El televisor | Antonio Pippo

Caminó despacio, arrastrando los pies sobre las piedritas sueltas de la calle de balasto, quedándose de tanto en tanto como si necesitase aire o descansar o cargase algo -que nadie podía ver- muy pesado. Miró despaciosamente cada cuneta a cruzar, cada charco imprevisto en aquella tarde donde cada tanto caía una llovizna de otoño, sintiendo que la brisa fría le atravesaba la campera de paño, se le metía entre las costillas y le agarrotaba los dedos de las manos, curtidos y llenos sabañones que imaginaba como un castigo. Alguna vez levantó la cabeza, fijándose en ese cielo plomo y lloroso que parecía caerle encima sin piedad. Una tarde de porquería, realmente. Triste, igual a un lamento o una culpa anticipada.

No quería llegar. ¿A qué engañarse? Pero también sabía que no tenía escape, que aquello era una condena aunque pareciese, de a ratos, un sueño muy lejano y casi ajeno. Casi. Le pesaban las piernas. A él, nada menos, siempre tan entero, tan resistente a la fatiga y a los golpes, tan atlético aún al paso de los años que alejaban la juventud. Y le dolía el pecho, tal vez por caminar con los hombros encogidos, encorvado a propósito para ir cortando el aire que le llegaba de frente.

Por más que pensaba y pensaba, no le venía a la mente un momento igual, así de penoso, de empecinado, de parecido a un trago de ajenjo. ¡Si se hubiese tomado un par de cañas más en el boliche! ¿No sentiría todo menos oscuro, doloroso? ¿Por qué temió quedarse otro rato, demorando el arribo a la cita? ¿No sería mejor todo si se hubiese hundido en esa loca alegría que conocía tanto? La cuestión es que se había metido una sola copita, de apuro, entre pecho y espalda. Y no alcanzaba.

Cuando llegó a la cancha lo saludaron con cariño, con respeto. Había mucha gente, mezclando tabaco con maníes o buscando en la cantina de techo de zinc alzada sobre cuatro palos de madera y un improvisado mostrador, la copa enamoradiza. Todos parados, eso sí; no estaba para helarse sentados. Más o menos mezclados, apretujándose entre sí, moviendo las piernas o, del otro lado, ubicados contra el corralón de bloques que daba a la callecita del barrio obrero, imaginando que hallarían protección mientras todos olfateaban en el aire la ansiedad del clásico del pueblo, esperado siempre con la misma humilde fruición de los que no tienen otra cosa, salvo el quilombo o la timba. Y hablando de timba…

Ya se estaba jugando plata fuerte, a unos y otros colores. Le bastó mirar al Chueco Medina, con los bolsillos hinchados de billetes, y más allá al Drogao Gamboa, tomando apuntes y escupiendo la punta del lápiz como si levantara quiniela. Advirtió que el Cholo, el entrenador, reclamaba a gritos su presencia: allá estaba el viejo, en la puerta del vestuario viejo, que siempre era para el visitante, moviendo los brazos y voceando su nombre. Claro, si sólo faltaba él, nada menos que el zaguero derecho, el hombre fuerte, el veterano, el capitán.

Se fue arrimando sin mucha prisa, mientras pasaba entre hinchas de uno y otro, encontrando palmadas de esperanza en los suyos y admiración disimulada en los otros. ¡Tenía encima tantos clásicos de estos! Había visto hacer mucho dinero a algunos y salir puteando, con la cabeza gacha, a los que terminaron jugando a perdedor. Ya era un hombre grande y había empezado jovencito. Al principio, muchas condiciones, ideas locas; después, su bohemia lo fue dejando solo en aquella realidad chata. Había nacido para terminar jugando en el pueblo hasta que aguantase, para ser el legendario titán de tardes de cartón, para recorrer después historias infladas por el alcohol en los boliches. Y para sacar de ese fútbol, apenas, un empleo desteñido de sueldo escaso. No tuvo la suerte del Beto, no; tampoco la del Chueco Funes. Los dos fueron a la capital y ahí se quedaron, jugando en primera. Dos por tres aparecían por el pago, dándose lustre con autos nuevos y una ropa ostentosa y desprolija; ya no eran de ahí, no pertenecían a aquella atmósfera congelada en el tiempo; acaso significaban para los más chicos una suerte de difusa referencia, algo para recordar cuando el frío, o el hambre, o el horizonte estático se les prendían como garrapatas. En su caso, la historia siempre fue distinta, pasaba por otro lado. El fútbol lo sacaba del hastío, le confería un sitial de privilegio entre los humildes, le aproximaba a la jerarquía de un personaje menor. Y le daba, de tanto en tanto, algunos pesos, nunca suficientes para tapar agujeros en sitios diversos. Pasados los treinta, ya casado con la Rosario, aquella pardita divina del Bajo, se dio cuenta de que no iba a ser fácil el futuro, si es que lo había. Peor todavía cuando nació el Ramón y al rancho ya le faltaban demasiadas cosas. Comodidades que todos quieren tener, para qué negar.

Entró al vestuario muy serio, arrastrando el viejo bolso verde que su mujer había llenado con tanto esmero. Ni saludó, aunque no importaba. Ya le conocían sus arrebatos y en todo caso, un día como aquel, lo preferían así, fiero y distante, para después comerse a los rivales en la cancha. ¡Era el clásico! Mientras se vestía casi ni escuchó las recomendaciones del Cholo, extrañamente concentrado en un pliegue del pantaloncito que no podía arreglar, en una media descosida, en los tapones a punto de invalidez de sus zapatos negros, en el linimento blanco y espeso que reclamaban sus piernas curtidas. Recorrió con mirada morosa el rostro de sus compañeros, todos jóvenes, algunos recién empezando, como el Tito, el volante izquierdo. Notó esa inquietud previa tan habitual, esos movimientos rutinarios, ese apuro espasmódico por salir de la pieza chica y el piso húmedo y pisar de una buena vez el pasto raleado al medio y la tierrita arisca de las áreas, empujados también por una responsabilidad que no les correspondía, que no habían pedido, pero que les caía sobre las espaldas: el desborde alegre del que ganó mucho dinero, o la bronca insultante de quien dejó la quincena en esa tómbola futbolística.

El Cholo se calló, al final, y lo observó fijamente, ceñudo. El bajó la mirada y no dijo nada y, casi sin darse cuenta, se vio en el círculo central, tanteando la pelota, mientras se acercaban el otro capitán y el árbitro, el Pelado Molinelli, panadero del pueblo con cierto talante autoritario, amenazante, absurdo e inútil.

Aquella mirada del Cholo… Bueno, ¡para que seguir dándole vueltas al asunto!

Pintaba un empate clavado. Se conocían demasiado, no había sitio para las sorpresas. ¿Cómo andarían las apuestas? La pelota subía y bajaba y volvía a subir, cada vez empujada con menos fuerza y más cansancio. Se había instalado una suerte de resignación entre los jugadores, aunque no entre la gente: todos gritaban, insultaban, se trepaban de los alambrados. El amague era el gran protagonista adentro de la cancha, y afuera… ¡qué se le iba a hacer! Los volantes regateaban en la mitad de la cancha; al pisar las áreas les entraba una suerte de apuro indescifrable, conveniente para los rivales. Mucho juego por alto, mucho, como para que él se luciera, sobrándose por simple oficio. Tarde tranquila para los arqueros, salvo cuando había que corregir con una revolcada dolorosa su propia mala ubicación. Y… apenas aquel tiro del Tito, al final del primer tiempo, y el rebote que agarró un delantero de ellos y la pelota fue a dar a la calle.

Nada más. El frío, más intenso, ya casi cayendo al oscuridad, había incentivado la lentitud y el cuidado. Los hinchas se calentaban con caña y temblaban, posiblemente no por el vientito helado sino porque se iba el partido y el empate no puntuaba para el dinero apostado. En la cancha ahora había barro y el barro apuraba las caídas y los errores de Molinelli, mojado hasta los calzoncillos y a cada segundo más enojado porque no veía bien, perdía la concentración y, además, a él, aunque mosqueó, buscando los días anteriores, no le habían prometido nada extra.

Empate clavado, ¿para qué pensar en otra cosa? Faltaban dos minutos y parecía que nadie quería nada.

Entonces fue cuando el puntero derecho rival recibió la pelota en un costado; encaró a Pedro, el lateral izquierdo y lo dejó en el camino; entró al área en diagonal, Barrerita, el zaguero zurdo se resbaló y él lo vio venir, clarito, clarito, con tiempo suficiente para dar tres pasos y encimar. Calculó, incluso, cuántos amagues más podía intentar ese flaquito antes de que lo trabara y terminara la jugada como lo había hecho decenas de veces. Tuvo noción exacta de todos los movimientos antes de que se produjeran. Sencillo, muy sencillo. En la gente, salvo los demasiado borrachos o los desesperados por la plata que habían apostado, aquello ni siquiera había alentado expectativas; a decir verdad, al verlo a él, el delantero venía como entregado, a punto de capitular y él, sabedor de todos los trucos defensivos, estaba allí, atento. Dio los tres pasos con certera rapidez y ahí quedó la pelota a disposición; sólo faltaba un mínimo gesto y el riesgo, si es que realmente había existido, lo tiraría al diablo. Sin embargo, el capitán, sintiendo un desfallecimiento imperceptible, demoró una fracción de segundo el movimiento definitivo: al llegar el envión esperado semejó un inesperado vendaval que arrastró la pierna del puntero, su cuerpo todo y hasta su espíritu, y lo envió fuera de la raya del final de la cancha.

Penal. ¿Qué otra cosa podía cobrar Molinelli, sorprendido durante unos segundos por lo ocurrido? Penal y silencio, hasta entre los beneficiados con lo que podía pasar… Nadie lo podía creer, pero, bueno, a cualquiera le pasa. ¿Los años, el rigor del partido durante una tarde antártica, en una de esas alguna farrita anoche de la que nadie supo? De todos modos, qué macana. Justo él, y al final.

Penal y gol, gol de los otros, en el penúltimo minuto, ya sin tiempo para reaccionar. Penal y silbato y derrota, todo junto, como una lápida que cae empujada por un espíritu maligno.

No se bañó. Se sacó las cosas de arriba a toda velocidad; parecía que deseaba expulsar a un demonio. Soportó el silencio pesado del vestuario, adonde apenas se acercaba la mezcla de gritos de alegría y blasfemias de los timberos; no levantó la vista en ningún momento, no buscó la mirada del Cholo, eso jamás. Le pareció un alivio que la puerta permaneciese quieta, muy quieta; abrió y no vio a ningún dirigente y entre los fanáticos de su club parecía que se estaba organizando un velorio. No saludó, se cruzó el bolso sobre los hombros, cerró a medias su campera y se fue buscando la nochecita, la lluvia y el frío del otoño.

Caminó ahora apresurado, tropezando y maldiciendo; metió los gastados mocasines en cuanto charco halló; apretó los dientes y siguió, zigzagueando calles de tierra. Así anduvo media hora. Al cabo, se detuvo frente a una casa de ladrillos y techo de tejas, con un jardín descuidado. Ahí lo atrapó un súbito cansancio que le dobló los hombros y lo obligó a temblar. Dudó un instante, miró al cielo, ya del todo ennegrecido, que seguía lagrimeando, y luego golpeó la puerta con fuerza. Apareció un tipo bajo, con el pelo gris, rechoncho; tenía una mano en el bolsillo. La sacó y mostró un sobre con varios billetes de a mil. Se los dio al veterano, al capitán de las mil batallas, mientras usó una sonrisa ladeada por todo saludo. Luego, dio la vuelta y entró.

Él agarró el sobre y se fue solo, terriblemente solo y pueblo adentro.

Quizás alguien le oyó mascullar: -¡Lo que tuve que hacer por un televisor de mierda!