Se argumenta que no tenemos cultura culinaria propia pues toda ella sería importada, mas esta afirmación es falsa pues desconoce la dinámica de los fenómenos culturales y con esa lógica, también se podría decir que el tango y el candombe son importados. La pizza se afincó en nuestro país y al hacerse nuestra, adoptó sus propias características y de hecho, el fenómeno de la pizza en Italia también es resultado de una mixtura cultural.
Aunque quisiéramos hacer una pizza como la que hacen a orillas del Mediterráneo, no podríamos hacerla desde que tenemos otro trigo y otra agua y lo que es más importante, desde que tenemos otra manera de vincularnos con la cocina. Aquí sucede lo mismo que con el idioma, aparentemente en España y los países que colonizó se habla un sólo castellano, pero alcanza con viajar para encontrarnos con una infinita diversidad incluso en nuestro país, con ese amable tono del hombre de Rocha o la dulce lengua de la gente de Artigas.
¿Por qué los cordobeses hablan de esa manera y de esa otra manera los caribeños? Aquí tallan las diferentes migraciones pero además, talla el cómo una cultura se posiciona ante su lengua y cómo la construye, es decir nos encontramos ante un fenómeno en constante transformación, donde laboran variedad de factores incluyendo las fuerzas telúricas, pero mejor dediquémonos a explicar esto con la curiosa historia de la pizza en nuestro país.
A principios de siglo los napolitanos la trajeron así como los genoveses trajeron la fainá. Nosotros de inmediato las vinculamos, pero en aquella época ni los genoveses consideraban al plato napolitano, ni los napolitanos consideraban al plato genovés. En Uruguay se adoptó la pizza antes que en Italia y se la consideró hermana de la fainá y por eso inventamos la pizza a caballo.
Uno se imagina a aquellos inmigrantes pensando cómo ganarse la vida y nada resulta más ilustrativo que ver hoy a los venezolanos vendiendo sus arepas y cachapas en la feria Tristán Narvaja. De igual manera, los tanos salieron a vender su pizza y su fainá y según me cuenta Vázquez Franco, cuando tenía seis años allá por 1920, compraba el triángulo de pizza con anchoas al tacho a cinco centésimos es decir, un medio y el corte de fainá a dos centésimos, es decir, un vintén, a quienes vendían llevando un carrito y trípode sobre el que apoyaban una asadera circular plateada. No es imposible imaginar que también había pizzeros y faineros que salían a vender sólo con el trípode y la asadera, pero lo importante aquí es que la pizza y la fainá se vendían como se venden hoy las tortas fritas y garrapiñadas, en la calle y recién en los años 30, en el Río de la Plata se abrieron los primeros locales al público, proceso similar al vivido en Brasil y Estados Unidos.
La primera pizzería nació en 1931, el todavía vigente Bar Tasende y aunque nos parezca difícil de creer, recién en la década del 60 se generalizaron las pizzerías en un país distinto al de ahora, pues cuenta El Tano de Papacito que en la década del 60, los sábados su librería cerraba a las tres de la madrugada del domingo, por el enjambre humano que bullía en la avenida 18 de julio.
Mas la pizza que a orillas del Plata viviría una transformación, por la calidad y abundancia de ingredientes a diferencia de la Italia meridional, también tendió a cambiar de forma, tal vez porque los panaderos españoles entraron al juego e imprimieron un sello distintivo, esa masa rectangular que introducían en sus hornos de leña con sus largas palas.
Mientras la pizza ganaba la calle y tímidamente se abrían locales de venta al público, el manjar fue entrando a la cocina de los hogares, pues si hay alguien indiscreto en este mundo que no cesa de preguntar hasta alcanzar su propósito, aunque sea interrogando gentes que quieren guardar su secreto celosamente, esa gente son los cocineros y sobre todo, las cocineras.
Uno debe suponer que la pizza entró a los hogares de Montevideo bastante más temprano que a los hogares de tierra adentro, pues un amigo que nació en un campo en Treinta y Tres, recuerda el día en que su abuela a principios de los ochenta consiguió la receta y elaboró un plato que el abuelo se negó en redondo a degustar, pues “eso no es comida”. Lo imagino con la cara torva frente a los nietos que devoraban aquella cosa gringa, masticando un asado y preguntándose a dónde diablos iríamos a parar. Durante mucho tiempo se retiraba anulado cada vez que su mujer presentaba aquello, mas los hechos son porfiados y existe un poder sugerente en la pizza que atrae incluso al más radical de nuestros criollos y entonces, aquel hombre se dejó vencer para salir, al mismo tiempo, victorioso.
Es curioso el hecho cultural y en particular el hecho gastronómico. En las ruinas de Pompeya se encontró un pan plano y circular cortado en triángulos al que presumiblemente se le agregó ajo y aceite de oliva y antes que ellos los griegos hicieron algo parecido y antes todavía, otros pueblos hacían una masa plana que uno supone colocaban sobre una piedra ardiente, pero si hubiera que buscar, de forma más o menos arbitraria un momento para determinar el origen de la pizza, tendríamos que viajar al sur de la Italia del siglo XVIII, cuando a un cocinero revolucionario se le ocurrió cubrir, con la salsa elaborada con una fruta originaria de América, aquella masa de trigo que venía de un pasado lejano.
La historia de la humanidad es también la historia de ideas que no importa si fueron lanzadas al mundo por uno sólo, lo que importa es que si atiende a una necesidad como la búsqueda de placer y alimento, se labra su propio camino y vive en tanto cada hombre y cada cultura la hacen suyas.
Amable lector, hay algo más para agregar a la hora de la despedida: aunque queramos, nunca haremos la pizza que hicimos ayer pues nuevas aguas corren tras las aguas. Hoy no habrá la misma humedad ni temperatura y un minuto de más harán lo suyo y algo harán la fase lunar y otras fuerzas misteriosas como las nuevas manos del cocinero, esas manos que agregan un ingrediente mágico en esa obra del arte culinario, elaborada para nuestro deleite y fugaz como tantas cosas buenas de esta vida.