Gente de tierra adentro | Elvio E. Gandolfo

Tomás de Mattos

 

 

 

 

 

 

 

Tomás de Mattos, que vivía en Tacuarembó, había venido a Buenos Aires. Después de diversas actividades, nos encontramos una mañana, o casi un mediodía, en El Estaño, un bar de Corrientes y Talcahuano. El libro que habíamos presentado el día antes tenía que ver con los charrúas, con Lavalle, y un largo etcétera. Era la segunda versión, a la que le había agregado unas 70 páginas, sin importarle que la versión anterior, bruto best seller en Uruguay, fuera considerada perfecta.

Pero algo lo tenía desesperado: no podía encontrar nada (para otra cosa que estaba escribiendo), sobre la historia de Entre Ríos. Estaba tan concentrado en maldecir la falta de posibilidades de encontrar una larga historia de Entre Ríos, que él no se dio cuenta de la Presencia. Yo la palpité un par de segundos antes de alzar la cabeza y verlo a Zelarrayán, Ricardo Zelarrayán. Estaba, como casi siempre, con una especie de piloto, un portafolio, una cabeza despeinada y, sobre todo, una mirada de extrema atención, como de pájaro, que centró la mira en algo. Me miraba a mí, porque era yo el que conocía, y estaba como un tigre (o felino de cualquier otro tipo) dispuesto a dar un salto para ocupar una silla en nuestra mesa y después, conversar. No pude dejar escapar la oportunidad, y le dije a Tomás, que seguía mirando desfilar por su cabeza el Entre Ríos del siglo XIX, del que tantos datos le faltaban. “Te quiero presentar”, le dije, “a un gran escritor argentino.” Ahí Ricardo empezó a sentarse, serruchando una risa, mientras yo lógicamente denominaba a Tomás “un gran escritor uruguayo”.

Hablamos un par de minutos de tonterías, y después se me ocurrió decirle a Ricardo que Tomás buscaba material sobre Entre Ríos. “La historia de Menéndez Morondanga” (por así llamarle), dijo Zelarrayán sin la menor vacilación. “En seis tomos”, o siete. El asombro permanente que tenía Tomás por las cosas nuevas y bruscas, lo dejó con la boca abierta. Como un auténtico paisano de las tierras tacuaremboenses, dijo en voz bien alta: “¡No me diga!”, y dio vuelta un poco la cabeza para no dejarme afuera. “¡Es increíble!”, dijo aún más alto: “¡Estábamos buscando alguien que supiera algo de Entre Ríos, y fíjate este hombre!”

Ahí Zelarrayán ablandó un poco el serrucho de la risa. “Como le dije una vez a Borges”, dijo: “Usted no estaría acá y no sería quien es si su pariente no hubiera ido a bailar aquella noche.” Tras cartón, desparramó una historia ramificada pero clarísima, en la cual oscuros crímenes históricos o de guerra cometidos en Entre Ríos habían terminado haciendo que Borges fuera quien era, “y mejor aún”, dijo, clavando un dedo en la mesa, “que el propio Evaristo Carriego se quedara a vivir en Palermo” (porque en caso de haber ido al centro, al padre lo habrían matado), “y fuera el cantor del barrio, y entrara la cieguita y todo lo demás.”

Ahora ya no reía, sonreía beatíficamente. Seguramente no habría imaginado que sentarse lo iba a llevar a la historia de Entre Ríos. Pero su asombro era menor al de Tomás, que con los ojos abiertos como platos seguía la historia, y aportaba detalles, casi sin respiración. A esa altura Zelarrayán era Baltar, o Melchor, o Baltazar, regalándole al asombro de niño de Tomás un dato tras otro, haciendo carambolas con lugares y personas.

Me limité a escucharlos, sin que los dos hablara en ningún momento de su propia obra, viviendo en una fabulosa fantasía oriental a dos bandas. Pasó como una hora espectacular, luminosa, extremadamente civilizada y bárbara.

Cuando nos levantamos llegó la frutilla, con Zelarrayán ya encaminado a su lugar de trabajo, trabajo del cual hablaba siempre y a lo largo de los años como si acabara de pisar una cagada de perro, y el olor lo molestara sobremanera. Tomás quería conseguir algo sobre el general Paz (creo) y sobre Lavalle. Cuando habíamos caminado apenas una cuadra, dio vuelta levemente la cabeza, y quedó paralizado. Estábamos parados en Corrientes y Uruguay, esperando el semáforo, y lo que le había permitido ver la leve torsión de cabeza era, exactamente a la altura de sus ojos, aquella colección histórica de tapitas duras que dirigía Félix Luna: en la tapa de una decía “Lavalle” y en la tapa de la otra “José M. Paz”. Como era de esperarse, Tomás abrió grandísimamente los ojos y dijo: “¡Esto es increíble!”, mientras sacaba el dinero para pagar. Algún sarcástico o ironista habría hecho notar que todo era asunto no de la magia sino del mercado. Puede ser, pensé, pero de un mercado de Oriente.

Elvio E. Gandolfo (San Rafael, Mendoza, 1947) es escritor, crítico literario, traductor y periodista radicado a dos orillas: Montevideo y Buenos Aires. Trabajó para El Cultural de El País y escribe en la edición argentina de Noticias, entre otros medios.