Roma, la ciudad eterna (II) | José Antonio Flores

Roma

Se acude a Roma con temor a sus multitudes. Al viajero se lo habían contado amigos que ya la conocían o lo ha leído, pero jamás lo podría imaginar por completo hasta que no transita por sus calles y plazas. Es una experiencia completamente personal. Se podrán elaborar estrategias, buscar en el calendario, pero ninguno de los doce meses que lo pueblan será propicio para encontrarte una ciudad vacía o al menos despejada. Esos adjetivos no existen en Roma. Por tanto, el viajero ha de conformarse con alejarse de la coincidencia de la Semana Santa o de los meses tórridos, si es posible. Ese sol traicionero mediterráneo azota como en pocos sitios en esta ciudad que está apenas a cuarenta kilómetros de la costa. Ya lo escenificó Sorrentino en la película La gran belleza —a la que el viajero volverá una y otra vez, dada su fascinación por la misma—en una escena inicial en la que en pleno mirador del monte Gianicolo un turista japonés cae estrepitosamente al suelo ante los rayos del inclemente sol por testigo.

Porque Roma, además de historia y arqueología, es cine y literatura. Pero sobre todo arte. La ciudad que más arte alberga a nivel mundial. Un arte que está en la calle, escenificado en sus iglesias, basílicas y monumentos, pero también en el diseño de sus diversos foros y estatuas de todas las épocas. Y un arte más exquisito encerrado en sus Museos Capitolinos y dentro de cualquier iglesia, basílica, villa o palazzo.

Pero también está la Roma decrépita y sucia. Decrépita, no solo por su antigüedad, sino por las diversas trabas administrativas con las que cuentan sus edificios del centro histórico para ser reformados. El viajero se hospedó en un apartamento que forma parte de un palacio de principios del siglo pasado y las muchas trabas permitieron únicamente la reforma del interior del apartamento, le dijeron sus caseros, eso sí, preservando en el techo un maderamen antiguo, que, en verdad, era fantástico. Y sucia, quizá, por la mala gestión municipal, que según le decían sus habitantes era caótica, como suele ser propio en la política actual, donde los cargos de las grandes ciudades no son más que la catapulta a puestos de más realengo dentro del Estado. Y en ese aspecto Italia —sobre todo Italia— no es ninguna excepción, todo lo contrario. Pero también es una ciudad caótica, como antes decía, devorada por el inhumano tráfico y, en esencia, la nefasta educación en la conducción. Una ciudad en la que los pasos de cebra pasan por ser adornos en las calzadas, sin que tengan otra utilidad. En ese sentido, resultaba casi cómico comprobar cómo los turistas pertenecientes a países más respetuosos en cuanto a normas de conducción se lanzaban a cruzar calles y avenidas por esas líneas blancas —totalmente respetadas en su lugar de origen— mientras los cientos de coches y las miles de motos (Italia es el país de las motos tipo scooter, no en vano inventó la famosa Vespa) los sorteaban como podían. Observó el viajero con cierta desazón que en los pasos de cebra no daban paso ni los propios carabinieri. Podría suponer un importante ahorro de pintura si se propusiera, pensó. El viajero, sorprendido los primeros días, al final sospechó el motivo de esa lógica irrespetuosa, que no era otra que la imposibilidad de dar paso a las miríadas de turistas en grupo que pueden llegar a pasar por delante de las narices de un conductor a lo largo del día, no digamos ya un taxi o un autobús público. Sería una espera interminable. Por tanto, el ayuntamiento siguiendo esa lógica ha decidido no dotar con demasiados medios el tránsito de personas, a pesar del enorme volumen de éstas. Son pocos los semáforos para atravesar una vía o avenida y estrechas son también las aceras. Por tanto, si sumamos todo: afluencia masiva de turistas y ciudadanos, volumen de tráfico y esa falta de medios, en ocasiones, andar por Roma se convierte en toda una aventura. Incluso por sus calles más comerciales como pueden ser la vía del Corso o Condotti, de aceras demasiado estrechas para lo que se acostumbra en otras ciudades modernas occidentales en este tipo de calles. Capítulo aparte merecería la convivencia de personas y tráfico en el centro histórico de calles muy angostas o en el popular barrio del Trastevere, morada del viajero y su pareja en este viaje, donde es posible ver la típica imagen de la Vespa sorteando a turistas y propios en calles que parecen heredadas de la Roma Imperial, imagen que siempre ha admirado en anuncios de reclamos turísticos o películas. Sin embargo, esas estrechas calles suelen morir en plazas generosas y totalmente peatonales, porque Roma, ciudad de enormes contrastes, podría pasar por ser una de las ciudades europeas con las plazas más amplias y artísticas; tanto las plazas en sí como sus suntuosas y ornamentales fuentes, difíciles de encontrar en cualquier otra ciudad.

Sumado a ese caos de tráfico y calles estrechas, es necesario referirse a lo que merecería un capítulo propio: el transporte público. Roma cuenta con cuatro medios básicos de este tipo: taxi, autobuses, metro y tranvía (por no incluir los innumerables bus turísticos y vehículos propios de hoteles que en todo caso son medios privados). Y todos y cada de uno de ellos son en cierto modo un fracaso tanto para propios como para extraños. Los taxis son caros y los taxistas pícaros; los autobuses, impuntuales y masificados; el metro escaso y breve, dada la imposibilidad de acometer obras subterráneas por la riqueza arqueológica; y el tranvía también escaso en cuanto a líneas y recorrido. De esas cuatro opciones, el viajero daría el oro al tranvía, a pesar de su corto recorrido y el alto volumen de pasajeros. Unido a ello, tanto el autobús como el tranvía cuentan con un argumento en su contra, no obstante, que nada ayuda: su gratuidad. O, mejor dicho, no su gratuidad en esencia, sino la facilidad con la que propios y extraños pueden viajar sin pagar un euro. Al parecer, faltan revisores, a pesar del esfuerzo —que pudo leer el viajero y le contaron— que estaba llevando a cabo el ayuntamiento para cerrar esa sangría económica, salpicada también por múltiples corruptelas, amiguismo y un enorme absentismo laboral. No hay que olvidar que se trata de Italia y no lo comenta el viajero como algo despectivo, sino como un elemento esencial que forma parte del carácter de los moradores del país transalpino, si bien aquí es muy importante no caer en tópicos, piensa con cautela.

Es cierto que el turismo vulgariza las ciudades. En mayor medida, las más bellas. Sin embargo, no tuvo el viajero esa sensación en la Ciudad Eterna. O al menos, no como en otros sitios. Pareciera que el inmenso turismo —descomunal, ya dijo— se moviera a través de las muchas bellezas artísticas de la ciudad, como si se tratara de una invisible pared que lo separada de éstas. A pesar de que visitar lugares como la Ciudad del Vaticano se convierta en algo casi cómico, dada la ingente cantidad de grupos turísticos con visita guiada, en su mayoría, que confluyen en los mismos espacios. Visitar los Museos del Vaticano es similar a visitar El Corte Inglés el primer día de rebajas: las miríadas de gentío te arrastran como si se tratara de una marea humana babélica y se corría el riesgo dramático de perder al guía del grupo. Ese hecho, se convierte en tragicómico en la Capilla Sixtina, en la que, unido a la multitud de gente, cada minuto una voz crepuscular surgida de un micrófono exigía silencio y no hacer fotos, sin apenas éxito. Casi esperpéntico, la verdad.

Pero ese gentío es mucho menos apreciable en los lugares abiertos. Por ejemplo, el foro —o foros, depende de cómo los interpretemos—; pero para eso hará falta algo de imaginación, y que ésta pudiera visualizar ese mismo ajetreo que debió de tener la Roma Republicana e Imperial un día cualquiera, toda vez que era el centro administrativo, social, político y comercial de la ciudad, que llegó a contar, en su mayor momento de apogeo, con más de un millón de habitantes, una auténtica barbaridad para cómo eran las ciudades hace dos mil años. Por su parte, el inmenso volumen del Anfiteatro de Flavio (Coliseo), que se trata, tal vez, del monumento más visitado del mundo, podría igualmente pasar por ser una de esas jornadas de Panem et Cirquense, tan propio de la Roma, tanto republicana como Imperial. Ver estos enormes restos arqueológicos de otra manera sería contraproducente dado el gentío existente. Gentío que al viajero no llegó a agobiar demasiado en estos dos lugares (gracias a esa pizca de imaginación), pero sí en otros lugares como el referido Vaticano, como ya ha comentado. Pero no en muchos más, si excluimos el volumen de gente en sitios como la Plaza de Trevi, minúscula para soportar tanto público.

Porque hay que decirlo desde ya: el Vaticano podrá ser muchas cosas (eso dependerá de la visión de cada persona), pero sobre todo es un negocio terrenal muy próspero, montado con el material y los elementos de lo espiritual. No otra cosa le inspiró al viajero el centro universal de la fe cristiana. No experimentó ninguna mutación espiritual ni se sintió especial dichoso por pisar el sagrado lugar donde la tradición sitúa el asesinato, por parte del ejército de Roma, y tumba del primer papa, el Apóstol con mayor ascendencia sobre Jesús de Nazareth, Pedro. Y es que el Vaticano, al margen de su representación espiritual es un estado o un barrio-estado (nueva acuñación, oigan) dentro de las mismísima Roma, algo muy apreciable en la distinta configuración y limpieza de sus calles y plazas con respecto a Roma. Un estado con su propia organización, como cualquier estado. Si los principios básicos del Derecho Internacional Público establecen que para que un país pueda considerarse Estado ha de contar con estos tres elementos: territorio, organización y población, el Vaticano los cumple, a pesar de que lo haga en dosis minúsculas. Cuenta con su organización política, su policía, su cuerpo funcionarial y hasta su Jefe de Estado, que es el mismísimo papa en el trono de Pedro. Incluso, hasta su propio observatorio astronómico. Y unido a ello, goza de una excelente financiación. Por tanto, no hay motivos para pensar que no sea uno de los estados más prósperos del mundo que, incluso, posee con su propia banca, que es casi siempre un remero de escándalos. Sí, todo bastante grandioso, dentro de su pequeñez, si bien fue lo que menos interesó al viajero, al margen del valor antropológico y artístico, el de sus esculturas, pinturas, legajos y libros y monumentos.

Pero Roma deparaba muchas más sorpresas… (Continuará)

 

Nota: El autor ha autorizado a Delicatessen.uy publicar sus textos, del libro “Relatos y artículos de viaje: impresiones de un viajero” disponible en Amazon. La primera parte de este texto aquí https://delicatessen.uy/single-post/2019/09/18/roma-la-ciudad-eterna-i-jose-antonio-flores/