El secreto mejor guardado de la Toscana valenciana | Alva Sueiras

Imagen: Facebook de El Celler del Roure

El día que el Papa Pablo VI abrazó maravillado al joven norteamericano Michael Flanigan, tras ser milagrosamente curado de su cáncer de huesos gracias a la mano divina del canonizado obispo Nepomuceno, media España seguía con temor y atención las novedades periodísticas en torno al secuestro de Javier Ybarra. El empresario y político era, por aquel entonces, presidente de los diarios El Correo y El Diario Vasco. Lo que pocos sabían aquel 21 de junio de 1977, es que el empresario había sido asesinado por ETA en las estribaciones del Macizo de Gorbea tres días antes. Tierno Galván, entonces alcalde de Madrid, asistía a la II Conferencia Socialista del Mediterráneo en la isla de Malta, mientras en el extremo oriental de aquel mar compartido, Menachen Bagin asumía su cargo como Primer Ministro de Israel.

Aquel preciso martes, la joven uruguaya Dunia Fanjul fue atendida en el Hospital de Alicante con dolores de parto. Al día siguiente, el padre del retoño, gallego todo el, fue a inscribir a la criatura bajo el nombre de Tania. Sin embargo, el funcionario de turno le aseguró que para ostentar un nombre tan soviético era necesario solicitar un permiso especial en la Embajada de origen. Aún desconcertado por el imprevisto, optó por llamar a la niña Alba. El funcionario tuvo un nuevo impedimento, alegando que aquel nombre tan aristocrático estaba reservado en exclusividad para la casa de los Duques de Alba. Y como a la tercera va la vencida, aquel joven greñudo y porfiado supo negociar con su obtuso oponente. Regresó triunfal al hospital, para contarle a su esposa que su hija se llamaría Alva. Así fue como un 21 de junio de hace 42 años, recibí este nombre de resistencia híbrida. 

Siendo aún muy niña, nos mudamos con mi uve (o ve corta) a cuestas. Primero a Valverde del Camino, en Huelva, y posteriormente a El Puerto de Santa María, en Cádiz, donde mis padres se afincaron de forma definitiva y donde crecí con lo que podríamos llamar la prórroga de una identidad confusa que empieza con un nombre de parto difícil y acaba con un patchwork de terruños asimétricos. Gaditana de la Comunidad Valenciana, hija de Jose Luis, el gallego, y de Dunia, la montevideana. Discúlpenme si, para resumir, cuando me preguntan de donde soy, Cádiz me sale de forma automática. A fin de cuentas, El Puerto de Santa María, donde pasé buena parte de mi adolescencia y donde vive mi familia, representa ese hogar al que uno regresa con la devoción intacta.

Avatares del destino, el intrincado mundo laboral de un país en plena crisis, me condujo de nuevo al origen y retorné a mi tan olvidada Comunidad Valenciana. Tenía 34 años. Cuando me quise dar cuenta, el sino me había abandonado a mi suerte en pleno capítulo de aquella dramática serie televisiva norteamericana, ambientada en los viñedos de Napa Valley denominada “Falcon Crest”, o “Viñas de odio” según la traducción latinoamericana. Rodeada de personajes ambiciosos, corruptos y algo psicóticos, y justo cuando Ángela Channing me apuntaba con su revólver y su mayordomo Chulín envenenaba mi bebida, decidí mantener mi integridad intacta abandonando aquella realidad de drama, intriga y vileza. Aquel turbio segundo capítulo alicantino puso un punto y aparte en mi libro de vida en España. La decisión estaba tomada, era hora de emigrar. 

A los pocos meses llegué a Uruguay, con la esperanza puesta en cambiar de hemisferio y de aires. Dicho y hecho, de a poquito todo se fue acomodando y me fui armando una vida nueva. Desde entonces hasta ahora han pasado más de siete años. La belleza implacable del Mediterráneo fue borrando y barriendo, diluyendo en su inmensidad cuanto merece ser devorado por las fauces de Neptuno. Y con la respuesta automática ante la eterna pregunta sobre mi origen, me fui olvidando de donde vengo; de ese otro lugar del que también vengo.

Imagen: Facebook de El Celler del Roure

Hace pocos días, la etiqueta de una botella reposando plácidamente sobre un estante, me llamó poderosamente la atención. Un bello e ilegible texto ancestral rotulado en blanco destacaba sobre un fondo negro. Aquella misteriosa botella de la que no podía apartar la vista, viajó hasta Montevideo silenciosa y paciente desde Les Terres dels Aforins, región popularmente conocida como la Toscana valenciana. Los vinos de El Celler del Roure, luciendo sus sugerentes etiquetas en los estantes de lavinoteca, habían cautivado las almas cándidas de Jacqueline Silva (sommelier) y Alejandro Rodríguez (propietario), y estaban a punto de conquistar mi paladar y un lugarcito honroso en mi corazón. Los símbolos de esa etiqueta reproducen el texto íbero que apareció en el poblado de La Bastida de Les Alcusses, en una zona próxima a los dominios de El Celler y a unos 90 kms del lugar donde nací. Entusiasmados, Jacqueline y Alejandro me hablaron con admiración de las tinajas de barro ancestrales recuperadas donde aquellos valencianos intrépidos hacían algunos de sus vinos. El impulso de probarlos fue tal que me llevé un ejemplar de cada una de las etiquetas que viajaron desde Valencia hasta Montevideo.

El Celler del Roure y sus vinos con alma

Imagen: Facebook de El Celler del Roure

El periplo de estos vinos tan auténticos y diferentes comenzó en el año 96, cuando Pablo Calatayud, recién recibido de agrónomo, y su padre Paco, dedicado hasta entonces a la industria del mueble, se aventuraron al cultivo de la vid en su tierra natal, sin más experiencia que la voluntad y el amor por el vino. Sus primeros pasos estuvieron marcados por el cultivo de las cepas de moda del momento: Tempranillo, Merlot, Cabernet Sauvignon y algo de Monastrell. Con los años se dieron cuenta de que muchas cepas autóctonas, como la Mandó, tendían a desaparecer a pesar de sus cualidades viníferas. Fue ahí que pusieron el foco en recuperar viñedos de Mandó y reinjertar otras variedades. Adquirieron la Fonda de Moixent, una joya patrimonial construida en la segunda mitad del S. XVII, que cuenta con 100 tinajas de barro antiguas perfectamente conservadas, de entre 1000 y 3000 litros de capacidad, empotradas en el subsuelo de la galería. Un auténtico tesoro centenario que la familia recuperó para la elaboración de algunas de sus etiquetas.

Con una impronta de mínima intervención, en El Celler del Roure la uva se pisa manualmente, las levaduras son naturales, el abono es orgánico y los animales campan felices a sus anchas. Al probar unos vinos tan singulares, delicados, auténticos y vibrantes, el concepto de máxima expresión del terroir cobra sentido. Parecería que el vino absorbiera la naturaleza amable que emanan los Calatayud en los archivos audiovisuales disponibles. En la mira, las nuevas galerías subterráneas que albergarán las tinajas recuperadas de Almansa, de entre 200 y 300 años de antigüedad, y un hermoso y sencillo auditorio, también subterráneo, para eventos.  

Llámenme loca, pero la belleza de estos vinos en boca me reconcilia con esa tierra que fui olvidando y a la que hoy sueño volver. No se extrañen si en unos meses les saludo con la sonrisa ancha mientras deambulo por las galerías misteriosas de la Fonda de Moixent. Usted que puede, no lo dude y pruebe estos vinos maravillosos que recuperan y ponen en valor las virtudes originales de su terroir. Ni se lo dice Tania, ni se lo dice Alba, se lo asegura Alva con uve, singularmente oriunda de esa Comunidad.

Cullerot
Pedro Ximenez, Macabeo, Tortosina, Verdil, Malvasía, Chardonnay
6 meses en tinajas
Un blanco distinto. Complejo, untuoso, cremoso y fresco, cualidades fabulosas de combinación poco frecuente.
$ 650

Safrà
Mandó, Garnacha Tintorera, Monastrell
6 meses en roble
Tinto con alma de blanco. Delicado, con muchas capas. Fresco y amable. Ideal para los amantes del Pinot Noir.
$ 820 

Les Alcusses
Monastrell, Petit Verdot, Cabernet Sauvignon, Garnacha Tintorera
Amable, redondito y gentil. Un vino al que regresar siempre
8 meses en roble
$ 650

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