La lección del Maestro y un libro justo | Jaime Clara

El 7 de enero de 2007, mientras el sol abrasador caía sobre Montevideo, en un accidente de tránsito moría el artista plástico Guillermo Fernández (1928-2007) y una semana después, Marta Rolfo, su esposa. Fue un artista como pocos, extremadamente generoso, inteligente, lúcido, original, erudito. Si algo le tengo que reprochar, es su bajo perfil, estar replegado en su taller, con sus alumnos, con sus palotes y repeticiones, con sus pinturas y sus dibujos, que comenzaban invariablemente en la libretita que salía de los bolsillos de su túnica azul. Todos sus alumnos extrañan a Guillermo. Todos lo extrañamos. Finalmente, tras un proceso que pareció eterno, en el Museo Nacional de Artes Visuales se pudo hacer una gran muestra homenaje. Justicia es decirlo, que entre tantos, hay que mencionar al director del MNAV, Enrique Aguerre.

Pero para las nuevas generaciones, ¿quién fue Guillermo Fernández? Permítaseme una mención inicial a San José, al Liceo Departamental «Alfonso Espínola», donde dio clase, a fines de la década del 50. Seguramente desde allí, empezaron a llamarlo «Maestro», denominación que seguramente lo incomodaba bastante. Fue pintor, grabador, trabajó con las formas, esculturas desarrollando casi todas las variantes de la expresión plástica. En 1949 se vinculó con el taller de Joaquín Torres García. Se formó con Alceu Ribeiro, Augusto Torres, Nenin Matto, Horacio Torres y José Gurvich. Realizó viajes de estudio a Argentina (1957-58) y San Pablo (1968). Fue docente en Enseñanza Secundaria. Intervino en la organización y Dirección del Taller Municipal de Artes Plásticas de Paysandú (1959-66). Fue en esa época en que dictó cursos en el Instituto “Alfonso Espínola” de San José. Desde 1962 dictó clases en su propio taller de donde han egresado los más destacados plásticos del país. Fue dibujante ilustrador en los diarios El Diario, Acción, El País realizando trabajos también para Cine Club del Uruguay.

El periodista Jorge Abbondanza publicó en El País que “rara vez ocurre que un creador sea en persona tan cautivador como su obra, y sin embargo Guillermo no sólo disponía de una sensibilidad colosal para su trabajo sino además de una erudición y una inteligencia capaces de magnetizar a su interlocutor. La manera en que manejaba los puntos de referencia, en que desplegaba su conocimiento y en que lanzaba su sentido del humor, constituía un discurso casi incomparable del que disfrutaron colegas, amigos y discípulos, ya que no sólo deja atrás una producción valiosa sino una masa de alumnos a quienes supo formar en su taller con el regalo de esas cualidades personales.”

Guillermo no integró ninguna chacrita a las que la cultura uruguaya es tan afecta. Ese perfil bajo quizás le impidió trascender como se merecía. Pero Guillermo Fernández era, ante todo un ejemplo de ética. Abbondanza escribió que Fernández “refugiado en la tenacidad de su perfil bajo, ha sacrificado una parte de la notoriedad que suele acompañar a las figuras de primera línea del medio artístico: cabe decir que es el menos famoso de los maestros consagrados. Su discreción figura como escudo de una inteligencia que no sólo se refleja en el comportamiento personal o en la relación con oleadas de alumnos, sino también en la charla casual: hombre naturalmente tímido pero con un fondo de locuaz virtuosismo que en su caso se disfruta y se agradece, Fernández resulta luminoso cuando opina sobre los lenguajes visuales, sobre la tradición cultural, sobre la formación de jóvenes talentos, sobre el prójimo y el mundo. Armado de un vocabulario pródigo y un razonamiento certero, entrega así una capacidad que ha ido desarrollándose junto a la maestría creadora.”

Un libro justo

Guillermo generó su propio sistema de enseñanza. El contacto con él, instranferible, era vincularse con un hombre sabio, del que uno aprendía sólo escuchando. Creó un método que se fue con él. Si bien hubo algunos esfuerzos para tratar de que lo escribiera, o al menos grabara en algún viejo cassette, cómo hacía para enseñar, la muerte impidió que pudiéramos encarar esa tarea, que habíamos iniciado.

Por suerte, y casi que por sorpresa, un aplicado alumno de Guillermo, un ingeniero, Edgardo Verzi, escritor y artista plástico, se financió la edición de un libro que recoge el famoso método de los palotes y las repeticiones. Tener el libro en la mano, para quienes nos formamos con Guillermo, emociona. Pero además, Verzi indaga, bucea y saca conclusiones, a partir de los ejercicios que hizo en el Taller. Una maravilla. Un libro necesario. Un libro justo.

Se presenta el 13/12 en la Fundación Fucac.