Ilustración: Daniel Pérez Acosta
La radio estaba en una vieja casona de dos plantas, adecentada como para no ser llamada conventillo. En realidad, si uno la miraba con cierto desprecio, lo parecía, más allá de su prolijidad y sus paredes veteadas de verde: al medio había un patio circular cuyo techo era el cielo y con un viejo e inútil aljibe al medio, y las habitaciones se desparramaban alrededor, arriba y abajo, las únicas que se salvaban, a duras penas, de la lluvia o del sol ardiente. La casona estaba casi al final de una calle cortada por el terraplén encima del cual discurrían las vías del ferrocarril y detrás, adonde se accedía por un pasillo ancho que oficiaba de lindero con una vivienda estrecha que se usaba como depósito de materiales, había un galpón grande -piso de cemento lustrado, techo de zinc- al que, con orgullo y exceso, se llamaba fonoplatea…
Recuerdo sin demasiada precisión -porque esto pasó hace muchos años-, que en las piezas de abajo se distribuían todas las instalaciones técnicas y los estudios, y la planta superior se destinaba a las oficinas, con alguna que otra vacía y una pequeña cocina.
Yo era entonces un niño, luego convertido allí mismo en un adolescente, hijo apropiado, ¡y qué suerte tuve!, por el matriarcado: mi madre, en un romántico error de amor exacerbado, se había casado con un argentino de buen hablar: y allá fue, a Buenos Aires, bien casada, y cuando yo tendría unos cuatro años, huyó conmigo en brazos de regreso al pueblo natal, arrepentida, frustrada y en una aventura, por temor, que sumó un viaje por el litoral hasta Gualeguaychú, el pasaje en lancha a Fray Bentos y el ómnibus salvador, de este lado del río Uruguay que nos conduciría de regreso al cálido seno familiar.
¿Cálido seno familiar? Bueno, eso soñó ella. Halló a sus padres -mis desconocidos abuelos- divorciados. El viejo, en cuya casa nos refugiamos, era un tipo raro, que podía intimidar a un niño aunque lo quisiese: comisario de campaña jubilado, enorme decidor de puteadas diarias que le aflojaban la dentadura postiza y gran semental que tenía hijos no reconocidos por diversos pueblos cercanos, más los nueve que le había hecho a mi abuela, ocho mujeres, entre ellas mi madre, y un solo varón; pero además, como en un cuento de García Márquez, era concertista de guitarra. Se murió rápido, creo que muy enojado conmigo porque no quise saber nada con aprender a tocar aquel instrumento; o, tal vez, porque le reventó el corazón en una puteada demasiado apasionada. Después, lo de siempre: ah, la sucesión. La cosa es que supimos enseguida, mi madre y yo, que había que buscar refugio en otra parte, ya que la casa de mi abuela era chica y quedaban en ella, todavía, al acecho, demasiadas hijas sin casarse.
Pero siempre, en la vida de la gente sencilla, ocurren pequeños milagros. Pobres, pero milagros al fin. Mi madre tenía una hermosa voz y el dueño de la radio, enterado por un amigo de mi abuelo, le ofreció trabajo como locutora y un sitio para vivir hasta que las cosas mejoraran: una de las piezas de arriba, que tenía baño propio, viejísimo, pero, increíblemente para mi imaginación infantil, con una enorme bañera, su única riqueza. Claro, para cocinar o calentar agua para el mate había que salir e ir a la cocina -¿como decirlo sin que suene a resentimiento?- que «estaba más allá».
Al poco tiempo, mi madre, junto a otros dos compañeros que le impulsaron a la aventura creó una audición, precursora de tanta cosa parecida que vino después en ancas de la evolución de la tecnología: «Cartas con grabaciones».
Muy sencillo. Se recibían cartas, no llamadas telefónicas, de oyentes que pedían o dedicaban discos, aspiración que se satisfacía al otro día. Recuerdo una que, al leerla mi madre, me llamó la atención:
– Señores de la emisora. Deseo expresarles mi más franco aprecio y sinceras felicitaciones por esta iniciativa que mejora el contacto social. Aprovecho la ocasión para solicitar «El vals del recuerdo», ejecutado por el Príncipe Kalender. De Carlos para Juanjo, a quien no he olvidado ni olvidaré jamás. Gracias.
Así, iban y venían mensajes y temas musicales entre amigos, novios, esposos, amantes, por un aniversario, un cumpleaños, una ausencia, a veces una broma o un intento de reconciliación. También, de tanto en tanto -eran demasiado flexibles los controles de mi madre y sus compañeros, esto lo entendí después- la prefiguración de una venganza o la exhibición de un rencor atenazado. Todo un universo palpitante, desbordado, a medias sujeto por unos guiones llenos de benevolencia que pergeñaban los libretistas, noche a noche, lidiando no sólo con viejas grabaciones sino con solicitudes de temas insólitos y muchas veces inubicables en la desordenada discoteca de la radio.
Fuera como fuese, «Cartas con grabaciones» invitaba a soñar. Su mecanismo sencillo, práctico, despedía ese suave olor a compañía. Sus fieles oyentes vivían, en su mayoría, en los barrios suburbanos y en las zonas rurales, adonde la emisora llegaba con potencia en aquellos días. Allí, la audición dejaba en las gentes sencillas, como una caricia, la sensación gratificante, aunque imaginaria, de un mundo mejor. Y las sacaba de las casas y ranchos quietos, de las calles terrosas, los caminos ahondados en huellas desparejas, la ropa tendida afuera, los perros ladrando, la miseria, el viento y la humedad, para subirlas a una suerte de alfombra mágica de un cuento milenario de Oriente. A las nueve de la noche, todas las noches, se iniciaba el rito. Y hasta las once, miles de hombres y mujeres, viejos, jóvenes y aun niños, quedaban prendidos a aquella ceremonia sagrada.
El dueño de la radio, Raúl Prémoli, estaba encantado. ¡Si él quería una radio con participación de todos! Para eso gastaba horas de su programa matutino «Conversando con el campo», cada día, dando información de interés para los productores, claro, pero también ocupándose de sus familiares, amigos y acontecimientos domésticos, mayúsculos o minúsculos, sin distinción: un cumpleaños, la pérdida de un animal, muertes y bautismos, noviazgos y casamientos, una internación en el hospital, el camión de Conaprole que pasó demasiado temprano y no recogió los tarros de leche del quilómetro 47 de ruta 1, un viaje a Montevideo, un baile o una excursión y la esquila preparada en el 38, con olla podrida y todo.
Le encantaban los libretos de Ariel el principal compañero de mamá y la voz de ella, aterciopelada y profunda, hecha a medida de aquellas frases tibias que sabía retocar en el momento preciso:
– Buenas noches, amigos. ¿Cómo están? Esta es una noche húmeda y fría, es cierto, pero no por eso menos disfrutable. Piensen, piensen… Buena música, algún recuerdo hermoso, quizás un libro para más tarde, o seguir con ese tejido las damas… Y, sobre todo, dos horas de compañía, recordando lo mejor de cada uno, lo mejor de cada día vivido, lo que está por venir. ¿Por qué no? Me permito recordarles aquella frase del poeta: «Si lloras por el sol que te falta, no alcanzarás a ver las estrellas que brillan en el cielo». Recuerden esto, amigos. y Piensen, piensen en el amor, en la amistad, como un manantial inagotable. Piensen en la belleza que siempre nos estará reservada…
Las cartas de amontonaban, día a día, con alegría y profundo desorden. Al abrirlas, un universo estrafalario y entrañable brotaba al instante.
– Señora: le escribo estas líneas para felicitarla por su programa, que no sólo es lindo sino nos acompaña todas las noches. Y aprovecho la oportunidad para pedirle un disco, si no es molestia. Quiero que me pase «Enfundá la mandolina», de la Coca para su novio Ernesto. Bueno, su ex novio. Confío en que no lo tome a mal, señora, pasa que hay cosas que debo decirle al Ernesto ¿sabe? Y no encuentro mejor manera que ésta. Besos para todos.
– Estimada locutora: sepa que la escucho todas, pero todas las noches. No me puedo dormir si no lo hago. No sé si será su voz o las cosas que dice. Disculpe el atrevimiento. Soy su más sincero admirador. Le pido que pase el tango «La morocha» y con todo respeto se lo dedico a usted, aunque nunca la he visto. Me llamo Ruperto José y soy romántico.
– Doña: con la Julieta cumplimos cuarenta años de casados ¿se imagina? Bueno, queremos festejarlo con esta radio que tanto nos acompaña. Nos gustaría escuchar «Desde el alma». Lloramos siempre que lo oímos pero nos hace bien. Si lo tiene por Nelly Omar, mejor. Saludos a don Raúl.
– Mire, mi querida, necesito su ayuda. Quiero dedicarle un disco a una chica, pero no sé cómo se llama. Hágame el favor, el tema es el bolero «Dos almas» ¿lo conoce? Bueno, sería de Ciriaco para la rubia de ojos celestes que el sábado fue al baile de la quinta de Sambarino. Estaba toda de blanco, con sandalias rosadas y un saquito rojo. Medio gordita. Me miró fijo y quedé cautivado. No le pude hablar porque soy tartamudo. No quería que ella se diese cuenta. De repente, con un disco acorto la distancia. Por favor, no me falle…
– Amiga, ¿la puedo llamar así? Estoy desesperada. El Cholo me tiene loca y no me da pelota. Usted perdone que le cuente esto, pero yo la escucho siempre y usted ya es como mi madre. Bueno, mejor, porque a mi madre no le puedo decir esto. Pero es la verdad. Me lo como con los ojos. Tiene flor de pinta. El problema es que me mira, me mira, pero no se decide. No atraca nunca. Quisiera dedicarle un disco, si no es molestia, a ver si se aviva. Ese disco que dice… ¿cómo es?… «no sabrás, nunca sabrás, lo que es morir mil veces de ansiedad…». ¿Ve? Me acuerdo de parte de la letra pero no del nombre. Usted sabrá. Usted sabe todo. Un beso y otro para Ariel, que, si me permite, es un veterano que no está para tirar… Usted dirá qué atrevida. Es que soy una chica muy fogosa. Desde ya quedo prendida a la radio. Elenita.
– De mi consideración: Solicito sea emitida la pieza «Czardas» de Víctor Monti. No la dedico, porque es para mí. para Schubert Pérez. Supongo que no habrá inconvenientes en evacuar este pedido. La gente culta también merece su espacio.
Hasta que ocurrió la demolición. Pasó lo que tenía que pasar. Tantas cartas, tan poco control porque el tiempo no daba, tanto descuido.
Un noche mi vieja leyó:
– ¿Podría pasarme un disco mañana? Quiero el bolero «Cuando vuelvas», de Agustín Lara. De parte de Magdalena para Aníbal Ricardo, del barrio Carreta Quemada.
Apenas se había apagado la voz del cantor Gregorio Barrios: «…cuando vuelvas, hallarás todas tus cosas en el sitio en que quedaron…», sonó el teléfono del estudio. Atendió Ariel. Volvió, pálido, y le dijo a mi madre: – Mirá, mejor atendé vos. Es cosa de mujeres…
¡Pobre mi madre querida!
– ¿Si? ¿Hablo con la locutora? Acá, la mujer de Aníbal Ricardo, a quien le dedicaron un disco recién. Mire, no la culpo a usted, pero le pido que le diga a esa loca de mierda que él ya no va a volver por donde lo espera. Le dio un infarto esta tarde y se murió. Lo estamos velando. Así que las cosas que hayan quedado ahí que se las meta en ese agujero bien grande y peludo que tiene, hija de siete mil putas, que le van a caber. Y que ahora respete un poco, ya que no lo hizo antes. Muchas gracias.
A mi vieja, que dejó el teléfono colgando, le hicieron oler agua de colonia y la abanicaron. Al final, reaccionó.
Pero, como todo en la vida, «Cartas con grabaciones» tuvo un final inesperado. Abrupto, diría yo ahora. Raúl Prémoli decidió que no daría explicación alguna. Y a mi madre se pusieron todos, enseguida -porque, pobrecita, la querían, y además teníamos que seguir comiendo-, a buscarle otro laburo.