Aquella casa de la calle Presidente Giró | Atilio Pérez da Cunha «Macunaíma»

A mi primo Pedro Blanco, que le hubiera gustado ser parte de estos recuerdos

Hay recuerdos mi infancia que son tramposos como escalones de Pitamiglio, que me llevan a desvanes donde se agolpan caballos de madera, aeroplanos, bicicletas a motor, telarañas, trenzas de finaditas, camisetas húmedas del Solferino Jrs., mascaritas de carnaval, cantores y guitarreros de toda laya y otras estampas.

Son recuerdos fragmentados como fotogramas sueltos que me perturban, ya que con la edad se hacen más nítidos, y me confunden como retazos de sueños imposibles.

Se trata de momentos anteriores a la decisión de mi tío mayor de que fuéramos a vivir con mi abuela materna, porque mis padres, ya con varios hijos, no tenían demasiadas posibilidades de alquilar algo por sí mismos.

Habíamos vivido hasta entonces primero con mi abuela paterna y después en una casita a los fondos de la casa de ese tío mayor que encontró la manera de librarse de nosotros y ponernos a la custodia de mi abuela materna que ya era anciana.´

¨El pobre hiede¨, decía mi madre.

La casa de la calle Presidente Giró había conocido mejores tiempos, cuando llegamos ya estaba en estado ruinoso y mostraba del lado de afuera la miseria que guardaba en su interior.

Pero aún así, siempre había un mundo de gente en ella.

Estaba mi primo Milton, en realidad el hijo de una prima de mi madre fallecida muy joven, que criaban mi abuela y mi tío Cassiano que cantaba ópera mientras se bañaba y que sabía hacer buena comida brasileña.

Ellos tres, con mis padres y nosotros que ya éramos cuatro bocas, componíamos el elenco estable de la casa.

Después había visitantes ocasionales, que permanecían largas temporadas angostado la olla y generando incertidumbre a la hora de las comidas.

No obstante mi vieja repetía una frase que en el fondo ni ella misma se creía, ¨dónde comen dos comen tres, dónde comen cuatro comen seis….¨.

Al fin y al cabo, aunque ella era muy cristiana no podía multiplicar los panes y los guisos.

Los visitantes más asiduos eran antiguos vecinos de Cardozo o de Paso de los Toros, donde vivió la familia de mi madre, que habían caído del Norte a la capital » por efecto de la ley de gravedad» , como decía Belchior, o alguna desgracia que los empujaba hacia abajo.

Eso le pasaba a Marciano, amigo de mis tíos desde chico, que había traído a su mamá a Montevideo para hospitalizarla.

Era un tipo amable y muy atento, mis tíos y mi abuela lo adoraban.

Cuidaba a su madre en el hospital, con una dedicación y esmero representados en el comentario que escuché más tarde, » Marciano cuidaba a su madre como una hija».
Porque el tipo la lavaba, le cambiaba la ropa, la perfumaba y la peinaba amorosamente.
Un día salió un momento de la sala para tirar unos residuos y traerle agua a su madre y cuando volvió ella se había ido.

Me acuerdo de él, tirado sobre la cama en la que dormía mi tío Cassiano, llorando con desesperación.

No lo olvido, porque esa fue la primera vez que vi llorar a un hombre adulto.

Otros de los personajes frecuentes de la casa,

Otro personaje frecuente en la casa era Gala, una mujer mayor que a la distancia se me antoja una abuelita como la de las mermeladas o una comadre amish sin tocado.

Tenía el pelo blanco plata, recogido en un rodete, usaba anteojos redondos de armazón de metal y tenía una pañoleta que aseguraba con un enorme prendedor prendido en el pecho.

Usaba bastón, con el que nos pedía atención, golpeando el piso, o nos advertía que estaba vigilando cuando estábamos por hacer alguna travesura.

El toc-toc en el piso y la mirada severa de Gala, no se pasaban por alto.
Ella llegaba con un inmenso baúl en el que guardaba ropa y enseres, todo olía fuertemente a naftalina.

En el baúl tenía un mono de lata, a cuerda, al que le faltaba una mano, por lo cual lo había bautizado » el Mono Manco» y era una de sus posesiones que más despertaba nuestro interés.

Pero Gala usaba al pobre mono como un elemento punitivo, ya que amenazaba siempre con » si no comes, o sí haces esto o aquello, el Mono Manco te va castigar»

Lo mostraba furtivamente y lo volvía a esconder en el fondo del baúl.

Esta es la parte menos amigable de aquella mujer que fue para mi madre casi como una tía de sangre, porque tuve pesadillas con el Mono Manco y sus posibles poderes maléficos.

A la casa también llegaba otro personaje memorable: Agustincito.

Era ya un hombre hecho y derecho, pero todos le llamaban así.

La sola referencia a su presencia en la casa nos ponía sobre aviso que no podríamos correr, saltar, gritar ni meter bulla alguna.

Agustincito estaba muy enfermo y los médicos lo habían desahuciado.
La mujer, de luto anticipado, ya vestía de negro, se sonaba la nariz y lloriqueaba por los rincones.

Mis tíos la abrazaban, las tías preparaban té y la abuela la confortaba con palabras susurradas para que no la oyéramos los niños.

Este es el fotograma de Agustincito y su mujer: un tipo gordo durmiendo la siesta y la mujer sentada en una silla al lado de la cama velando su sueño del desahuciado.

«Shhhhh, esta Agustincito durmiendo, no hagan ruido que esta enfermo», decía mi madre que repartía horribles pellizcones de advertencia.

Con el paso del tiempo, el tal Agustincito enterró a la mujer, a mi abuela y sobrevivió a muchos de mis tíos.

Otra presencia frecuente, pero sin residencia, era una mujer flaca, puro diente y ojo que se llamaba Cata.

Había sido amiga de niña y adolescente de mis tías mayores que a la sazón ya estaban todas casadas.

Cata no.

Era también de Paso de los Toros y a ella le debo haber oído tempranamente la expresión » dragón» .

No la asocié, en aquel tiempo, a reptiles o dinosaurios flamigeros, ya que faltaban casi cincuenta años para ver Jurásic Park.

«Dragón» era algo que le pasaba a Cata que la hacía reír todo el tiempo, canturrear y estar alegre un rato.

Ese estado dragón no le duraba mucho porque después desaparecía por semanas y nadie tenía noticias de ella.

Mi madre que tenía poco más de veinte años ya tenía cuatro hijos y mis tías andaban todas ya con uno o dos hijos.

Cata seguía invariablemente soltera y sin esperanzas, excepto cuando caía en el estado dragón.

Entonces llegaba eufórica y muy pintada, a veces traía una zapatilla de crema de la panadería del Imperio y era el centro de la rueda de mate.

No recuerdo en qué momento Cata desapareció de nuestras vidas, pero me quedan estas imágenes como un pedazo de cinta de 35 mm.

De esta época me acuerdo también de mi tía Rosa, una tía política.

Era más negra que un cuervo y su cara tenía algo de pico de pájaro oscuro( no en balde a su hermano, que se parecía mucho a ella, le decían » pico chato»).

Hablaba con tu tono serio y reposado, con permanentes referencias a asuntos religiosos que yo no comprendía del todo bien.

Era testigo de Jehová, devota y practicante, siempre y cuando la religión no atentara contra la diversión y las reuniones familiares que era lo que realmente le gustaba.

Entonces se transformaba, como si un espíritu sinvergüenza la hubiera copado.

Bailaba y se reía.

Mi padre, particularmente, sin mucho esfuerzo y también sin demasiado ingenio, la hacía reír hasta el paroxismo.

Mi tía Rosa se reía y se reía, se le caían las lágrimas y, como le paso una vez en un picnic, se revolcaba por el pasto.

«Pare Dante¨, decía con los ojos llenos de lágrimas de tanto reír, ¨ pare por favor».
Mi viejo, lejos de parar, seguía diciendo simplezas, que a la pobre mujer la hacían desternillarse de risa y quedar al borde del colapso.

Mi tía Rosa fue el primer adulto que vi llorar de risa.

A veces también caía a la casa mi tío Eulogio, que vivía en el Cerro con su mujer y su cinco hijos.

Porque era el marido de mi tía la mayor y porque mi madre había cuidado a sus hijos cuando era una jovencita, fue designado padrino mío.

Era un gallego duro, tosco y curtido por desgracias y el trabajo a lo burro desde niño.
Trabajaba en el frigorífico y no tenía más conocimientos que saber leer y escribir, pero trasmitía una ternura muy especial.

Se quedaba mirándome con asombro el centímetro o dos que yo había crecido desde la última vez que me había visto.

Me levantaba y me apretaba en un abrazo.

Me daba una moneda, de las que seguramente no le sobraban, y se volvía al Cerro, que para nosotros era un lugar tan distante como el espacio exterior.

Pensar en la casa de la calle Presidente Giró es como sentarme en la sala de proyecciones del viejo cine Montevideo, del inolvidable Juan Carlos Pose, y dejar que transcurra un film en blanco y negro, rodado con la pátina melancólica del neorrealismo.

Entonces la matiné de mi vida me vuelve agarrar por la garganta.

 

Atilio Duncan Pérez Da Cunha, «Macunaíma» (Montevideo, 1951) poeta y periodista. Publicitario, docente, compositor de canciones. En su actividad como periodista colaboró con los periódicos «El Popular», «Cinco Días», «La Hora», «Sincensura», «El Dedo», «El Pasquín», «El Carlanco» y «Guambia». Trabajó también en calidad de corresponsal para la «Revista Pelo», «El Expreso Imaginario» y otras revistas de rock de Argentina. Además ha sido realizador de varios programas de radio, como tal fue el caso de «El Faro»,3​ y actualmente de «Otro rollo» en Emisora del Sur. En calidad de poeta, ha escrito cuatro libros de poemas y un disco que contiene poemas y canciones del autor. ​En 2008 publicó un libro llamado «La publicidad es puro cuento» que recoge relatos de publicitarios a raíz de un concurso del Círculo Uruguayo de la Publicidad. Su último libro libro de poesía, editado por Banda Oriental, es Ontheroadagain.