“El mundo es un objeto simbólico”
Hace mucho tiempo que creo que nos hacemos de objetos únicos que nos otorgan identidad. Tengo el objeto que me hace parte de lo que soy: un destapador de bronce, que vino de Grecia, vaya a saber en qué año, seguro de la mano de mi tío abuelo, quien hasta el día de hoy vive allí, cuya peculiaridad, prestó mi atención cuando era muy pequeña: la silueta de una bailarina, con sus brazos colocados en la cintura, mirando hacia el costado. Colores: azul de fondo, cabello rizado y dorado, traje rojo y blanco. Todo delineado en color dorado. El relato parte de la imagen.
Diciembre, veinticuatro. Pocos minutos para las doce. El reloj de péndulo expectante. Recién había probado el helado de duraznos casero de mi abuela, quien en aquella época, realizaba con su madre la cena de Navidad.
El helado, de gusto aterciopelado y refrescante, contrastaba con el calor de diciembre. Suave aroma de la fruta madura hecha postre, me reconfortaba. Estaba en casa. En mi segunda casa.
Mi mirada quedó un tanto distraída al ver el brillo de un objeto sobre la mesa: algo metálico tal vez. Me arrebataron los colores y de inmediato puse el objeto en mis manos. Era un destapador, eso era seguro. Pero dentro de él, la estampa de una joven, vestida con ropas folclóricas, similares a las que estaba acostumbrada a ver en el colegio donde estudiaba y a los espectáculos de danza folclórico armenia, capturó mis ojos para siempre. La postura de la imagen contenía una trama. Cada vez que la veía, una nueva historia emergía: tal vez la joven, esperaba a su compañero de baile; tal vez esperaba a todo el conjunto entero, para comenzar el espectáculo.
Una vez, imaginé que la bailarina se desprendía del marco del objeto y finalmente, podría bailar libremente, puesto que tenía una mirada poco conforme.
Todas las navidades le pedía a mi abuela, el destapador de la niña que danzaba. Cerca de las doce, cuando el péndulo marcaba el ritmo del tiempo, miraba a mi bailarina, esperando el milagro de salir de su prisión: el objeto la contenía cada vez más y yo con más fuerza, presionaba su libertad a toda costa.
Era muy injusta su pasantía eterna, sirviendo como algo útil, cuando en realidad, ella era una artista enjaulada. Terminaba el helado de duraznos y la miraba, con felicidad y amargura a la vez. Ella representaba todo lo bueno y malo de ese, mi mundo de entonces: la vida en familia, las cenas compartidas, los aromas de la cocina de mi abuela, mezcla de especias y verano, aderezadas con el arte permanente del quehacer culinario de mis ancestros. Pero también entendía, poco a poco que la libertad de la niña que danza, vivía y yacía sólo en mí. Las múltiples narraciones que había creado para ella, eran sólo eso: mundos en donde ella vivía momentáneamente.
Mis ojos estaban quietos; el reloj cantó las doce campanadas. Era navidad. El aroma a duraznos se alejaba, y daba paso a los sonidos estridentes de la pirotencia. La pólvora quemada comenzaba a invadir el comedor y la niña, terminaba su último baile.