinos, en fin… El barullo me molestaba. No sentía nada. Poco a poco el grueso de la gente se fue retirando, quedaban muy pocas personas en la nave central. Yo estaba sentado en un banco, pensando en mi pesadumbre… “¿A qué vine?” De pronto un anciano de abundante barba y cabello blanco se sentó a mi lado. Un momento después, aunque poco convencido “traté de iniciar una conversación en silencio con el Apóstol Santiago.” Yo le manifestaba mi rabia por haber tenido que alejarme de mi paraíso y repetía lo mismo, hasta que llegó el momento en que quedé con la mente en blanco. De pronto me pareció “escuchar” algo así como un susurro… “¿Por qué no haces el Camino hasta Finisterre?” Eso fue todo lo que “escuché”. De inmediato miré hacia mi derecha pero el anciano ya no estaba allí. A una distancia de más de diez metros según me pareció, quedé mirando como se alejaba a paso muy lento hacia la puerta del templo hasta que desapareció de mi vista. ¡Quedé abrumado! Después de un momento me repuse y continué “el monólogo” con Sant Iago, pero de otra forma más calma. Me sorprendí al sentirme de pronto completamente distinto, con otra actitud más tendiente a la comprensión. “Qué raro”, me dije… “Creo que deberé hacer ese Camino”. ¡Sí…! ¡Mañana mismo!
–¡Sumamente interesante! ¡Continúa por favor, Nicasio!
–Bueno… Me dirigí a la pensión, solicité información, compré calzado adecuado, conseguí un mapa y sin más demora, al otro día a las siete de la mañana, como un peregrino más, iniciaba mi camino hacia el Finisterrae. Ya desde que di los primeros pasos… ¡Qué feliz me sentía por haber tomado esa decisión! Por otra parte pensaba… “Bueno, será un paseo, ¿qué más va a ser?” Pero, al mismo tiempo estaba a la expectativa.
Después de tantas historias de peregrinos que le había contado el viejo profesor, Alfonso se sentía eufórico por lo que estaba viviendo. Él mismo estaba escuchando una narrada en forma directa por un protagonista del camino, que era además un emigrante.
–Y, bueno… ¿Qué… qué pasó, entonces?
–Bueno, pues… Pasó lo inesperado. Antes de seguir debo decirte que haber nacido en el Camino o en la meta, como expresé antes, ¡no significa absolutamente nada! Lo mismo que ser emigrante, si no te fuiste de tu lugar no puedes saber en su real magnitud lo qué eso significa, no lo puedes sentir. Bueno, pero, continuemos… Comenzaba a amanecer cuando salí del Pombal para subir la cuesta del Crucero del Gallo y desembocar en el campus de la Residencia Universitaria, de allí hasta el cruce de las dos avenidas, La Coruña y Rosalía de Castro, luego un corto trayecto cuesta abajo hasta la carretera de Noia y rumbo al Sur hasta Bertamiráns. Pronto me entró la decepción, iba comprobando que estaba haciendo un viaje de turista y yo pretendía o al menos esperaba otra cosa. Pensé entonces que lo mejor sería disfrutar del variado paisaje que iba encontrando. En la villa de Negreira culminó mi primera etapa, me alojé en una pensión y al otro día… todo seguía igual y así siguieron las dos siguientes jornadas. Pero, al cuarto día, decidí dejar las indicaciones del camino para seguir por dónde se me antojara, a ver si así realmente sentía algo, siguiendo más o menos el rumbo y siempre preguntando para no desviarme demasiado. Cerca del medio día llegué a una especie de meseta, en medio de un enorme bosque de castaños floreciendo, sintiendo el aroma cautivador que despiden en esta época del año. Me impresionó realmente estar observando desde aquella altura que debía ser próxima a los quinientos metros, el espectacular panorama que se presentaba ante mí, con el mar a lo lejos y más hacia el noroeste ya imaginaba “el cabo del fin del mundo”.
–Por lo que voy escuchando, hasta ese momento te sentías como un turista más, ¿no?
–Sí. Y eso era lo que me tenía mal. Pero a partir de allí se terminó el turista y todo empezó a cambiar. Descendí lentamente aquel trayecto de varios kilómetros hacia la orilla del mar. La soledad de la costa de la comarca de Carnota me impresionó. Allí hice un alto y me puse a observar hacia delante. A lo lejos, en línea recta rumbo oeste, percibí algo distinto, era ni más ni menos que el cabo del fin del mundo. Sin darme cuenta, de pronto mi mente quedó como en blanco. “Muy bien”, me dije… “Me parece que aquí comienza otro camino para mí.”
–¿Quizá un camino interior, Nicasio?
–Así es, Alfonso. ¡Oye!… ¿Tú hiciste el camino alguna vez?
–No. ¿Por qué me preguntas eso?
–Porque me vas adivinando lo que voy a decir.
–Es que… Bueno, mi maestro tuvo una experiencia similar hace ya mucho tiempo y al escucharte a ti… Pues, que la historia es casi la misma. Es más, ya imagino… ¡No! Prometo que no voy a interrumpir más tu relato.
–¡Vaya! ¡Qué bien! Tu maestro tuvo una experiencia similar, ¿eh? Me alegra saber que no soy el único que “anda con los pájaros volados”. Bueno, así decimos allá donde vivo cuando uno pareciera que anda por las nubes. Bien, hablando más en serio, te sigo contando… Me maravillaba todo ese magnífico paisaje y al mismo tiempo que maldecía por haber tenido que alejarme de este edén, pensaba en que la Providencia me había dado otras cosas. Sentía que algo distinto estaba por experimentar, pensé que lo mejor sería dejar la meditación para cuando llegara a Fisterra, quería estar muy tranquilo y disfrutar de ese momento en el lugar que imaginaba mágico. Por más que sentía el cansancio no me quedaba otra alternativa que apurar el paso para llegar a los pueblos de Cee y Corcubión antes del anochecer. Al pasar por Ézaro no supe qué me impresionaba más, si la pequeña playa solitaria de aguas límpidas o la cascada del río que en forma abrupta interrumpe su curso en los acantilados. No sé cuantos kilómetros caminé, fue una jornada como de diez horas, ni hambre tenía, solo quería descalzarme y acostarme a dormir. La señora de la pensión me trajo a la habitación una taza de caldo. Le agradecí pero no seguí su consejo de bajar al comedor después de descansar un momento. Me quedé dormido enseguida y seguí de largo hasta muy temprano en la mañana. Antes de salir el Sol ya estaba en movimiento hacia la etapa final. Estaba muy ansioso por llegar.
–Vaya… Es muy interesante toda esa vivencia. Continúa…
–Sí que lo es. Cuando estaba en la mitad del camino, entre el pueblo costero de Finisterre y la planicie del faro, la reflexión comenzó de nuevo a ser profunda. ¡Qué insignificante me veía en el medio de aquel camino estrecho, entre la inmensidad de la montaña a un lado y la del mar profundo al otro y enfrente el cabo del Finisterrae!
–Y ralentizaste tu pensamiento para disfrutarlo allá arriba, quizá.
–¡Oye! ¿Y tú, cómo sabes eso?
–No, no. Es que… ¡Me lo imagino, hombre!
–Bueno… Como tú te imaginas, la verdad es que no quise pensar más. Cuando llegué a la planicie ya era media mañana, ascendí unos metros por la ladera de la montaña, busqué una piedra y tomé asiento. En el bolso llevaba una cantimplora con agua y bocadillos que me había preparado doña Elvira, mi anfitriona de la pensión, que me preguntaba todo el tiempo cosas de la emigración… “Mañana vuelvo a pernoctar aquí y hablamos todo lo que usted quiera, señora.” Yo no quería hablar con nadie, me preparaba para lo que presentía que iba a experimentar.
<<Allí sentado, mirando hacia el oeste, sentía pasar el tiempo y mi pasado y mi pensamiento comenzó a cambiar. “¿Por qué la Providencia me castigó de tal forma que me alejó abruptamente de este mi lugar?” “Porque te salvó de una muerte probable y no solo eso, sino que te dio otras cosas nada despreciables”, respondía una voz interior. “¿Y qué hago con mis defectos?” “Comienza a pulir esa piedra, quema alguna prenda de tu atuendo y emprende con decisión una nueva etapa de tu vida.” Y así, con esos y otros pensamientos continué hasta la puesta del Sol. Por si faltaba algo, la sensación de energía que me invadió fue algo abrumador. “¡Algo especial pasa en este lugar! ¡Qué grandiosidad! ¡Qué insignificantes somos las personas!” En la compañía de mis reflexiones me dirigí a la base de cemento con un hueco en el centro, que hay en la planicie, deposité el calzado que había utilizado y le prendí fuego. “Yo también quiero simbolizar el comienzo de una vida nueva de la misma forma que muchos peregrinos que culminan aquí el Camino de Santiago.”
–¡Oye!… ¡Qué magnífica experiencia!
–No creas que me quedé descalzo, no. Me puse unas zapatillas deportivas que llevaba de repuesto. Mira, Alfonso, quizá yo no me sé expresar de la forma adecuada como para que tú lo comprendas plenamente.
–No creas eso, Nicasio, hablaste con claridad y yo capté perfectamente lo más importante, que es tu sentir.
–Bueno, ojalá sea así. Es algo tal vez como querer explicar el sentimiento de la emigración. Son dos cosas muy especiales que cada cual deberá experimentar para comprender en su real magnitud, como te dije antes. Después de la puesta del Sol emprendí el camino de regreso, pernocté en la villa de Fisterra y al otro día volví a Cee, me quedé un día más en la pensión de la señora Elvira y conversé con ella hasta muy tarde en la noche. Fue un alivio del alma para mí al encontrar una persona que me comprendiera cabalmente, igual que tú y una satisfacción para ella que tenía a casi toda su familia viviendo en un país de América y calmaba así su ansiedad al escuchar mi testimonio. El ¡Gracias! enorme por los privilegios que poseía, lo dejé para expresar a mi regreso frente al sepulcro de nuestro Apóstol Sant Iago.
–¿Qué pasó después, Nicasio?
–Bueno… Después de aquella peregrinación, mucho más calmado volví a mi casa del Carmen de Abajo. Estaba ansioso por conversar más con doña Leocadia y sobre todo entrar a la casa de mi tía… Bueno, a mi casa. Una vez dentro todo me pareció mucho más reducido que cuando me fui, sería que yo también era más pequeño en aquel entonces, no sé. Reinaba la calma, la limpieza y el orden en su interior. La “sella” estaba vacía, el fogón apagado y limpio. La falta de vida era abrumadora, pero el lugar transmitía sosiego, como si fuera un claustro. No sé cuanto tiempo pasé allí. De pronto una voz me despertó del letargo, era doña Leocadia… “¿Cómo encontraste todo, Nicasio? La próxima vez ya te puedes venir a quedar aquí. Para mí será de mucho agrado tenerte cerca.”
Después del discurso del emigrante, los dos hombres quedaron pensativos y en silencio durante unos cuantos segundos…
–Bueno, Nicasio, yo te agradezco enormemente que me hayas contado tus vivencias así de esa forma tan sencilla. Noté tu sentimiento y ahora te digo que quedé tan entusiasmado que te aseguro que una de tus experiencias, tal como lo tengo planificado desde hace un tiempo, la voy a copiar muy pronto. La otra, Dios quiera que nunca la tenga que experimentar, a no ser que fuera por una causa especial como la tuya.
–Mira, Alfonso. Realmente me siento reconfortado por encontrar alguien que me haya escuchado y comprendido y no se haya mostrado incrédulo o indiferente como me pasó tantas veces. Y, estaba pensando que… Bueno, que mejor será que te deje a ti este cuaderno donde estampé algunos pensamientos durante estos breves días de estadía en mi paraíso perdido. Siempre tuve en la mente escribir algo, no sé lo que… una breve historia quizá. Pero, en fin… yo de eso no entiendo mucho, así que… ¡Para qué quiero estos apuntes! De pronto esta semilla encuentra terreno fértil en las manos de un profesor de historia y… Bueno, toma… por si un día se te da por escribir algo acerca de… En fin, mejor olvida lo que te dije. Te dejo este escrito aunque nada más sea para que lo leas y como recuerdo de un emigrante que ama a su tierra y que cambió su forma de pensar después del regreso a ella y especialmente luego de experimentar lo que se siente al transitar un tramo del camino de los peregrinos. Acerca de lo que está escrito… Son pensamientos salidos del fondo de su alma… ¡Ah!… Aquí anoto mi dirección, por si un día me quieres escribir. Y por último, piensa en esto… Aunque seas compostelano, no dejes de hacer algún día un tramo del Camino de Santiago.
Un efusivo apretón de manos, un abrazo y el forastero se perdía entre la multitud de turistas y peregrinos que transitaban por la calle del Franco hacia la Catedral.
El presente texto que publica Delicatessen.uy, pertenece al libro «De Compostela y El Camino de Santiago del escritor y editor Manuel Losa Rocha.