-¿Y vos, nada menos, querés que te cuente mi vida? ¿Y para un reportaje? ¿Vos, que no sos un pibe de venir mucho al quilombo, que no te entusiasma demasiado este ambiente…? Debés andar buscando algo más… Algo que yo no entiendo… por ahora. ¿Eh? Con tanto cariño que te dedicaste al periodismo. Bueno, al menos eso dicen, incluso mi hijo que creo es tu amigo. Pero, en fin, no me importa… Total, hoy tengo ganas de hablar ¿sabés? Unas ganas locas. No sé, en una de esas me agarró la nostalgia. A veces me pasa en estas noches de otoño, frías, húmedas. Debe ser algo que me viene de mucho tiempo atrás, de la niñez ¿no? ¡Qué cosa! En realidad, los primeros años de mi infancia no fueron ni pobres ni tristes. Por lo menos hasta que comprendí que haber nacido mellada era un castigo para toda la existencia. Porque en casa no faltaba nada de lo esencial ¿comprendés? Mi viejo laburaba bien, en una oficina pública, y además hacía trabajos particulares. Mamá cosía para afuera, pero más que nada por no aburrrirse, para matar la soledad. El viejo estaba poco, era salidor, medio bravo con las minas, para qué lo voy a negar. Me di cuenta muy pronto. ¡Qué se le va a hacer! La piolita se estiró, se estiró… hasta que no dio más. Nunca supe bien qué pasó, si mi vieja lo echó a papá o éste se mandó mudar. A esta altura que mierda importa ¿no? La cosa fue que empezamos a caer. Económicamente, digo. El viejo no nos pasaba ni un mango y mamá tuvo que defenderse con lo poco que sacaba de sus costuras. ¡Qué te parece, pibe, el precio de la dignidad! Fueron épocas bravas, bravísimas. ¿Sabés lo que es pasar hambre, pero hambre de veras? Bueno, sólo ella, porque para mí siempre se ingeniaba para tener algo. Ah… y recibir en Reyes, o en los cumpleaños, muñequitas de género rellenas de aserrín o juguetes de plástico de segunda mano. Bueno… ¿qué vas a saber, vos? Se sufre pibe, se sufre. A veces, estando en la cama, deseaba no levantarme más. Se me acabó muy pronto la esperanza, los rezos, hasta la resignación. Ahí empezó la rebeldía, porque yo ya estaba crecidita y eran muy crueles en la escuela… se burlaban de mi boca, se reían. ¡Hijos de mil putas! Pero… qué sé yo… ¿a qué calentarse ahora? Por esos tiempos, justo cuando yo tendría unos trece años, a mi vieja le dio por casarse de nuevo… Bah, juntarse, como dicen ahora… El veterano, tan trabajador como enamorado del vino,, al principio parecía de oro. Ahora levantamos cabeza, pensé yo. Qué ilusa. No sólo duró muy poco sino que en ese tiempo me pasó de todo. Ya te lo estarás imaginando ¿no? Si sos tan vivo como dicen… Yo había notado que al tipo le gustaba mucho sentarme a su falda. A cada rato con lo mismo. Me agarraba, me ponía sobre sus rodillas, me besaba. Una vez que estaba más en pedo que de costumbre me di cuenta que me acariciaba las piernas y me rozaba la bombacha. Mamá parecía en el limbo. O a lo mejor se hacía la otaria, ¡vaya una a saber! No te olvides que había bancado mucha miseria, había juntado demasiadas necesidades insatisfechas… ¡Ahora tenía un hombre que, por lo menos, ponía guita todos los meses. No, no soy injusta. Simplemente digo que, en una de esas… En fin. Un día que la vieja no estaba y yo me había quedado en la cama con dolor de garganta, se me apareció en el cuarto, muy sonriente. Me dijo una cantidad de pavadas: que me quería mucho, que me iba a ayudar en todo, que sería muy bueno conmigo si yo era buena con él… Yo qué sé… Ya habrás adivinado. La cosa es que se metió en la cama, me acarició y besó toda y al final me levantó el camisón y me bajó la bombachita. Me metió por dedos por delante y por atrás. Sentín un dolor horrible y empecé a gritar. Entonces me dio un par de cachetadas, me amenazó con matarme a mi y a mi madre si decía algo… y me violó. ¿Me entendés, pibe? Se le fue la mano, me rompió el virgo y me partió el culo… ¿Te parece grosero que lo diga así? No sabés como sangré. Me desmayé y ahí me dejó. No sé por que dejó todo así, las sábanas enrojecidas, yo desnuda, toda la evidencia. Se creería intocable… El recurso del miedo, ¿eh? Cuando volvió mi madre el escándalo fue terrible. Tengo que reconocerlo, ahí la vieja se portó. Se olvidó de la plata, de la seguridad, de todo y solo pensó en su pobre hijita. Agarró una cuchilla, parecía una fiera, y lo obligó a irse de la casa. Eso sí, no se animó a ir a la comisaría. Miedo a la represalia ¿entendés? La vieja era cagona perdida, no sé cómo agarró aquella cuchilla… Pero era cagona, para qué te voy a mentir… Después de eso… Bueno, la vida siguió siendo una porquería para mi. Vivíamos en un pueblo chico, donde todo a la larga se sabe. ¿Te imaginás mi relación con los gurises de la escuela? Y… no hubo otra opción. Cuando cumplí catorce ya me había montado a la mitad de la clase. Y a decir verdad… no me disgustaba demasiado. Porque, tengo que reconocerlo, hubo un instante cuando aquel mal nacido me violó, en que me pareció sentir unos segundos de placer. ¿Te parece horrible, verdad? Pero es así. Lástima que fue tan bestia. Con los compañeritos, después, algunos bien armados para la edad, ¡qué te parece!, creía no correr riesgos y, de tanto en tanto, acababa como una yegua. Decí que ligué bien y nunca quedé embarazada. ¿Ves? Ahí debe haber empezado mi relación con este… je, je…, oficio. Descubrí que mi salida, mi liberación iban a ir de la mano del quilombo, el lugar para vender mi cuerpo y ganar mi platita. Y disfrutando a veces, todavía… A los quince descubrí que por más mellada que fuera tenía un cuerpo bien redondeado, fuerte, al que querían todos. ¡Si me miraban hasta las mujeres! Antes de entrar al quilombo, con los gurises yo me dejaba, pero siempre a cambio de algo, caramelos, algún refuerzo, después monedas, unos pesitos… A los dieciocho no me paró nadie, menos la vieja. Agarré para la capital, a ganarme la calle. Si de todas maneras me iban a enchufar igual, ya fuese trabajando como doméstica o en una tienda, en cualquier parte… Al menos así iba a ganar más guita. Yo iba a marcar las reglas. No fue fácil, ¡por favor! De entrada me cazó un fiolo de buena pinta, que me llenó la cabeza con promesas. Y lo único que ligué fueron unos pocos pesos y trompadas de todos los colores. Hasta me hizo viajar a la Argentina y me puso a laburar primero en Buenos Aires, después en Rosario y terminé en Bahía Blanca. De ahí me escapé. Aunque, si voy a ser sincera, más de una vez, sola, lo extrañé al fiolo. Cuando quería, cuando me hacía camelo… ¡era un querubín! Fue el único, después de grande, que me hizo gozar de veras, alguna que otra noche. Pero cuando se ponía loco y rompía todo… Con él se terminaron los fiolos y se terminó el disfrute, esa especie de sensación de enamoramiento que me daba un placer real. Tortuoso ¿no? Y bueno… Pero me rajé. Tenía dinero suficiente para arrancar y en el viaje de regreso -que fue toda una aventura, cambiando de omnibuses, haciendo dedo en la ruta… ¡andá!- conocí a un viejito simpático que me levantó en la carretera. Con él llegué de nuevo a Uruguay. Le regalé un par de años de mi vida, mintiéndole amor, aunque jamás me arrepentí y estoy segura que él, a su manera, fue feliz. Se murió de golpe, después de un polvo que me echó una Navidad, en el que debe haber puesto todo el resto. ¡Averigualo ahora! Fue la última oportunidad en que ligué en esta vida podrida. Me dejó bastante planta, aunque te parezca mentira. Y con esa plata me vine para acá, porque una amiga me había hablado de este pueblo, de lo mal trabajado que estaba el quilombo, de la posibilidad de invertir y mejorarlo y hacer más dinero con cierta prolijidad. Bueno… acá me ves, acá estoy. Compré la casa vieja, la arreglé un poco, eché a las putas que no servían para nada o estaban viejas y traje cuatro o cinco de buen nivel que había conocido los años anteriores. Les ofrecí un porcentaje que ni soñaban. Mirá… en esto hay dos o tres cosas que conviene tener muy claras: tenés que dar buen servicio de copas, espectáculos y bailes de tanto en tanto, no joder con los precios y mantener a raya a los fiolos. Y cuidarte de las pudriciones, ¡no faltaba más!, con controles médicos. ¿Si me costó trabajo? Y cómo no… Al principio hubo más de uno, mal acostumbrado a hacerse el macho, a ventajear, a sacarle dinero a las chiquilinas, tanto que se me complicó un poco el negocio. Pero yo ya tenía experiencia, sabía qué era un fiolo prepotente, un borracho imbancable, un avivado. Y busqué apoyo donde más me convenía: con el Tarta Gaitán, el comisario. ¡Si yo cumplía, trabajaba bien, tenía a todo el mundo contento! El Tarta tenía claro que al pueblo le hacía falta un quilombo así, de ley, sin puteríos ni escándalos, donde incluso la policía podía hacer pequeños negocios. ¿Me seguís, pibe? Ahí conseguí el respaldo que me faltaba para hacerme definitivamente la dueña del lugar… ¿Lo del Pata Pérez? Y, sí… Fue un buen cliente y, al final, fue un caso jodido, algo que no me gustó hacer, que todavía me duele, aunque sé que defendí lo mío y que yo tenía razón. Todo fue por una cuestión de bebidas. Como estaba borracho, me prepotéo, discutimos y sacó el cuchillo para hacerme boleta. No tuve alternativa. Fui más rápida. Claro, matar a un hombre… No es nada grato… ¿Si eso ayudó a que me respetaran más? No sé, no sé… Me salvó el Tarta y, en una de esas, tenés razón… Quizás así, de golpe, terminaron de entender que con la Mellada no se jugaba. ¡Si le quebré el pecho de una puñalada a un macho reconocido! Lástima de hombre… Tenía lo suyo, sí señor. Lo traicionaba el alcohol, se convertía en un tipo agresivo, violento, realmente malo… ¿Que…? ¿Qué querés saber¿ ¿Lo del incendio? Ya se sabe, fue una venganza de Teresita, aquella parda que me quiso cagar con la recaudación. La eché como a una perra. Hay reglas que deben respetarse siempre, siempre. Y bueno… se puso neurótica, me amenazó, en fin. Al final actuó a lo bruto y fue en cana -siempre el viejo y querido Tarta dándome una mano- aunque después le dieron libertad anticipada. Pero se fue del pueblo. Nunca más la vi… Caramba, no quería hablar de esto¡ Me estás acorralando, pibe! Mejor vamos a dejarlo acá ¿te parece? Ya dije demasiado es como si me estuviera ahogando… ¿Mi hijo? ¡La puta que te parió…! Disculpame, tu vieja no tiene la culpa, se me fue la lengua. Pero… ¿por qué tuviste que meterlo a él en esto? Claro, me importa. Lo preguntaste con toda intención… ¡si vos sos su amigo y él no creo que tenga secretos contigo! ¿No se juntan todas las noches para tomarse alguna y jugar al monte? Mirá… me gusta eso de que se lleven bien. Te veo como un buen muchacho. Un poco soñador, un poco haragán, pero un buen muchacho… ¿El padre? No, eso no lo voy a decir jamás. Por supuesto que sé quién es el padre. Ah, pero eso morirá conmigo, tenelo por seguro… No es fácil criar un hijo en este ambiente sin que se contamine, ¿te das cuenta? ¡Cuánto tiempo le mentí! Hasta que ya no pudo ser. No sé si lo comprendió antes o después que le dije todo lo que podía decirle y también con él fijamos reglas. ¡Mi chiquito! Cosa curiosa… nunca me reprochó nada, nunca me reclamó nada, todo lo ha aceptado calladito. Ahora, ya grande, me inquieta más ¿sabés? Porque no sé qué le tengo que dar. O, mejor dicho, no sé si le puedo dar lo que él necesita. Cuando era chico, todo parecía más sencillo. Ternura, alimentación, escuela, buena ropa, juguetes, nada de relación con este ambiente… Pero ahora, no sé… ¿Qué querés que te diga? Lo veo muy apegado a la noche, demasiado gustoso de las cartas, de la timba. Le gusta la caña, también. Y no aguanta ningún trabajo ¡Si lo conocerás, vos! No sé… se queda ratos enteros, larguísimos, sin hablarme. Sólo me mira, con esa mirada triste que tiene, como preguntándome cosas sin preguntarlas realmente. ¡Es espantoso! ¿Vos me podés ayudar…? No, qué vas a poder, si vos, dejando aparte lo del trabajo, estás en la misma… Me las tengo que arreglar, que le voy a hacer.Aunque un poco burra, de todos modos comprendo que esto no pasa por la plata ni por la protección que pueda darle. ¿Cariño? ¡Si lo tiene a montones! No, no… Tampoco. Es algo que está dentro de él y no lo puede sacar. De repente, algo de lo que no podrá desprenderse nunca… Y yo tengo que que seguir, no puedo parar, porque todo lo que he hecho desde que nació fue para él y por él. No importa si no se da cuenta, no tuve elección, hoy menos que antes. No me importa si mañana me reprocha algo… Ya estoy envejeciendo, se me va terminando el rollo. Voy a tener que entregar el pendorcho, la bandera, je, je… Difícil la cosa. He estado preparando a un par de muchachas despiertas, prolijas. La Coca y la Raquel… ¿te acordás? Aunque no estoy segura de que puedan solas con el negocio. Bueno… ¡que se vayan a cagar! Problema de ellas, si agarran. A mí me queda la única salida razonable: vender lo que se pueda e invertir lo que agarre. Mucho más no me voy a quedar acá, al frente de todo. No es que nadie en particular me quiera sacar del medio, pero este ambiente es muy duro, muy cruel, traicionero. Ya es mucho tiempo. Estoy cansada. Y me he puesto a pensar, más que antes, en el pibe. ¡Vos deberías saberlo, carajo! Si no, no me hubieras preguntado… Te confieso algo: por las noches, de vez en cuando, me agarran unos insomnios horribles… Empiezo a recordar la niñez, mi madre, mi viejo, aquel hijo de puta que… ¡la concha de su madre!… Y pienso también en todos estos años, a lo mejor perdidos. Y en mi hijo, en su futuro, en el sueño que alimento día tras día que encuentre una buena mujer, se case y tenga hijos. Una familia entera, sólida, como debe ser. ¿Te das cuenta? Pienso en todo eso mucho más que antes. Me doy vueltas en la cama, en la oscuridad, y veo unas sombras enormes que andan alrededor y se lanzan sobre mí… ¿La vejez? ¿Estaré mal del mate? Bueno… ¡a vos que te importa! ¿Hacer algo? ¿Qué, según vos? Ah, sí, la lectura me gusta. He leído bastante para ser una simple prostituta. Una vez leí algo, una novela… me olvidé el título, pero creo que era una novela, sí, que me conmovió: iba una pareja caminando. Tenían un problema, no me acuerdo cuál, y discutían. De pronto, en medio de esa situación, el tipo le dice a ella, señalándole unas cornisas de un viejo edificio: -No te conmueven esos grises? Lloré leyendo ese pasaje, ¿podés creerlo? Una simple frase y sin embargo… De tanto en tanto vuelvo a ese libro, a ese pasaje. Y lloro. Y pienso en mi hijo, en la familia que yo hubiera querido tener. En esa necesidad desesperante que siento, dos por tres, de que él me despierte diciéndome «mamá»… ¡Otra vez poniéndome tristona, llenándome de melancolía! Dejame tranquila, pibe. Todavía tengo que laburar, ya te imaginarás. Andá, andá tranquilo… Y si lo vez a mi hijo, no sé, decile… bueno, ingeniate para decirle que lo quiero. Que si él sufrió por tener una puta de madre, que piense un poco, un poquito nomás, en lo que yo sentía, cuando era chico, dejándolo solo en la pieza de al lado… Y me acostaba con cada canario mugriento… O que mejor no piense nada, no sea cosa que se ponga peor conmigo y termine despreciándome… Y decile que no hubo otra forma de hacer las cosas, aunque yo lo hubiera querido. No hubo, no. ¿Si en una de esas me estoy mintiendo? Pero… ¡dejate de joder! Andá, andá y decile…
Le tomé la mano y la acaricié, lentamente. Después, le di un beso en la frente y me fui. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Ilustración: Daniel Pérez Acosta