
Cuando eran niños, mi tío Eugenio y mi padre eran los monaguillos en su pueblo de La Coruña.
Contaban que su principal función era abrir la iglesia al salir el sol, y cerrarla en el ocaso. Eso y participar de la misa, en especial en las celebraciones como la pascua y la misa de gallo. Tenían una intención secreta que consistía en comer hostias y tomarle el vino al cura.
Mi tío era quien tenía las llaves, era el hermano mayor y por lo tanto más responsable. Una tarde, mi padre le dio un par de tragos de más a la reserva del párroco y se quedó dormido abajo del altar. Tío Eugenio estaba en la casa y fue a cerrar el templo. Miró su interior y lo vio vacío. Cerró las puertas sin saber que encerraba a su hermano. El cura estaba en otro pueblo y no habría misa de tarde.
Cuando bajó el sol, a mi padre lo despertó un murmullo. Pensó que el cura estaba de vuelta y había decidido hacer la misa. Los rezos eran cada vez más fuertes, aunque el templo se ponía cada vez más oscuro. Cuando se atrevió a mirar descubrió que la iglesia estaba llena. Eran cuerpos sin cara, a los que tampoco se les veían los pies. “La sagrada compañía”, pensó. Se quedó allí quieto. De repente se sintió un golpe y la puerta se abrió de par en par. Era su hermano que al llegar la noche sospechó que algo pasaba. Se asomó mirando para el suelo. Mi tío fue a buscarlo. Se paró enfrente y dijo “vamos, ¿qué te pasa?”. “¿No los ves?”, susurró mi padre. Entonces mi tío lo agarró de la mano. Dicen que a veces es necesario tocar a alguien para que pueda verlos. Dicen que “la sagrada compañía” sale a buscar a los que esa noche van a morir. Se pararon frente a la multitud de almas. Ocupaban todo, incluso el pasillo.
Los hermanos caminaron despacio, de la mano, por el medio de la iglesia. Atravesando el murmullo de aquellas oraciones, ese muro de espíritus que se abría sutilmente a su paso. Una vez en la puerta corrieron sin mirar atrás, hasta abajo de sus camas, dejando la iglesia abierta de par en par.
El cura los despidió. De todas formas mi padre nunca más entró solo a una iglesia. Me contó lo de aquella noche una vez que tuvo que ir a anotarme para mi comunión y recorrimos el pasillo de la mano. Lo hizo sin levantar la vista del suelo. Temblando.