A Celedonio Flores, como sea
Javier se detuvo frente a la casa.
El zaguán grande, con el marco carcomido, aparecía justo al centro de dos balcones descascarados. No había flores. El pasillo largo, a cuyos lados ensombrecidos podían adivinarse los cuartos, se prolongaba hasta un patio sin techo, con un aljibe al medio y varias plantas pálidas haciendo las veces de un marco sin simetría. Al fondo, otras piezas con puertas de metal y vidrio esmerilado, oscuras e iguales, exhalaban un agrio perfume de vejez y humedad. De tanto en tanto se advertía alguna cortina deshilachada, alguna amarillenta luz encendida a pleno día, algún charco de agua disimulando las baldosas rotas. Cosas nada fugaces, cuya perdurabilidad produce angustia. Una anciana realidad, quizás una vez primorosa, ahora corrompida.
Nada había pintado con prolijidad; Javier echó una mirada circular y tuvo la misma impresión que dan esos árboles macilentos, nacidos en cualquier parte, que se han ido secando de pie hasta ser pura cáscara.
Fue entonces que repasó el aviso del diario arrugado; un recuadro en negrita, a pie de página: «Cochabamba 2422. Pieza para hombre solo, 1500 pesos por mes. Tranquilidad y buen ambiente. Baño compartido. Preguntar por González, al fondo». Desde que lo leyó por primera vez sintió una extraña ansiedad, aunque nada le resultaba familiar o conocido: el sitio, el hombre del encargado. Y sin embargo… Hubo algo muy fuerte que lo empujó a ir allí y ahora que había llegado, dudaba. En fin, salvo el precio…
Es que si bien estaba en lo que socialmente se llama, con diplomacia, «estado de necesidad», y preparado para encontrarse con un lugar antiguo y desprolijo, feo, frío, aquella casa superaba sus peores ideas previas. Por un momento, sólo un instante, tuvo la sensación de haber estado ahí antes; pero no, claro, no podía ser. El había llegado a Buenos Aires desde su natal Rosario, luego de su fracaso vital. Además, la hubiera recordado con mayor precisión y sin sorpresas tan ingratas. Demasiado alta, demasiado triste. Brotaba de todas partes una suerte de melancolía, igual a una nube asentada allí formando un cielo propio y sombrío, tan espeso y cercano que asfixiaba y podía tocarse con las manos. Aunque, claro, una vez más… el alquiler tan bajo para ese momento era una ventaja, más en sus precaria situación económica..
Las contradicciones de la realidad. Estaba cansado de caminar y no había hallado nada más barato; y se le estaban terminando los espacios para hacer equilibrio con los escuálidos pesos que le habían adelantado de la beca – obtenida por su padre, muy a desgano, gracias a sus influencias políticas- en el instituto terciario donde intentaría reanudar estudios de abogacía. Otra ayuda no le iba a llegar de la familia… ¡a él, la oveja negra de los Roldán González! Ellos tuvieron tantos sueños y él los rompió todos. Debió terminar esos estudios mucho antes. Ahí habían anidado sus padres la esperanza, el mañana para el mayor de sus hijos: abrirse un camino digno, con chapa en la puerta, ser alguien en la vida. Bueno, en todo caso sólo le faltaba un año y quizás lo lograra. ¿Y si el sacrificio valía la pena, al cabo de tanta bohemia y desengaños? Total, un sacrificio más. ¡Tantas cosas quedaron atrás! Cada vez que lo pensaba venía a su mente Esthercita, la novia de la inocencia, el amor adolescente, la chiquilina «bien» imaginada en su casa paterna como la dulce esposa de toda la vida.
Fue la que no quiso seguirlo en sus intentos de hacer periodismo primero y luego montar disparatadas empresas, todo con el único propósito de no darle a su padre la satisfacción del título y la chapa. Fue la que no quiso irse a vivir juntos y solos, la misma que, sin morir, languidecía en el recuerdo, día a día más ausente y más difusa, ya desde tanto tiempo sin cartas ni visitas.. Quién sabe si aún lo esperaba, allá lejos, en la provincia. Fue, también, la que él olvidó en una pasión desbordada por Gloria, aquella mujer de la calle que después de encantarlo, de golpe, se le escurrió entre las manos -perversiones del destino- como agua entre los dedos. Dicho sencillamente, desapareció. Gloria y el deseo que aún quemaba. Gloria y el tango. Flores frescas, vinos caros y el jarrón con un moño dorado.
Esa fue la época en que él adoró los años cuarenta. A lo mejor por el propio tango, que ella amaba, esa suerte de sentimiento tenaz que terminó seduciéndolo. Nunca supo por qué, ni se preocupó de averiguarlo. Ella decía que todo tiempo pasado había sido mejor. Las formas de vida, las costumbres, las gentes y la música, y sobre todo uno de ellos, «Después», que no podía sacar de su cabeza ni de su corazón: «Un anticipo del final/, como un oscuro nubarrón…». De pronto, la estrofa se le perdió en la memoria. Muy ilustrativo. Sonrió con amargura. ¡Las trampas de los recuerdo! Justo ahora se acordó de aquellas charlas de Aldous Huxley dio en universidades de Estados Unidos, que había estado releyendo a pedido de su antiguo profesor de filosofía, en la despedida rosarina: la teoría del «pastel en la tierra», una idea nacida en el siglo XVIII acerca de la vida que mejora a lo largo del tiempo, confrontada con la idea del «pastel en el cielo», el primitivo dogma cristiano del futuro feliz en otro mundo.
Javier siempre había querido comer su pastel en la tierra y, curiosamente, ya no añoraba el pasado en ritmo de dos por cuatro. Ahí estaba la verdad. Había cambiado; algo, muy bruscamente, lo había hecho regresar a los viejos proyectos que nunca sintió suyos. Y esta vez no imaginó ese pastel con la forma de una mujer, como antes, como hasta hacía poco, sino igual a una placa de bronce al costado de una puerta de clase media con la inscripción «Javier Roldán. Abogado». El amor, tal vez la pasión intensa como con Gloria, volverían después, de la mano de su nueva posición social. ¡Ni él lo creía, pero estaba seguro de que no le iban a faltar mujeres! Por favor. Pero en este momento no tenía tiempo ni para recordar a su madre. Qué decir de Esthercita. Y Gloria, siempre. Una fatalidad. Flores frescas, vinos caros y el jarrón con el moño morado.. Luego el vacío.
Bueno, de Gloria no quería acordarse. Dar el salto, ese era el porvenir, fuera de los sueños locos. ¿Tendría razón su padre? Pensó que si lo reconocía de todos modos era bastante tarde. Se quedó quieto unos segundos. Por primera vez no lo invadió la música de un tango. Enseguida, se dirigió al fondo de la casa.
-Y, sí… Esto fue un prostíbulo, pero hace tiempo. Una época linda, sin despreciar. Época del mejor tango, de los verdaderos hombres, hasta del romanticismo le diría. Claro, usted a lo mejor no me entiende. Viene de provincia y tiene pinta de tipo correcto, educado. Pero, mire, el tango es la única música que lo espera a uno, ¿me entiende?. Bueno… No se preocupe. Hoy tengo uno de esos días… ¡Actuaba cada orquesta! Había más tiempo, se vivía de otra manera. Acá, por ejemplo, todos los domingos eran fiesta patria. Cosas de arrabal, de suburbio. Pero mire que venía gente bie, no vaya a creer. Empresarios, políticos, doctores. Estudiantes también… Eran los tiempos que esto lo manejaba La Bacana, la patrona. Es decir, La Bacana era su apelativo de guerra, digamos… ¿La verdad? Nunca supe cómo se llamaba realmente. ¡Qué mujer! Hizo historia en el barrio… Ah, lo estoy aburriendo… Venga, venga por acá. Mire que las piezas son viejas pero amplias, eh… Y, ya que estamos le voy a mostrar la que tenía precisamente ella, La Bacana… ¡Han quedado tantas historias!
González era bajo, esquelético, sucio sin perdón. Tendría alrededor de sesenta y pico de años, caminaba renqueando de la pierna izquierda y usaba, teñido, uno de esos bigotes finitos, ridículos. Se presentó como el administrador de la pensión y su verborragia, al principio, desacomodó a Javier. Sin embargo, hubo algo que despertó su interés, que lo empujó a seguirle la corriente, a motivar aquel discurso con seguridad tantísimas veces repetido. Discurso de ocasión o la diversión de un mentiroso barato. Vaya uno a saber. No obstante, González era capaz, aunque a Javier le molestara admitirlo, era capaz de alentar la curiosidad ajena.
-¿Quiere conocer más de todo esto? Bueno, le cuento… Total, si no me cuesta nada. Yo la conocí. A La Bacana, digo. Caminaba y hacía templar las baldosas. Y cuando bailaba era un monumento… ¡A uno se le paraban hasta los pelos del…! Je, je… En fin, disculpe. Tenía una cabellera negra y enrulada, un cuerpo delicado lleno de ondas. Y unos ojos verdes que ni se imagina… Miraba de una manera extraña, intensa. Llamaba y ponía distancia al mismo tiempo. No me resulta sencillo explicarlo, qué le voy a hacer… Era brava de carácter, pero no grosera. Tenía como veinte pupilas y se hacía respetar. No me pregunte qué hacía acá, je, je… Eran otros tiempos, Una niñez dura, la universidad de la vida, ¡en fin! ¿Ve? Algo dejó esa mujer en esta pieza, como le decía.. Es algo espiritual, de su alma, me cuesta hacerme entender. Porque no me refiero a la fotografía, esa medio chica que está ahí, en la pared del fondo, sino a que a ella no le gustaba los cuadros. Decía que congelaban a la gente, que no eran reales. Ahora… ¿se da cuenta? La foto todavía está, como si nadie se hubiera atrevido a tocarla porque pensaron que era algo demasiado persona. Yo qué sé…
El cuarto parecía más amplio que los otros. Piso de mosaicos que fueron verdes y cielorraso de tablas de madera, con manchas de lluvia acostumbradas a perforar los techos de zinc. Al costado izquierdo, entrando, una ventana con celosías. También había una cama turca, un ropero estrecho, una mesita de luz y un sillón inclinado, tapizado de pana bordó roída por las polillas. Por toda iluminación una bombita colgado del techo al medio de la habitación, pugnando ganarle la lucha a la mugre que se iba acumulando sobre ella.
Javier giró y se acercó a la fotografía encuadrada y colgando al medio de la pared del fondo. La imagen de La Bacana se veía borrosa, pero, como un milagro, su mirada penetrante persistía y lo buscó, o él pensó que lo hacía. Una mirada que se le vino encima, abarcadora, familiar, provocándole un estremecimiento.
-Linda ¿eh?… -sintió en la nuca el aliento desagradable de González. -Supe que llegó acá desde el interior, no sé de qué provincia. Y vea qué curioso… Dicen que ella no se ocupaba y casi no se le conocieron amores, salvo comentarios perdidos, de conventillo… Ahora que recuerdo… Se comentaba que sí, que algo tenía, o había tenido. Pero ella siempre mantuvo silencio sobre eso. Ah… ¡y le encantaba el tango, claro! A ver, a ver… tenía uno preferido, uno que escuchaba siempre y a veces canturreaba… ¿Cómo era? Eh… Decía algo así como «la luna en sangre y otra vez»… pero no me sale cómo seguía ni el título.
Javier seguía mirando la foto. No movió la cabeza cuando hizo una pregunta que, de pronto, necesitó sacar de muy adentro, al modo de quien expulsa a un fantasma:
-¿Murió…?
Advirtió que González, a su espalda, se movía con cierta incomodidad. Se dio vuelta y lo vio buscando el sillón de pana bordó, donde acomodó su cuerpo magro levantando una finísima nube de polvo gris.
-Si le voy a decir la verdad, no lo sé… De aquí se fue un día sin decir palabra. Arregló las cuentas, dejó a su mejor pupila encargada y se perdió camino quién sabe adónde… Hay quienes dijeron que se fue a Uruguay, pero… Lamento no poder decirle más…
Javier volvió a mirar la foto, la descolgó y siguió observándola largo rato. Sentía el pecho oprimido y le sudaban las manos. Había comenzado a sentir los acordes del viejo tango «Después», cuando ya creía haberlos olvidado. Poco a poco más fuertes, los bandoneones estremeciéndole las piernas y los violines atravesándole el alma: «Después, la luna en sangre/ y otra vez…». Flores frescas, vinos caros y el jarrón con el moño morado. Dio vuelta el cuadro muy despacio, como si tuviese miedo o simplemente pidiera permiso a alguien. ¿Quién puede describir lo que siente un hombre frente a la verdad o frente a un sueño?
Atrás, en el rectángulo de cartón había una dedicatoria: «A Gloria, para siempre, Javier».
Sintió a González carraspear, incómodo.
-Este… Yo le podría alquilar esta pieza, si quiere. Son unos pesos más, usted comprende… Es más grande y cómoda… ¿Dos mil le parece bien…? Digo… ¿se queda con ella?
Siempre de espaldas, tratando de ocultar unas lágrimas breves que le corrían por las mejillas, Javier dijo:
-Sí. Para siempre…
Ilustración: Daniel Pérez Acosta
(·) «La muerte de la bacana» es el título de un antiguo poema de Celedonio Esteban Flores, que inspiró este cuento, publicado en el libro «Grandes amores», del autor que lo firma, en 1994. De ahí la dedicatoria que lo encabeza.