Todas las palabras reunidas consiguen el silencio | Carolina Zamudio

Editado por Artepoética press, editorial de Nueva York, Todas las palabras reunidas consiguen el silencio es el cuadragésimo libro de Luis Fernando Macías, multifacético escritor colombiano. Aquí un ensayo sobre su obra.

Esta suma selecta de Luis Fernando Macías es una invitación al estado de sabiduría, esa fase sin tiempo ni forma que abarca lo más vasto e insondable. Un impulso de permanecer en la verdad, como lo hace su propia poesía. Es animarse al desafío de navegar en el interior del hombre de la mano del poeta desentrañando la belleza de la razón, del ser al servicio del amor por la vida y sus preguntas. El lector lo puede hacer en sosiego. No hay incertidumbre que conduzca a ningún abismo. Al contrario, verle la cara a lo desconocido e intuido es una forma de nombrarlo. Macías ama a las personas, los objetos, la naturaleza, al universo todo, visto desde todas sus caras. Y lo ofrece sin fisuras, desbordante de lo más puro, sin cabos sueltos, un camino —no siempre ascendente por su dificultad— que ayuda a conocernos, transformarnos y, si quisiéramos, una guía para crecer intelectual y espiritualmente.

El trabajo riguroso valida sus hallazgos. El poeta indaga en las profundidades, tanto como interpela al lector para ponerle el cuerpo a lo trascendente, que es fugaz. Su poesía vive, aunque quizá solo el tiempo saque a la luz su significado más hondo. Cada libro es un nuevo nacimiento, único. Los siete títulos reunidos aquí constituyen una búsqueda de esa dificultad mayor de la poesía de decir en lugar de cantar, un reto que se persigue todo el tiempo en estos textos. Así se va engarzando la faena, el hilo del tiempo, el gran tema de la escritura de Macías.

El escritor ha publicado nueve poemarios: Del barrio las vecinas (1987), Una leve mirada sobre el valle (1994), La línea del tiempo (1997), Los cantos de Isabel (2000), Cantar del retorno (2000), El jardín del origen (2009) y El libro de las paradojas (2015). También se editó una reunión de algunos de sus poemas bajo el título Memoria del pez (2002) y una antología, Callado canto (2010). En este camino que transcurrió junto a la vida misma en la búsqueda calma pero apasionada del conocimiento, sus poemas develan la trama de un camino que inicia en la mirada atenta a lo tangible, lo cercano: las vecinas y amigas de su madre Mercedes, en La Milagrosa, su barrio de infancia en Medellín; desde allí sale hasta un territorio más amplio en que el poeta interroga a la humanidad toda, con sus incertidumbres.

La producción de este autor comprende casi todos los géneros: es un entramado de trabajo paciente, cuyo punto de partida y fin es la abundancia. Uno tras otro, el escritor construye un puente entre él mismo y el mundo. El ingeniero que imaginó ser alguna vez, pero —tironeado a tiempo por su verdadera vocación— no fue, se vislumbra siempre. Ordenado en una biblioteca, asentado en la sensibilidad de un lector inclemente, su trabajo se sedimenta uno sobre otro con solvencia. La novela le da aire a la poesía; el taller a la novela, método; el editor, una perspectiva amplia que refrenda; la literatura infantil, cuya producción nunca cesa, lo mantiene en contacto con lo sencillo, y la obra toda es, al fin, un edificio de cimientos firmes ornamentado solo donde haga falta. Su voz es un camino bordeado de bifloras, con una antesala limpia y un jardín al centro, que puede ser admirado desde cada piso.

Portada "Libro de las paradojas"

El poeta dialoga con el ensayista y sus propios mentores, para desgranar significados en busca de la esencia, esa que logra su soliloquio más íntimo en la poesía. Si al escritor la narrativa se le da acto cotidiano —como tomar agua, respirar— y produce novelas casi sin pausa, la lírica es una ceremonia de períodos más pausados, pensados; por eso median paréntesis entre un libro y otro, con la intención involuntaria y consciente a la vez de buscar en el cuenco profundo de su ser hasta dar con esa fuente que derrama vida.

Su poesía es un niño pequeño que sale a explorar el mundo y, desde las fronteras desdibujadas del saber que todo lo abarca, vuelve resplandecido a la casa, al nido, al cuerpo, al vientre; al origen regresa, con la inocencia intacta que deja la calma de la búsqueda. “Déjame leer el libro que tus manos abren” es el primer verso de esta selección, el primero de estos treinta años de trabajo.

Todas las palabras reunidas consiguen el silencio

Portada "Todas las palabras"

Su obra comienza a mitades del siglo XX y se lo menciona. En el primer apartado, Del barrio, las vecinas, se asiste a la lectura de un admirador de lo femenino: lo escudriña y retrata. Así, esas mujeres son las diosas diversas y enérgicas de la religión que es la primera infancia. Interviene también la guerra, que se cuenta a través de los deudos (las madres, en este caso) que constituyen una forma antojadiza de la trascendencia, un recurso para contar desde lo opuesto. De ese modo continúa, ampliando desde la reflexión en el péndulo, en el principio de oposición, hasta llegar al último de sus títulos, El libro de las paradojas.

Existe una conciencia de lo transitorio. Se lee a un poeta total: de la vida y de la muerte, con aceptación completa y mansa de la estancia física transitoria en el mundo. “Lo conozco todo/ pero tampoco a mí mismo”. Luz y oscuridad, opuestos necesarios en busca del amor como recompensa de quien nada pretende: llegar al fondo, como el ideal de la disolución del yo, el sitio donde habita la humildad, el bien último.

Luego de ese primer libro, Una leve mirada sobre el valle se acerca y adentra en la familia, los ancestros y la descendencia de forma más directa. Hay también una perspectiva ampliada sobre el paisaje y los espacios. La mirada se hace nítida al posarse en las paredes de la casa y desde allí se vuelve a mirar hacia afuera. Antes, se murieron los otros y el poeta lo escribió en tercera persona o tomando la voz de las mujeres; aquí, se apodera y se empodera, ya con su propia voz. La que antes se insinuaba perpleja, ahora se planta para decir: “No recuerdes con nostalgia”.

Desde este segundo libro, los poemas se despersonalizan, ganan abstracción, una pintura de diversas capas. Entra también lo geográfico y se dice no ya la historia particular como parte de la historia toda de la tribu, sino que se exploran otros parajes, como nuevas formas poéticas. Mira hacia el valle, no desde el valle, y encuentra su canto en el silencio apelando a la razón, el amor y, siempre, la alegría.

En sus comienzos, la obra se ciñe a todas las reglas clásicas, pero después abandona varias a sus anchas. El verso tiende a sentenciar con determinación, pero sin la soberbia del erudito, sino como condición necesaria de presentar una conclusión, para luego ser desgranada, hacerla digerible y, sobre todo, poética. Mientras el versículo se alarga, el camino que conduce a sí mismo se va haciendo, a la vez, más recóndito, bifurcado, y —por ende— claro. Hay, a menudo, un mecanismo de encadenamiento de un poema con otro, para abordar de otro modo, sumando, resignificando, la misma idea.

Los poemas cortos de esta selección tienen la contundencia de la perfección estética, el brillo que se alcanza en la esencia de eso que logra asir el artista para soltarlo. “Bajo tu rostro/ sonríe una calavera”, traza. El método con frecuencia consiste en decir que es necesario poner luz sobre algo y luego dar la fórmula para hacerlo. El jardín del origen también es un ejemplo de este procedimiento. Los poemas allí vuelven a acortarse, una palabra es un verso y lo dice todo. Va en busca del átomo y, allí, logra la expresión superior de la mínima poesía, la más intensa. Los textos son casi epifanía: destello apenas de las cumbres que alcanza algunas veces Todas las palabras reunidas consiguen el silencio.

Luis Fernando Macías es el poeta de la razón que escribe con el espíritu. Incluso en el orden espacial busca organizar eso que lo circunda, con la naturalidad y las ansias de quien comienza a caminar, hablar. Lo hace para aprender. Vislumbra la poesía como mirando un plano: desde ese lugar crea. Incluso, aunque alguna vez diga: “el corazón no conoce por lo que la razón le enseña”. Al mismo tiempo, esboza un manual, casi, de cómo pensar. Tiene un hilo pedagógico por medio del cual conduce de forma amorosa el aprendizaje. Como si esos descubrimientos le hubieran sido dados, como dones, para partirlos —hacerlos de algún modo más digeribles, diáfanos.

Ninguna palabra está puesta al azar. El poeta nos comparte su técnica; en toda su obra prima la transparencia o, dicho de otro modo, lo ofrece desde distintos ángulos y otorga la posibilidad de quedarse con la versión que mejor se adapte a la propia cosmovisión. La racionalidad, sin embargo, no se riñe con el juego: es un acertijo a ser completado por el lector, como en la secuencia ‘semilla, jardín, tiempo, nada, vida, flores, interior’. Un trazo vertical sumas conceptos clave; lo que aquí era ornamento, dos líneas debajo constituye el verso mismo.

Pide al universo que lo acompañe y le ilumine el camino. Entran poco a poco los astros y el mundo poético se vuelca hacia el cosmos que, finito, se plasma en la palabra. Hacia la mitad del trayecto se ve con mayor claridad al poeta de las paradojas: los opuestos encuentran la totalidad abarcadora de la existencia. Muchos poemas son enunciativos: “La vida es la búsqueda de su restitución”. Se anticipa un todo y, con paciencia de maestro, de aprendiz de sí mismo, va introduciendo algunas palabras que son la estructura de la casa; como si ante la fachada pudiera sentirse agrado y, luego, al develarse el interior, tener la confirmación del porqué de la sensación. El primer verso suele ser el lugar desde donde entrar, lo que la volanta al periodismo o la Teoría del iceberg, de Hemingway, aplicada a la poesía.

El poeta se nombra pez, luego equipara a los astros con peces en su mar de espacio y tiempo. Va hacia muy atrás en busca de nuevas preguntas. Llega al agua y al río como un discurrir en ciclos que nunca cesan. Habla a la deidad de la Sabiduría y dice alguna vez “la voluntad serena de la comprensión”. Confiesa, desde un rincón primitivo y privilegiado: “Nada me adeuda la vida”. Y, aunque algunos pensadores camino hacia el recinto interior tiendan al dolor y al desgarramiento, Macías lo vuelve fabula y ríe, una forma de mostrarse limpio como el alma de sus versos. ¿A qué se vuelve en el Cantar del retorno? “Nosotros somos ese invento de nosotros”, descubre.

El camino es, al fin, ordenar el caos. A modo de fábula, por lo ético y universal, que se sostiene a fuerza de estilo. Nos enfrenta y afrenta con los temas cruciales de la existencia, sin desbordes, desde la parsimonia del entendimiento. ¿No es, acaso, oportuno, que alguien tan lleno de preguntas responda de manera milimétrica a esas mismas dudas? El desafío está planteado en el verso “el engendro limitado de la comprensión”. Enuncia, postula y resuelve con la precisión de las artes duras, mientras la maravilla de la palabra acierta que sus propios postulados son de entendimiento acotado. Pareciera que solo después de quedar en paz con la razón, el espíritu de esta obra pudiera desplegarse en esplendor y —entonces sí— alcanzar sitios ilimitados.