Memorias de la tierra de Gabo | Carolina Zamudio

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Tantos atardeceres tuve la suerte de ver sobre el mar de Puerto Colombia que podría decir que fue allí donde aprendí sobre la levedad, eso de dejarse ir como las nubes, no importa si son majestuosas y blancas como las del invierno de enero o lánguidas como pinceladas en los ocasos posteriores a las tormentas. Junto con Heminway, sostengo “nunca escribas sobre un lugar hasta que estés lejos de él”. A dos años y medio de haber dejado Barranquilla para mudarme a Montevideo, reviso algunas experiencias que me hacen pensar a menudo en La Arenosa en la que viví cuatro años; en el Macondo de mis lecturas juveniles, agradeciendo al destino haber podido sentirme parte de su cultura, que él —el lugar imaginario de Gabo—se hizo carne en mí de forma concreta, con sus peculiaridades y un gastado pero certero realismo mágico.

A poquísimos meses de haber pisado por primera vez el edificio ahora aggiornado del aeropuerto Cortissoz, ofrecí un desayuno de integración de esos que organizamos quienes vivimos dando vueltas por el mundo, desorientados. Esa mañana de marzo, mi desde entonces amiga Clara aseveró en tono duro pero amable, costeño: “Ya verás que Barranquilla es el mejor ‘vividero del mundo’”. Seguramente el escepticismo rioplatense hizo que pusiera en duda la afirmación. Cómo alguien podía tener tal sentido de pertenencia y decirlo sin dudar —pensé— mientras luchaba por entender el caos, ese sol que no da tregua, la humedad… a la vez que me maravillaba con el pelo implacable y arreglado de la mayoría de las mujeres y pensaba cómo domar en ese clima el mío.

A medida que iba intentando desmenuzar la cultura y descubría dos sabores claros de los que no hubo vuelta atrás: el mote de queso y la guanábana, (el primero, una suerte de sopa local; la segunda, una fruta) notaba que el color de mi vestimenta cambiaba y se iba mimetizando con el colorido de la ciudad toda. Dejé los negros y neutros. Si en Quilla todo pareciera estar todo el tiempo de fiesta. Y así como la literatura local que conocía era a menudo hiperbólica y rebosante, en el perfume de ciudad, esa esencia que le da su distintivo a la cultura del Caribe colombiano, pareciera que todo siempre gritara, colorido y estruendoso.

Mejor tarde que nunca, conocí también su oferta artística. Antes del carnaval de las calles todas y rincones, descubrí la magia del Carnaval de las Artes, donde cada año disfruté de artistas de todo el mundo, exhibidos sin pompa, en tono lúdico, hablando con presentadores que llevan el ritmo en la oratoria como la música y el baile, en la sangre. Porque, claro, no hay mejor época para llegar a Barranquilla que previo a la fiesta de las fiestas por excelencia. Desde el hotel que nos acogió unos días, pasando por mercados y calles, hasta los colegios mismos, me sorprendí viendo a mis hijas bailar en una comparsa escolar a solo una semana del inicio de clases. Y eso fue apenas el comienzo. Participé y gocé en varias ocasiones del Festival de Poesía en el Caribe (Poemario), de Barranquillaz y del Festival de Cine, entre un inmenso menú de artes, todo en la misma ciudad que iba de a poco conquistándome.

Pero, sin dudas, lo que más me conmovió fue la calidez de la gente. Tengo hoy más amigos ahí ‘de verdad, verdad’, como se dice por allí, —en Colombia misma— que en cualquier otro lugar del planeta. Y cuando digo calidez pienso en la calidad humana del colombiano, que usualmente acoge al extranjero (una argentina, en este caso) sin pensárselo tanto. ¿Será que en el caso de Barranquilla se debe a la mixtura de una ciudad que fue Puerta de Oro, la entrada de mucha de la inmigración al país? Esa fue mi experiencia: contagiarme de energía y mostrarme las costumbres, hacerme parte de una tribu, integrarme, al fin. En honor a la verdad, la primerísima impresión en ese sentido no fue de las mejores. La persona que nos asesoró en la búsqueda de casas y colegios nos recibió con un lapidario ‘todos los argentinos son unos arrogantes’. Quizá pensando en que tampoco podemos culpar a ella por ese estigma que nosotros cargamos, callamos y salimos a conocer barrios, llenándola de preguntas que contestó con cortesía. Tanta, que dos horas después estábamos comiendo en su casa con su familia, por una invitación a la que no pudimos rehusarnos. Probablemente haya sido en ese momento cuando empezaba a conocer sobre el carácter del Caribe, pasión y locuacidad, de la buena y de la mala.

Por ese entonces descubrí también los tiempos de la ciudad, que no es lo mismo ‘ahora’, ‘ahorita’ o ‘ahoritica’, que el ahora que en otros lugares es ‘ya’, ‘ahora mismo’, puede significar allí una hora, varias o hasta días. No fue sencillo entender esa forma de moverse de cierta parte de la población. Tiempo después reflexioné que la manera ‘descomplicada’ —palabra del argot local de la que me apropié para siempre— tal vez obedece a una suerte de autonomía entre individuos que se resisten a seguir reglas y se mueven más o menos bajo sus propios preceptos, incluso posibilidades. Lo vi en el tránsito, en el respeto por los espacios públicos y playas, hasta en el límite del espacio personal. Y me sentí, finalmente, de algún modo cómoda en ello. Es, creo, mirando en perspectiva, una mezcla de libertad y frescura difícil de encontrar. Y aprendí el concepto de ‘no hay afán’, tan útil para la vida toda.

La misma y otra
A la vez que conocía la idiosincrasia de algunas zonas: Puerto Colombia y su magia de pueblo y pesca; la arquitectura de El Prado, tan propia pero similar a ciertos sitios de La Habana; la bulla y vida de la calle 72 y el Paseo Simón Bolívar (una suerte de Barrio de los Judíos en Montevideo); la impronta árabe de tantas casonas de barrios; la Fiesta de Velitas y la procesión de la Virgen del Cármen; la vanguardia del Museo del Caribe; la historia tras el teatro Amira de la Rosa, la cultura única en La Casa del Carnaval… en solo unos años La Arenosa crecía y se convertía en una muy otra. Se canalizaban calles para resolver el problema surreal de los arroyos, que en una de las ciudades más prósperas de Colombia era capaz de tragarse autos y personas con solo un rato de aguacero; la zona norte de la ciudad sumaba edificios construidos a la velocidad de un juego de Legos; Puerto Velero, una zona turística, se hacía realidad, se restauraban inmuebles históricos, como el de la Alcaldía y aledaños, y finalmente se abría el ambicioso proyecto de El Gran Malecón o la Avenida al Río al estilo de ciudades como Guayaquil, junto al Centro de Convenciones Puerta de Oro, nuevos símbolos de este siglo.

Pero volvamos a “La emoción de las cosas”, como reza el título de un libro de memorias de la mexicana Ángeles Mastretta. Pronto descubrí —constaté— que la música ahí es eterna y cada vez un elemento omnipresente. Mientras escribía mi poemario “La oscuridad de lo que brilla”, presentado en la mítica La Cueva, el sitio de García Márquez y sus amigos artistas, además del arrullo del mar Caribe, siempre sonaba de fondo desde algún rincón, mucho más cercano en días de brisa, un acordeón. Descubrí, decía, que el vallenato es una cadencia a la que se entra como en el eslogan del carnaval: ‘Quien lo vive es quien lo goza’. Una de las noches más gloriosas de mi vida es aquella en que en la terraza de vistas al horizonte experimentamos la maravilla de una parranda vallenata. El amigo Carlos, el mismo que nos consiguió de souvenir hacia el sur la más típica de las guacharacas, instrumento musical autóctono, nos advirtió que la velada debía constar de poca gente, que así era el ritual del disfrute. Esa noche me enamoré de “La Hamaca Grande” y “La casa en el aire”, bailamos “La piragua” y otros ritmos, como el porro y la cumbia, mientras Miguel, Álvaro y Consuelo intercalaban sus conocimientos enraizados con los tambores y otros placeres, listos para la inducción exprés a foráneos en la biblia del folclor colombiano.

En las antípodas, en la complementariedad de la vida, asistí también a un velorio en el que el pedido de la extinta me conmovió de admiración: vestimenta de colores, para ella y sus deudos, y mariachis, nada de irse en nota triste. El canto acongojado y al mismo tiempo gozoso fue una bella lección de cómo transcurrir y dejar el mundo físico. En la misma sintonía de los ejemplos de vida, vi otro día en persona y hasta la oí improvisar en el hall de un teatro a la cantante Totó La Momposina; supe de la leyenda de otro músico, el Joe Arroyo; pude bailar y ‘enharinarme’ en carnavales en el bar La Troja; conocí el mito de la artista Ester Forero; de la recién reivindicada escritora Marvel Moreno; del mapalé; del cantante Diomedes Díaz; de las Fiestas de Polleras, otro rito carnavalero; del equipo de fútbol sin rival, al que venera toda una ciudad (nada de River y Boca, Nacional y Peñarol) el Junior; del magnetismo del río Magdalena, de sus historias trágicas y sus bondades.

La experiencia del Carnaval es amoroso capítulo aparte. Cómo semejante tradición no iba a ser reconocida por la UNESCO como patrimonio intangible de la humanidad. Entre la vía 40, la calle 44 y Santo Tomás, pareciera que dos mundos, el de ricos y pobres, se unieran en la fecha para vivir a la vez la misma tradición. Como el prodigio de la rueda de tambor en la Plaza de la Paz: una marea humana girando en torno de la cumbia, que recuerda sobre la fuerza de las ceremonias, sobre la conservada potencia africana. La morimonda y el torito, monocuco y el congo, María Mulata y el tigrito —personajes icónicos del Carnaval— son solo algunas de las caras que llevo hondo de esa Quilla.

Tanto acervo histórico, cultural y geográfico traje real y simbólicamente en las maletas de vuelta al Río de la Plata, que desde ese momento algunos personajes carnavaleros atestiguan vibrantes la labor diaria en mi estudio, me recuerdan lecciones de alegría, podría hasta decir que ciertas veces, legendarios, disuaden la eterna niebla de este sur. No sé si tenga autoridad para indicar como García Márquez «la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla», pero sí puedo afirmar que Barranquilla y no Cartagena—para mí y con perdón— es en realidad la fantástica, la siempre cambiante, la del calor de los amigos y los abrazos. Si me tocara volver, lo haría sin dudarlo: en diciembre, cuando llegan las brisas (*).

(*) Alusión a la novela “En diciembre llegaban las brisas”, de Marvel Moreno.