/ Al pintor Juan Mastromatteo /
Hay una piedra redonda allá en San Miguel del aire. Una piedra que se parece a un mundo y en la piedra / hay, todavía / una oquedad como una luna azulazul de agua. Barquitos de papel de niño que navega bajo la cruz de sur, allá en el este, rodeado el barco de estrellitas y bengalas. Y, al final- siempre igual- se refleja la imagen de una niña de cabello negro-desnuda, angelical y sensual –claritamente clara: -Esa cosita, Nacho, que tienen – ayer Onetti lo decía – las muchachas.
Cuanto su pintura sin pintar ya manchaba sus párpados caídos, su palpitante corazón, atento sus silencios de gurí diferente / ché, botija / del rancho en la ladera de la sierra, roto, el de la frente costanera de pensar las cosas, el de los ojos miradores, como ajenos, que encuentran en el fondo del espejo – o agua- al otro Manolo / el que pintaba / su ser espiritual más viejo que sus años. Más joven, Matungo, que su edad.
Sopla. Gime el viento del pueblo. Gime. Sopla como en un cuento. Como en un sueño. Sopla con colores y el gurí dibuja al viento, con lápices de viento, en medio de la calle. Pierde la gastita alpargata rueda (azul) y en el papel de astraza de la almacén insiste en dibujar los íntimos colores del viento. El que se descubre por vez primera tan triste y le arrebata el dibujo aventándolo para el lado del parador, del fortín, del cerro picudo, es decir para aquel lado…Para la sierra que es la madre de todos los vientos del pueblo, del mundo…
Así es San Miguel y el niño lo sabía. Lo hablábamos en las noches del vino, del viento más lejano y la poesía. Una leve llovizna grisazul, atangada, de melancolía montevideana se ganaba en la memoria común de ranchos y muchachas, cuando agonizan los días con sus violáceos crepúsculos de otras aguas o resacas – acá, en este lugar del mar que no es la mar – y la tristeza.
Y, nuevamente, bajo candiles o faroles oscuros, Manolo Lima el gurí se escapaba de las penumbrosas cocinas de barro y de totora, sobre la grasa de los azules hules, dibujos de la escuela, escaleras, mujeres, caracolas, girasoles y barcos- tal vez torresgarcianos sin saberlo –peces y soles para alumbrar el humo de niño pobre. Humo que queda en la piel y para siempre o en los ojos de tanto y tanto mirar la soledad.
Después, los viejos boliches ciudadanos. Su ser de luz, farito humilde y sabio, entre ruedas de amigos y de copas. Sus obras para pagar la vuelta o volver por los ojos hasta su San Miguel del aire, donde había dejado con dibujos y grasa y sus manos de tierra, atado a su papel al viento…
Pero hoy, che, Matungo, que no estás. Digo, que estás, pero que no te veo, ni nada… Yo sé que vuelves a buscarla. Lo sé en esas noches azules, rochenses, fronterizas, estrelladas. Yo sé que vuelves a ver en el fondo de tu roca ahuecada, de tu esférica roca, de luna de agua, los ojos suaves como de pana, negros y enternecidos de la niña aquella de tu infancia. Mi amigo de los pinos y los trinos, susurran aún en tu voz, tabaco y caña. Y recuerdo tu cara / tierra hablada / y tus manos de raíces como alas. Mariposas de luz, arcoíris del alma.
Foto: maldonadonoticias.com