Afuera se respira niebla | Mariana Sosa Azapian

“En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño.
No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos
sueños, y aún vivía así dormida en la casa hostil,
sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido”
El almohadón de plumas. Horacio Quiroga.

Había terminado de cenar y se recostó en el sofá nuevo. El aroma a la tela la cautivaba al punto de pasar todo su cuerpo a lo largo del largo que el mueble lo permitía. Con suavidad, abrió una botella de vino tinto, asomó la nariz y respiró las uvas embriagadoras, frutas silvestres, bosques de hojas amarillas y rojas, pisando descalza, siempre.

Era invierno, la casa estaba a solas y ella prefirió armar una rutina única con el fin de autenticar su espacio, hacer una pausa en su larga semana de esperas.

Era joven y delgada: su cuerpo tenía las marcas del baile y sus manos el trazo de la escritura. Pequeños pergaminos asomaban pausadamente bajo los ojos pardos y algunos cabellos rechazaban con insistencia, el color de la tinta.

Estiró todo su cuerpo, una vez más, como queriendo evitar las líneas del sofá; bebió el vino y se despeinó la cabellera enrulada, en un juego con los dedos de enredarse y desenredarse. Recordó que había enviado a reparar los zapatos de baile y decidió abandonar su estado horizontal. Se puso contra la pared a practicar sola. Sola y la pared, como muro de contención a sus movimientos firmes y precisos. Disfrutaba deslizar sus pies en el parqué recién lustrado.

Una vez saciado su deseo de desplegar la rutina, caminó por la casa con la punta de los dedos señalando el paso, para luego apoyar los talones. Más que caminar, volaba en tierra firme, torcaza blanca de piel fundida en sudor de baile y rocío nocturno.

Cambió de habitación. No pudo más que detenerse en la biblioteca, desplazar los dedos largos y finos por entre los lomos de los libros y sentir las yemas de los dedos en su punto álgido de satisfacción y placer.

El frío no impidió que el calor se apoderara de su alma, de su cuerpo entero, al punto de comenzar un baile frenético. Los movimientos se volvieron rápidos, manos, brazos, piernas, armonizaban un despliegue de libertad corporal, hasta volverse una figura lineal y fútil.

De pronto, el vestido que llevaba puesto, cayó. Miles de pájaros dorados brotaron como una fuente. La brisa nocturna penetró en el salón; afuera se respira niebla y frío, aunque ese detalle, no impidió que las alas retomaran su camino. Alicia era libre.

Dedicado al autor que más de una vez,
me robó la tranquilidad,
me enseñó a leer y a escribir.