En la canícula de la tarde, la mesa del comedor se cubría con patrones de papel cebolla superpuestos a retales que mamá bordeaba magistralmente con aquella tiza violeta, redonda y pulida, con la que marcaba las rutas del corte. Por aquel entonces nos hacía la ropa y ambos lucíamos, de algún modo, diferente a los demás. Recuerdo un pichi rosa fucsia de una tela muy pesada, abotonado desde la nuca hasta las pantorrillas. Lo estrené un día de colegio. Llevaba unas botas de agua azul marino con un cordón blanco enlazado en la parte superior frontal. Era uno de esos días de chaparrón provisional tras el cual luce un sol generoso y las majestuosas palmeras se ven reflejadas en los charcos residuales. Salté sobre uno de ellos, bajo el influjo indemne y poderoso de mis botas plásticas, arruinando mi vestido nuevo con lamparones de agua y barro.
Mamá siempre nos recogía en el colegio y regresábamos a casa caminando con nuestras manos trenzadas a ambos lados de esa sonrisa permanente que gobernaba su pálido y jovial rostro, poblado de pecas diminutas caídas al azar como capricho de estrellas esparcidas. Atravesar la amplia reja verde en la tarde y encontrar sus pecas risueñas entre la muchedumbre, era como morder el pan tras un prolongado ayuno. La campana que marcaba el fin de la última clase del día, auguraba la placidez del retorno al calor amniótico del hogar.
Vivíamos en un pequeño complejo de casas unifamiliares, que idénticas entre sí, se sucedían una tras la otra sobre la calle Golondrina. El diminuto patio frontal estaba poblado de geranios, que escapaban de las jardineras llenando de color y alegría la fachada. Teníamos un buzón de hierro verde con el nombre familiar escrito a mano, visible tras una banda plástica. Era un elemento novedoso, maravilloso y mágico. Una insignia de nuestra independencia, un escondite secreto donde mi hermano Manuel y yo escondíamos nuestros trompos tras las tardes de juego. Un día desaparecieron las peonzas y el buzón perdió la majestuosidad de su encanto.
Tras el complejo de viviendas había varios bloques de edificios separados por un amplio terreno de albero que dividía ambas barriadas. A veces, los niños de uno y otro lado jugábamos juntos y otras, combatíamos a pedradas refugiándonos tras los autos, hasta que intervenía alguna madre llevándonos de la oreja hasta casa. Nunca supe los motivos que desencadenaban las riñas. Bastaba con conocer a que bando pertenecías.
En ocasiones, acompañábamos a mamá a hacer las compras. Me fascinaban las estanterías meticulosamente ordenadas de la droguería y ese olor embriagador a productos higiénicos que invadía el lugar. La mercería era un universo deslumbrante de cintas, botones, cremalleras y abalorios que mamá revisaba rigurosamente hasta encontrar las piezas que encajaran con sus diseños, no sólo de ropa, también de cortinas, colchas, cojines y manteles. Siempre tuvo manos diestras para cualquier labor que se propusiera.
Recorríamos la avenida del Ejército camino al mercado de abastos. El carrito de mamá friccionaba con los adoquines de la acera mientras Manuel y yo jugábamos a no pisar las losas coloradas. La avenida estaba poblada de boutiques cuyos escaparates mirábamos con deseo y anhelo. A algunos metros de la zapatería, abandonaba mi juego con Manuel y corría frenética hasta alcanzar la vidriera para poder disfrutar unos segundos de aquel surtido espectacular de zapatos, entre los que se encontraban unas hermosas, sugerentes, flamantes y perfectas bailarinas rojas, coronadas con un lacito de cordón carmesí que asomaba grácil de los ribetes de su escote frontal. Mi silueta boquiabierta se reflejaba en el vidrio. Los rizos dorados alborotados coronando mi rostro cubierto por unas gafas de grueso cristal que engrandecían mis ojos astigmáticos y el vestido del día, holgado y alegre al viento. Manuel y mamá me alcanzaban dando fin a mis ensoñaciones y continuábamos nuestro camino hacia el mercado, mientras mi mirada se fijaba en mis pies cubiertos por unos calcetines beige con ribetes sobre los cuales tambaleaban aquellas botas ortopédicas sin gracia, que marcaban mis pasos hacia el centro de la ciudad.
Mamá, Manuel y yo asistíamos cada jueves a un taller de pintura en la Casa de la Cultura, un gran edificio de los setenta que se erguía impersonal e implacable a pocos metros del colegio. Un sábado fuimos invitados a plasmar nuestras ideas sobre un muro abandonado situado frente al centro cultural. Lucía una hermosa mañana soleada y los integrantes del taller, fuimos con nuestras túnicas, armados con brochas y pinceles. Al culminar mi paisaje de campo y mirar alrededor, me di cuenta de que todos estaban alegremente manchados con lamparones de pintura mientras mi babi de clase permanecía intacto. Embadurné el pincel con pintura amarilla y me pinté la túnica un poco aquí y otro poco allá. Pasaron años hasta que el solar tapiado se edificara y cada día, de camino al colegio, pasábamos por delante del mural, observando nuestra obra solemnemente en silencio, con un atisbo de orgullo y condescendencia.
Los domingos Manuel y yo cumplíamos con la plácida tarea de recorrer la Avenida de la Constitución hasta La Ponderosa, donde comprábamos un cucurucho de finos churros que desayunábamos felizmente en familia, con papá y mamá. Dulces bocados de masa frita impregnados en azúcar blanquísima. La vida era entonces mansa y sencilla y el tiempo transcurría sin excesiva celeridad.
Grabábamos nuestras canciones favoritas de la radio en aquellos cassettes que rebobinábamos con un bolígrafo, rezando porque el locutor no se tomara demasiadas licencias solapando sus comentarios con aquellas canciones que escuchábamos una y otra vez sin atisbo de hartazgo. Llegaron aquellas primeras series televisivas norteamericanas de pasión y poder, que nuestros padres seguían fervientemente cada semana. Los Colby y Dallas. La apertura de la emisión a las diez de la noche era una suerte de alarma autómata que papá y mamá tenían para mandarnos a la cama. Manuel y yo, quejosos, subíamos la escalera hacia nuestros cuartos lentamente, protestando. Nunca perdimos la esperanza de poder ver aquellas series en las que sus protagonistas lucían hermosos, flamantes y poderosos. Fueron esperanzas banales. Nuestra máxima participación pasó por escuchar a varios adultos comentando entre sí, el surrealista episodio final de los Colby, con ovni y extraterrestre incluido. Un desenlace desconcertante incluso para aquellos que quedamos fuera del privilegio del televidente.
El 27 de junio de 1987 cumplí diez años. Como cada día, mamá descorrió los visillos y subió la persiana, dejando que los rayos de un sol creciente desvelaran el empapelado rayado de mi habitación, cuidadosamente decorada en tonos rosa y beige. Mamá se sentó junto a mí en la cama, besándome sonoramente y felicitando mis recién cumplidos años. En su regazo, había una caja cuidadosamente envuelta con un papel de fondo blanco, moteado con pequeños osos marrones con pajarita colorida. Un gran lazo rojo coronaba la caja, que no era grande ni pequeña. Aún adormecida, desenvolví cuidadosamente el regalo, despegando el celofán con mis uñitas romas y depositando el gran lazo sobre la mesita de noche. Desembarazada del papel, quedó una caja rectangular blanca, en cuyo interior había algo envuelto en un ligero papel cebolla de tono blanco agrisado. No pude contener un espontáneo grito de júbilo al descubrir las hermosas y vibrantes bailarinas rojas que admiraba cada semana frente a la vidriera de la zapatería. Bajé alegremente las escaleras aún en camisón, embelesada con la belleza que cubría mis pies, que de pronto cobraban gracia y desparpajo. Fue un desayuno de cumpleaños lleno de dicha.
Más allá de la inmensa planicie de albero que separaba ambos barrios, había un solar cercado en el que, a escondidas, íbamos a jugar entre escombros. Supongo que en algún momento, existió alguna edificación que acabó por ser demolida. Todo eran alambres, restos de cal y pizarra. Manuel sacaba sus canicas y jugábamos alegremente con otros niños del barrio. Inventábamos historias de piratas y conquistas y el gran capitán del día, aireaba triunfantes discursos subido a un escombro que hacía de atalaya. Éramos inmensamente felices con muy poco. Jugábamos con júbilo hasta que nuestras madres gritaban por la ventana anunciando la merienda y corríamos a resguardarnos al calor del pan recién horneado.
El día de mi décimo cumpleaños, al sonido del cuerno de la merienda, todos corrimos joviales. En esa suerte de galope alegre y frenético, de pronto quedé paralizada y muda, atónita. No daba crédito a lo que mis ojos vislumbraban. Mis relucientes, nuevas y hermosas bailarinas estaban desgarradas. Lengüetas de piel roja hecha jirones dejaban ver la contra-piel de un gris sucio e insolente. Lucían llenas de polvo, parecían mordisqueadas. La imagen de mis pies deslustrados me llenó de congoja y mis ojos se llenaron de lágrimas que corrían vertiginosamente por la curva de mis mofletes enrojecidos. Quedé atrás del pelotón, hecha un ovillo de tristeza y desconsuelo, empequeñecida por la magnitud de mi primera tragedia. El grito de mamá desde la ventana despertó mi ensimismamiento y corrí sin parar hasta mi cuarto, descalzándome y escondiendo mis bailarinas destruidas bajo la cama. Dejé que mis lágrimas se confundieran con el torrente de agua bajo la ducha y bajé las escaleras, calzada con mis viejas botas ortopédicas.
Abrí la puerta del comedor cabizbaja, dispuesta a relatar mi desgracia y a asumir el castigo que acarrearía confesar que jugué en el solar prohibido, repleto de objetos punzantes y peligrosos. El grito unánime de S-O-R-P-R-E-S-A, me pilló desprevenida. Estaban todos. Papá, mamá, Manuel y mis amigos de entonces, junto a sus padres. Ana, Laura, María, Manolito, Pepa y hasta Esteban, un joven tres años mayor de ojos claros y pelo rubio, que a mis ojos inocentes, era el ser más hermoso de la tierra. Había globos de colores asidos por todas partes y una sucesión de regalos que parecía no tener fin. Mamá había hecho rosquillas, masitas de limón y alfajores de maicena. Los aromas del horneado reciente embriagaban la estancia devolviéndome el estado de placidez interrumpida impertinentemente.
En los meses siguientes seguimos caminando hacia el colegio con nuestras manos trenzadas en las de mamá. Su rostro seguía siendo jovial, pecoso y alegre. Cuando pasábamos frente al mural, ya algo descolorido, nos mirábamos y sonreíamos en silencio. La vida mansa y sencilla siguió su curso natural. En lo que a mí respecta, seguí viviendo momentos frugales de dicha, aunque ninguno tan resplandeciente como el de aquella mañana triunfal en la que mis ojos miraban embelesados mis pequeños y elegantes pies bajando grácilmente la escalera, que jamás volvieron a calzar unas bailarinas tan hermosas y resplandecientes.