De los autodidactas decía Machado que hay que desconfiar. Su lógica me parece que guarda detrás de lúcido razonamiento, porque ya es bastante difícil aprender con la ayuda de buenos maestros, pero cuando se consigue sin ayuda de nadie resulta cuando menos sospechoso, y más aún si se presume de ello. Sin embargo, siempre me ha parecido una de esas tantas opiniones matizables que tiene Machado -junto al tema de la mujer, por ejemplo-.
Me parece correcta la forma de pensar del que fue un gran maestro, ¿pero qué ocurre cuando sólo se cruzan en tu vida reyes Ubúes, despreciables seres que te arrancan las ansias por aprender de raíz, a fuerza de ineptitud y maldad despreciable? Desde luego, no muchas veces se puede aprovechar esa situación como hizo Alfred Jarry. Ni estaría bien que todos los hiciera, porque con un padre Ubú en el mundo ya tenemos suficiente.
Pero hay que admitir que no todos podemos tener la suerte de Aristóteles, que tenía como maestro a Platón; ni la suerte de Platón, que tenía como maestro a Sócrates; ni la suerte de Sócrates que tenía como maestra a Diotima -detrás probablemente estaría Safo, a quien Sócrates no llamó “bella” sino en el sentido etimológico de la palabra, entendido como sabia-. Ni todos tenemos la suerte de un Borges, con maestros de la talla de Macedonio Fernández y Cansinos Asens; porque Borges fue capaz de captar bien la esencia socrática, el diálogo como fuente de conocimiento. Pero no dudo que fue mucho más allá.
El caso más paradigmático de los autodidactas es, por supuesto, Miguel Hernández. Es la mejor forma de plantearse hasta qué punto es autodidacta un autodidacta. Este poeta-cabrero aprendió por sí mismo, pero hasta cierto punto. ¿Se podría decir que Góngora no fue maestro de Miguel Hernández? No hay duda, desde luego, porque el Hernández más temprano bebió en los ritmos gongorinos. Del mismo modo, no cabe duda de que Góngora tuvo maestros de la talla de Horacio u Ovidio. Y lo mismo ocurre con otros tantos de esos llamados autodidactas, Alberti y Lorca -hasta cierto punto, por supuesto-. Pero en última instancia todos somos un poco autodidactas, cualquiera que tenga una mínima curiosidad.
¿Acaso no se puede considerar a los libros como los mejores maestros, a falta de alguien de carne y hueso? Porque si llevamos la reflexión al límite de sus consecuencias, nada de lo que somos nos pertenece, como decía Papini en Gog, nada de lo que aprendemos puede ser aprehendido a priori. Quizá es un punto de vista demasiado radical, pero desde luego, siempre hay que tener en mente aquellos sabios versos de Quevedo, que supo bien de qué iba el asunto: Retirado en la paz de estos desiertos, /con pocos, pero doctos libros juntos, /vivo en conversación con los difuntos, /y escucho con mis ojos a los muertos.
Encadenando razonamientos, tan bien como Machado gustaba de hacer, se puede llegar a la conclusión de que no hay autodidactas. Sólo hay personas que cuentan con maestros de carne y hueso, y personas que cuentan con maestros de papel. Sospecho que Machado tal vez se equivocaba -quizá llevado por la autopromoción de sí mismo, o de su Juan de Mairena, otro profesor-, o no reflexionó lo suficiente sobre este asunto.
Artículo publicado originalmente en el blog La piedra de Sísifo. Delicatessen.uy comparte esta nota expresamente autorizada por el autor.