
En las últimas décadas la alta cocina ha centrado la atención mediática en relación al desarrollo del concepto “creatividad”. De la mano de los denominados celebrity o star chefs y sus big-name restaurants los platos se han convertido en auténticas obras de arte. Aunque este tipo de establecimientos tienen un perfil de demanda concreto, los medios de comunicación y las plataformas audiovisuales se han ocupado de transmitir día tras día las maravillas pictóricas que sirven a los comensales. Ahora bien, la creatividad no es solo una virtud de las cocinas de restaurantes Michelin, Zagat o, sobretodo, 50 Best¸ y desde el pequeño comercio de proximidad también se llevan a cabo muchas iniciativas que deleitan los sentidos de los consumidores, principalmente la vista y el gusto. Hay varios ejemplos que se pueden encontrar en el día a día, donde desde la creatividad del proveedor se incentiva la creatividad del consumidor.
Cuando viajamos, o simplemente cuando nos movemos, estamos en contacto constante con infinidad de outputs que persiguen, en muchos casos, un mismo objetivo: ser únicos y diferentes. Es decir, captar la atención y convertirse en souvenirs intelectuales. El contexto económico actual es innegablemente global y, por lo tanto, la competencia es creciente y feroz. Todo viaja de un extremo al otro de mundo con la facilidad de un click o un billete de avión. La necesidad de diferenciarse sirve de base para el desarrollo de lo que autores como Pine y Gilmore (1999), hace ya dos décadas, denominaron la economía de la experiencia. No vendemos productos, vendemos experiencias. No vendemos una porción de pizza, vendemos un trocito del Piemonte. La ventaja de este concepto es que no es patrimonio exclusivo de grandes empresas o ciudades, sino que cualquiera puede aplicarlo. La cultura de cada ‘uno’ – diga aquí pueblo, comercio, o, por ejemplo, hogaza de pan – es única. Y su capacidad de transmisión de unos valores también. Se trata de ofrecer no solo a los turistas, sino a los residentes, ‘experiencias’. Porqué los destinos a veces olvidan que los turistas nos visitan – y abogan por cuantos más vengan y más días se alojen, y mayor gasto hagan, mejor – pero los residentes nos habitan, durante todo el año.
En este contexto, uno de los elementos que más espacio tienen para el desarrollo de la creatividad es la gastronomía. Entendida, eso sí, tanto como una motivación viajera como una experiencia de ocio y estilo de vida. ¿O no compran ustedes pan o toman café en su día a día? Aquí la creatividad del pequeño comercio resulta especialmente relevante para poder desarrollar un cambio en el ‘consumo cultural’, y, por qué no, ir hacia senderos de consumo más local y a priori sostenibles. El comercio “de autor”, igual que los restaurantes de autor, deben marcar la diferencia. La innovación aparece como bandera de algunos de los ejemplos que se exponen a continuación.
La creatividad puede aparecer en la combinación de sabores, pero principalmente nos atrae desde la apariencia. Berlinas, muffins, helados, pasteles, bombones o polvorones admiten tanto sabores como formas que se renuevan en cada esquina y en cada lugar del mundo. ¿Han probado alguna vez un helado de gamba? ¿O un polvorón de aceite de oliva? ¿Y un bombón salado? Por otro lado, está de moda ya hace varios años añadir una decoración personalizada en el café. Ya sea con arte barista o con un molde, todo tipo de representaciones son posibles, incluso uno mismo: el denominado selfieccino hace las delicias de los instagrammers y de los que no lo son. Panes que son flores, chuches que son sashimis, o figuras de Lego que son hamburguesas. ¿Se imaginan una hamburguesa donde el pan es aguacate, o un queso que se envuelve en la lana de la oveja que proporciona la leche para su elaboración? Dicho esto, y para dar una referencia concreta, en la heladería Rocambolesc, ideada por uno de los hermanos Roca (tres estrellas Michelin en el restaurante El Celler de Can Roca de Girona), aquellos que no les gustan las nuevas tecnologías pueden comerse el icephone, “su” teléfono móvil en forma de polo.
Otros ejemplos son las formas y etiquetas de las botellas de cava, vino o licores, pero sobre estas hablaremos en otro momento. Fíjense cuando vayan al café o al supermercado, o al restaurante, las siluetas que se ofrecen. Seguramente hay alguna que sirve como souvenir, material o inmaterial. La mayoría de estos ejemplos son iniciativas locales que paradójicamente se convierten en globales gracias a los medios digitales, ejemplo de la globalidad en mayúsculas. La comunicación de la gastronomía a través de las redes sociales, especialmente Instagram, es una fuente de conocimiento, creatividad, y donde parece que lo más importante ya no es solo comer, sino “comer y comentar”