Nada, por más prisa que me he dado no he podido cruzar la calzada, y ahora tengo que quedarme en la isleta del centro, esperando a que el semáforo se vuelva poner en verde para terminar de cruzar. A mi lado izquierdo hay un chico joven que no aparta la vista de su teléfono móvil, tal vez esté escribiendo un mensaje. A mi derecha hay, en cambio, una mujer mayor, que sostiene dos bolsas de la compra, una en cada mano. Yo también tengo una de las manos ocupada, porque sostengo un pequeño libro de pocas páginas. Su nombre es Todo más claro, un libro que de vez en cuando hojeo en los semáforos.
En ese mismo momento, mientras espero, no puedo evitar preguntarme en qué pensará la gente durante el minuto o minuto y medio en que el semáforo está en rojo y están esperando para pasar. Aunque me doy cuenta en seguida de que es una pregunta estúpida, porque no hay mucha diferencia entre preguntarse eso y preguntarse qué piensa el género humano cuando hace el amor o cuando come una tarta de manzana. Las respuestas serán diferentes en cada caso.
Pero fíjese en la situación: aquí estoy, en mitad de la calzada, siendo rodeado por filas de coches que cruzan veloces a ambos lados, y esperando a que un artefacto alargado cambie de color y me indique que puedo seguir mi camino adelante sin miedo a morir atropellado, como en “Hombre en la orilla” de Salinas. ¿Acaso alguien se ha detenido alguna vez a plantearse semejante situación? No creo que sea una cuestión baladí ni mucho menos, porque si alguien cruzara con el semáforo en rojo pondría su vida en peligro. Es mucho lo que hay en juego para pensar que la situación sea vana. Y sin embargo, nadie suele detenerse a reflexionar sobre ello durante el minuto o minuto y medio en que espera a que el semáforo dé su visto bueno para continuar el camino.
Una cosa es evidente: si el semáforo está en rojo significa prohibición, y por lo tanto hay que detenerse –probablemente por asociación con el color de la sangre–; si el semáforo está en verde el camino es seguro y se puede seguir adelante sin miedo. Esta convención de signos no es más que un sencillo sistema sausseriano de oposiciones binarias. Nada más fácil. O es blanco o es negro, o es día o es noche, o es vida o es muerte. Estructuralismo puro, la misma historia de siempre. Ahora bien, por un momento imagino que estoy en algún lejano o extraño país, en donde los semáforos que se ponen rojos indican que se puede seguir adelante y los semáforos que se ponen verdes que hay que detenerse. Si estuviera en un país de tales condiciones mi vida correría serio peligro, como correría peligro la vida de uno de sus habitantes en mi propio país. Luego se puede decir que debo mi vida a una luz, que va marcando mi camino; pero esta luz no es más que una convención, algo decidido por todos y de todos conocido.
Supongo que nadie se ha detenido nunca en tales reflexiones porque es tan evidente que parecen innecesarias. Sin embargo, me pongo a imaginar por un momento que aquello que me rodea no son coches que cruzan a toda velocidad, sino otro tipo de cosas que también pasan a gran velocidad, y que pueden atropellarme, hacerme daño y poner mi vida en peligro. No importa tanto la forma material como el efecto que pueden tener sobre mí. En ese caso los coches podrían ser sustituidos por otro tipo de peligros, como el miedo, el dolor, el odio, la soledad, la desesperanza, o la angustia. En realidad sospecho que es así cómo funciona el ser humano, viviendo en una pequeña porción de espacio, mientras todos estos peligros le acechan, pasando a gran velocidad por ambos lados. Pero queremos pasar, avanzar, no queremos estancarnos siempre en el mismo sitio, porque hay que seguir viviendo. Y sin embargo ahí está ese peligro, continuo y constante, y nosotros al borde del peligro, necesitando dar el paso, y sin saber cuándo será el momento propicio en que los peligros cesen y el camino sea seguro.
Es ahí precisamente donde entra en juego el semáforo. Y ya no parece tan simple el funcionamiento de las luces rojas y de las luces verdes, porque nos damos cuenta de que cuando los peligros dejan de ser coches ya no es tan fácil distinguir cuáles son las luces rojas y cuáles las verdes. Si antes era evidente, porque la convención nos decía que la luz verde indicaba seguir adelante y la lógica nos decía cuál era la luz verde, ahora ya no contamos con esas útiles herramientas. Parece que ya no hay convenciones ni lógicas posibles que nos señalen cuándo podemos cruzar sin peligro. Y he aquí que cada persona tiene que forjar sus propias convenciones y buscar sus propias luces, que pueden ser una religión, un modo hedonista de entender la vida, el arte, los pequeños detalles, la familia, los amigos, o la persona que amas. Todos son luces verdes y luces rojas. Cruzar la calzada significa entonces llegar al próximo semáforo, y así sucesivamente, acercándonos cada vez más al final del camino, en donde nos aguarda la felicidad y la paz. A pesar de que se muestra obvio que los semáforos son un símbolo del ser humano en el mundo, no es fácil interpretar ese jeroglífico lumínico, distinguir las luces rojas de las verdes.
Esto es lo que pienso durante el minuto o minuto y medio en el que espero a que el semáforo se vuelva a poner en verde y me indique que ya puedo seguir adelante. Y ahí está de nuevo la luz verde, que corta el hilo de mis pensamientos como a golpe de cuchilla. Y ya no hay que pensar, sino sólo seguir adelante, mientras los coches, los peligros, permanecen detenidos, y yo voy cruzando frente a ellos, inmune y victorioso, con una luz verde que me va brillando en la mano, una luz cuyo nombre es Todo más claro, y creo que voy recitando unos versos que me he aprendido de memoria del “Hombre en la orilla”.
*Alejandro Gamero es español, periodista. Director del sitio www.lapiedradesísifo.com Delicatessen.uy publica estos textos con expresa autorización de su autor.