Teoría y práctica del estiramiento gastronómico | Gabriel Sosa

Hace unos días, por esas sincronías que tiene la vida, se cruzaron en las redes sociales un par de asuntos que se encadenaron en mi mente. Y digo “en las redes sociales” porque no tengo idea de dónde exactamente vi en concreto los tales asuntos. En alguna red, eso seguro.

El primer asunto fue la aparición y pronta viralización de la inevitable factura anual delirante del restorán Garzón. Cada temporada, tan predecible como lo era antes el desfile de Giordano, se generan ondas de indignación porque alguien pagó una pequeña fortuna por comer una milanesa, una ensalada de remolacha y un postre sin identificar (y a veces café). Con los años he llegado a sospechar que quien filtra la factura anual es el propio Mallmann, como una manera retorcida de generar publicidad para su establecimiento.

El otro asunto fue una crónica de Alva Sueiras sobre una cena en un restorán muy recoleto, donde descubrió una costumbre tan asombrosa como vetusta. Antes de entrar en tema, nos cuenta en su nota la desagradable sorpresa que se llevaron ella y su acompañante al descubrir los precios de cada plato. Sorpresa entendible, pero tampoco cosa de indignarse.

A ver, en un país donde una milanesa en un bar cualquiera puede llegar a salir 450 pesos, que un restorán con triple mantel, cubertería de plata, décadas de tradición y donde todo funciona con precisión suiza cobre 2000 pesos platos refinados y de alta cocina tampoco es para que se le vuele la peluca a nadie. Se sabe que un restorán con determinado nivel es difícil de mantener, y los tres manteles, la platería y el servicio silencioso deben desquitarse de la única manera posible: en el precio del plato. Y hay que sumarle eso a los ingredientes y los métodos de cocción.

Ahora, pagar 2000 pesos por una milanesa…

Descartemos que se trate de alguna carne exótica, como si Mallmann tuviera un criadero y matadero de unicornios o Totoros en el fondo del restorán. También descartemos que se trate de una milanesa de carne de vaca Wagyu traída directamente de Japón en el regazo de quinceañeras núbiles vestidas de blanco en clase Business de Japan Airlines con el aire acondicionado al mínimo. Por rica y bien preparada que esté, es una milanesa. Diariamente se fríen decenas de miles iguales (tal vez no tan ricas) en todo el territorio nacional.

Lo mismo puede decirse de la ensalada de remolacha, si existiera en el mundo una remolacha súper Premium comparable a la carne de Wagyu. No sería el caso. La remolacha, la mejor de ella, se compra por atado en la feria.

Hay un video que no he logrado volver a encontrar (obviamente, “en las redes”) que para mi simboliza lo que es Mallmann en esencia. Me dicen que es parte de un video más extenso, pero no lo he podido comprobar. En este que yo digo, el chef aparece sirviendo el postre a una mesa de comensales que no vemos. El tal postre es un panqueque de dulce de leche.

Vaya a saber cuánto lo cobra Mallmann. Descartemos que el dulce esté hecho con leche de sirena o de extraterrestre de Venus. Supongamos que sea La Pataia.

Como Mallmann es Mallmann, un sencillo panqueque de dulce de leche tiene que tener su toque. Así que prepara un súper panquecón en una rueda de arado al fuego, o algo así. Le pone el dulce de leche, trata de enrollarlo con una espátula para cortar porciones… y pasa lo que cualquier persona con sentido común le diría que iba a pasar . El dulce de leche se licúa, se escapa, el panqueque se rompe, todo se transforma, en palabras de un conocido, en “cualquier chijete”, y el chef, impertérrito y aparentando que todo está bajo control, mandonea a sus subordinados pidiendo platos, presteza, servicio ágil. Mientras, manda a la mesa una tras otra porciones de un revoltijo infame, sin forma de nada, algunas puro dulce, algunas pura masa medio quemada. Pero todo sin perder el charme y la cara de piedra.

Y hay gente que paga alegremente pequeñas fortunas por eso: por la ficción de estar recibiendo un servicio de primera con productos de primera y calidad inigualable.

La combinación de estos dos asuntos me llevó a conversar del tema con algunos amigos (en alguna red social, claro). Y en la conversación, me hizo rememorar cosas que ya había notado hace una década o un poco más, cuando trabajé para una revista de gastronomía y buen vivir.

Resulta que por aquellos tiempos se vivía un modesto pero notorio boom de los restoranes “de autor” en Montevideo. Locales en general de chicos a minúsculos, con cartas breves pero variadas. Caros, todos, pero tampoco delirantemente caros. Y en cada uno de ellos, al frente estaba un chef o dos (casi todos hombres), con perfiles muy similares. En la veintena o la treintena, recién vueltos del extranjero (Europa en general), donde habían hecho cursos o pasantías en lugares prestigiosos, bajo el ala de chefs famosos. Y ahora volvían, a evangelizar con sus conocimientos a los gastrónomos de su país natal.

Eran tantos y tan similares, de delantal blanco y gorro de chef, que en la jerga de la redacción les decíamos “los tipitos”. “Hacele nota al tipito del restorán Tal”, “Llamá al tipito del restorán Cuál y preguntale…”, “¿Te dijo algo interesante el tipito del restorán Otro?”…

Debo decir que de algunos de ellos siempre sospeché que más que curso o pasantía, habían sido lavaplatos o pinches de restoranes de prestigio. Creo que al día de hoy ni sus restoranes ni ninguno de ellos siguen en la vuelta, pero estoy muy alejado de ese ambiente como para asegurarlo.

Retomando, los reyes de los tipitos de la época eran dos jóvenes que tenían un coqueto y mínimo restorán por Palermo o Cordón sur, con fama de cocinar maravillosamente y de ser caros como el diablo. Según recuerdo, gran parte de su clientela estaba compuesta por diplomáticos extranjeros. El restorán me consta que ya no existe, y aunque no sé qué habrá sido de la vida de los tipitos, supongo que deben seguir en el rubro, porque eran de los tipitos serios que efectivamente habían estudiado con chefs europeos. No de los otros. Uno de los tipitos había estudiado o hecho pasantía en un restorán enormemente célebre de Londres, la crema de la crema, dirigido por un chef de los que se mencionan en los manuales de cocina. O que escriben los manuales de cocina que leen los otros chefs célebres.

Como homenaje a su mentor, la estrella de la carta del restorán montevideano era también la estrella de la carta del restorán londinense. No recuerdo el nombre que tenía en la carta montevideana, pero en el original londinense el ingrediente central era “bone narrow”.

O sea, se trataba de un hueso (de vaca, supongamos, y, tratándose de restoranes de Londres, no pensemos en la escena final de The Cook, the Thief, His Wife & Her Lover) abierto a lo largo en dos mitades, y horneado con perejil y cierta sal muy especial recolectada en las costas marítimas de Francia, seguramente por quinceañeras núbiles japonesas vestidas de blanco. Entonces, aparte de la sal coquette y el perejil, lo único comestible del plato es la médula ósea horneada.

O sea, caracú al horno con sal y perejil. A lo mejor es delicioso, no tengo idea, porque las comidas de canje de este restorán en particular estaban acaparadas por la dueña de la revista y no llegaban a sus plumíferos. Pero que es un plato diferente, es diferente.

Cuando me tocó hacer la inevitable nota a los dos tipitos, y sus (breves hasta el momento) vidas y carreras, me llamó mucho la atención ese plato estrella, y su origen londinense. Así que me puse a investigar. Google mediante ubiqué el restorán donde el tipito había hecho su aprendizaje, leí sobre la vida y carrera (extensas) de su chef, y averigüé que en efecto, el plato estrella del lugar era el caracú con sal marina francesa y perejil.

Y al revisar la carta del restorán (completa on line, con precios y detalles, gran diferencia respecto a los usos uruguayos), descubrí algo sorprendente, que no recuerdo si llegué a incluir en la nota: el caracú con perejil y sal, en Uruguay, el país de las vacas, salía al comensal más caro que degustado en su lugar de origen, en Londres, por aquella época (y creo que lo sigue siendo) la ciudad más cara de Europa.

O sea, estos tipitos cobraban por un hueso partido al medio al horno, llevado a dólares, más que el chef inglés encumbradísimo que había inventado la receta.

Tomando en cuenta que la sal exclusivísima era un insumo extranjero en ambos lugares, y descontando que el precio del perejil pudiera hacer la diferencia, algo extra cobraban estos tipitos. Algo que no estaba en el plato. Algo que, por más que su local estaba bien puesto, no era triple mantel, cubertería de plata o servicio de 4 personas a disposición (cosas que sí parecía tener el local de Londres). Algo intangible. Algo mallmanniano.

En general, cuando uno hace referencia coloquialmente a visitas a lugares así, suele referirse al desembolso final aludiendo de diversas maneras a estiramientos compulsivos de zonas sensibles del cuerpo.

Pero hay estiramientos y estiramientos. Lo mínimo que uno espera si le sucede tal percance es que la acción sea reflejo de lo que tuvo en el plato, de cómo lo atendieron y del entorno en que pasó la última hora u hora y media. Sacando estos acontecimientos, que pueden hasta considerarse felices, están los otros, los inexplicables, los mallmannianos, los más caros que en Londres, los puntaesteños (no hay ecuación que justifique que un café con leche, café y un chorro de leche, en Les Delices salga al precio de un chivito canadiense montevideano).

Claro, el misterio se resuelve porque siempre habrá gente que esté feliz de dejarse estirar sus zonas sensibles por cierta mística, cierta fama, cierto glamour de opereta. Si no es el propio Mallmann quien lo hace, son esas las personas que suben con orgullo su factura delirante a las redes, que se sacan selfies en las mesas de Garzón como muestra de estatus, o que suben a otras redes fotos de su plato de caracú más caro que en Londres.

Para mí, lo único que están haciendo es demostrar la inconmensurable capacidad de estiramiento de sus zonas sensibles.

Ojo, para mí, que de esto no entiendo nada.

Fotografía: www.dearfriendsboston.com