No me gustaban los buñuelos de algas. En mi infancia, sólo algún turista extravagante los hacía, pero a nosotros, acostumbrados a la cocina criolla, nos daba cierto asco eso de andar juntando las excrecencias marinas, babosas y serpenteantes, para mezclarlas con harina y comérselas. Era casi como andar preparando buñuelos de agua viva. Mi padre se reía y nos decía que no sabíamos comer. ¿Tendría razón? Si me ponía a considerar el asunto, si me veía a mí misma, no ya frente al mar de Las Flores sino más bien desde arriba, como si una parte de mí fuera una gaviota y la otra se quedara para siempre en esa niña de ocho o nueve años; si me miraba así, entonces inevitablemente mi alma se transportaba de Las Flores a la chacra de Minas, se sumergía en las ollas del guiso y del puchero, rebosantes de gallina y de grasa, en el asado ritual de los domingos, en los boniatos puestos a cocinarse durante la noche entre las cenizas ardientes de la cocina económica de hierro, en los pasteles de dulce de zapallo y en las infaltables tortas fritas. Y claro, en medio de tal despliegue de tradición vernácula, lo de las algas nos parecía un despropósito a mis hermanos y a mí, pero entonces volvía la gaviota y me llevaba a la orilla de ese mar al que también, de algún modo, pertenecía. Lo que recuerdo del verano, en términos culinarios, es la exploración alquimista de mi padre. La de él y no la de mi madre. Me parece que a ella nunca le agradó cocinar, ni por placer ni por obligación. A mamá lo que le gustaba era contemplar el mundo desde una gran idea, compuesta de páginas amarillentas y de voces de escritores muertos. A mi padre, en cambio, le apasionaban el arte, la plástica, la manipulación de la materia, el color y la textura de las cosas y, por supuesto, la cocina. Lo recuerdo haciendo infinitas conservas, de morrones, de higos, de perdices y hongos en escabeche, de salsa de tomate que previamente nos mandaba triturar a mano, hasta que las uñas nos quedaban violetas. Más tarde nos vengábamos de él devorando todos sus higos, en cuya punta temblaba la última gota de un almíbar espeso, nimbado de clavo de olor y de reminiscencias ásperas y silvestres. A papá le encantaba experimentar: cocinaba caracoles de jardín, a los que sometía a un complicado proceso de purga, y carpincho y mulita, liebre, pato, ancas de rana, huevos de ñandú y hasta cola de lagarto. Pero en verano, cuando nos trasladábamos de la chacra a la casa de Las Flores, el orden montaraz se transformaba y cada objeto se tornaba marino. Mi padre arrastraba al mar su canoa, a la que había bautizado La naranja mecánica, y acto seguido metía a sus cuatro hijos dentro. Y así, remando, se acercaba a las rocas, se arrojaba a las aguas como un profeta bíblico y retornaba con una bolsa llena de mejillones. En las noches sin luna íbamos a pescar a la encandilada. El agua, de tan negra parecía aceitosa; a la luz del farol veíamos venir cardúmenes hipnotizados y enseguida subíamos el calderín rebosante de pejerreyes que temblaban en la red como flechas plateadas. A veces mi hermano salía, de mañana temprano, a pescar lenguados con arpón, y volvía arrastrando el pez inmenso, ancho y delgado como una tajada póstuma de luna. Todo, pejerreyes, mejillones y lenguado lo comí. Todo, menos los buñuelos de algas. Los años pasaron. Lejos quedaron la casa marina, el núcleo familiar, las aventuras felices del verano, La naranja mecánica y hasta el viejo arpón de mi hermano. Perdida la costumbre de veranear en Las Flores, lanzados los hijos al camino, a cada uno se lo tragó la vida, y los recuerdos fueron cayendo muertos, como fichas de dominó abatidas por una mano miserable. Durante décadas no quise ni pasar cerca de Las Flores; el lugar llegó a ser en mi memoria una especie de páramo maldito, cuya evocación no podía traerme más que ruina y desgracia. Lo asociaba con las múltiples pérdidas que me tocó vivir cuando era todavía una adolescente, y por eso elegía la exuberante geografía de Rocha, caminaba descalza por la arena hasta mucho después de la puesta de sol, soportaba el envión de esas olas salvajes, tan distintas del apacible mar de Maldonado, y hasta incursionaba en la cocina oceánica: juntaba berberchos en la orilla, hacía tuco de camarón, cazuela de cazón y de papas, merluza a la marinera y empanadas de sirí. Una y mil veces me ofrecieron los famosos buñuelos de algas, y una y mil veces me negué a probarlos. ¿Qué sentimiento atávico me llevaba a rehusarme? Ni lo sabía ni me interesaba averiguarlo. Pero, cuando algún tiempo más tarde, tomé la decisión de comprar un terreno en la costa, el lugar elegido vino a quedar a un tiro de piedra de Las Flores. Casualidad o tentación, inercia de la mente o la ley invencible del eterno retorno. Durante todo un año me trabé en lucha a muerte con mi antigua casa, con sus fantasmas y con una vaga piedad que no podía expresar, sin embargo, más que a través de una rabia helada. Si digo que las algas vinieron por fin a exorcizarme, no me lo creo ni siquiera yo, pero las cosas sucedieron así: una tarde cualquiera, después de uno de mis feroces combates con la casa, me metí en el mar y empecé a atrapar algas que, a falta de mejor recipiente, fui poniendo dentro de un sombrero. A la hora de la cena preparé una masa ligera, con más huevo que harina, y le agregué las algas troceadas a dedo. Los buñuelos resultaron oscuros y crujientes. Les eché una mirada cargada de sospecha, pero cuando me llevé el primero a la boca, mucho antes de morderlo ya sabía que me había reencontrado con algo. No con mi infancia, sino con su reflejo, repartido en la danza de un caleidoscopio que miré por primera vez debajo de un naranjo. No con mi padre, sino con su perfil, su sonrisa fatal de Cary Grant, su sombra desplegada en la arena, el brillo de su pelo húmedo recortado en la luz del farol a mantilla, su puntual abandono de gaucho errante, de artista aventurero, de marinero pródigo. No con mi madre, sino con su cintura, la mitad de su rostro asomándose bajo la sombrilla, sus lecturas de Lewis Carroll o de Jean Genet, el aire de tragedia que circundó su vida, los anillos de boda que arrojó al mar sin imaginar que yo la estaba espiando. No había necesidad de tanto miedo, eso hubiera querido decirles. Hundo los dientes en el buñuelo de algas, con premeditación y alevosía. Me como cuatro, cinco, seis. Los bajo con un vino espeso y tibio, parecido a la sangre. Tengo ganas de volver a la casa y liberarlos, y mientras ellos se van juntos por la playa, yo les voy a seguir el rastro a los fantasmas, con el vientre a ras de tierra y la espalda mutada en aletas y escamas. Que se cuiden. Ahora, hasta los más malvados pensamientos sabrán a qué atenerse.
Marcia Collazo Ibáñez (Cerro Largo, 1959) es escritora, abogada y docente (IPA y UdelaR). Es columnista en el Semanario virtual Bitácora y en UyPress. Ha publicado las novelas Amores cimarrones: las mujeres de Artigas (2011), y La tierra alucinada: memorias de una china cuartelera (2012); el libro de cuentos A bala, sable o desgracia (2014) y la serie de ensayos Seguirte el vuelo: amores y desamores de la historia uruguaya (2015), los libros de poemas A caballo de un signo (Premio AEBU, 2004) y Alguien mueve los ruidos (Estuario, 2010). En 2011 recibió el Premio Bartolomé Hidalgo Revelación, así como el Libro de Oro de la Cámara Uruguaya del Libro, en 2011 y 2012, al libro de autor nacional más vendido (ficción). Figura en el Book from Uruguay 2013, entre los 12 autores nacionales presentados en las Ferias del Libro de Guadalajara y Francfort; en las antologías 2014 y 2015 de la Cámara del Libro de Uruguay, y en la colección Nuestro Tiempo, Letras, tomo III.