Mi abuelo materno falleció cuando yo tenía dos años. Mi abuelo paterno, al mes de que cumpliera ocho. Mi infancia fue, por lo tanto – y ruego aquí el perdón de mi padre, un ser excepcional – inequívocamente matriarcal.
Con mis abuelas viví situaciones extremas: una de ellas, la materna, vivía conmigo; mientras que mi abuela paterna vivía en el otro lado del mundo. Bah, en Colonia, pero sepan comprender que mi visión del mundo fue bastante reducida entre mi temprana infancia y mi preadolescencia.
Los viajes a Colonia están impregnados en mi memoria por sus paisajes, por sus personajes y sus sabores. Recuerdo, con precisión de esgrimista ruso, las paradas obligatorias en Nueva Helvecia. Todavía me veo entrando en aquella quesería – cuyo nombre olvidé pero me consta quedaba en una esquina – que no sólo ofrecía exquisitos quesos sino que además exhibía mermeladas caseras y dulces. A la entrada del pueblo, las charcuterías oficiaban de guirnaldas que anunciaban, en inconfundible rojo, el comienzo (o el fin) de este oasis gastronómico y cultural que tantas veces el montevideano, a sabiendas, esnobea.
Mi abuela paterna dividió buena parte de su vida entre Nueva Palmira y Montevideo, donde era profesora de matemáticas y astronomía. Me fascinaba su biblioteca, los distintos mapas de constelaciones que encontraba traspapelados por ahí, las colecciones de piedras (en algún momento, mi abuela también incursionó en la geología) y muy por sobre todas las cosas, la huertita del fondo. Antes de preparar cada comida, seleccionaba los ingredientes que ella misma había plantado. Siempre vi en aquello cierta magia imposible en Montevideo, una comunión entre la tierra y la mesa que ignoraba las tentaciones express de la ciudad. Cocinar es, a fin de cuentas, parar el tiempo de algún modo, es rebelarse frente al reloj, es una demonstración de paciencia infinita.
De regreso a casa, me esperaba mi abuela materna, que más que abuela fue una especie de segunda madre. Hacía todo y todo lo hacía bien, como si hubiese recibido una serie de instrucciones pre – natales que llevó consigo, orgullosa, siempre. Creía fervientemente que la buena pasta se hace sin excepción de cero y en casa, por lo que miraba con cierta pena y desdén a quienes se veían “condenados” a comprar ravioles ya hechos, rellenos de “quién sabe qué”. Sus salsas, sus dulces y sus panes decoraban la extensísima mesa familiar de cada domingo.
A veces vuelvo a ser esa chiquilla que entraba subrepticiamente a la cocina, abría la heladera de la forma más silenciosa que me fuera posible y hundía mi dedo índice en los rellenos dulce de leche y moka de sus tortas o que apuraba su flan de coco para servirme otra porción. Sus buñuelos de acelga, sus pizzas a la piedra y su matambre a la leche pasarán a la historia como aquello que jamás podré emular, como un sabor del ayer, como un guiño de amor sincero y desinteresado.
El amor por el buen comer no es colocar algunas rebanadas de palta sobre una tostada decorada con un huevo poché; no es tampoco un puñado de granola sobre yogur griego con algunos arándanos, ni es mucho menos un espárrago envuelto en panceta. Sucede que el amor por el buen comer no es una moda, no es un hashtag en Instagram: es la dedicación fiel y absoluta a un proceso que comienza con semillas en la tierra, es horas de selección de ingredientes, de cortes de carne, de prueba y error, de aromas y texturas, de manos enharinadas y relojes tacaños.
El amor por el buen comer comienza en la cocina, que es en sí un acto de amor. Y eso, tiene mucho de abuelas.
À la prochaine!
A mi abuela Irma, que se nos fuera en 2016 para convertirse en estrella.
A mi abuela Virginia, cuya memoria le hace zancadillas después de un ACV.
A mi padre, fallecido en 2007, que es el abuelo que no será.