El señor de la calle sin sombra | Mariana Sosa Azapian

Don Artigas agonizaba en una cama de hospital, cerca del mes de marzo del año 2011. El hombre, pasaba los últimos días de su vida, recostado en la cama, apaciguando sus dolores con lo único que lo dejaba descansar luego de una enfermedad extensa y extenuante, cargando a su vez con el dolor de haber perdido a su hijo, un año atrás.

Un día, me tocó cuidarlo. Por momentos me reconocía, hablaba con mucha lentitud, aunque esos momentos eran escasos. Sentada, desde el sillón, contemplaba cómo había pasado de la realidad al sueño otorgado , oscilando entre un mundo y otro.

Sé de Don Artigas que había sido un hombre de trabajo y gustaba de aprender, convirtiéndose en el mejor de su oficio; pero el alcohol y la timba, deterioraron un matrimonio de toda la vida con Doña Sofía.

Una vez ella en confianza, con un tono de voz casi inaudible, me comentó sus sospechas: Don Artigas era un galán muy codiciado, aún a una edad avanzada, arrancaba suspiros.

Para llegar a su casa, uno tenía que atravesar una calle corta pero sin un árbol que diera sombra. Pasabas por el boliche, donde muchas noches él descargaba su pasión por el juego, acompañado por alguna bebida de mala calidad. Lo cierto es que, el camino inyectado de sol, valía la pena para conversar de bueyes perdidos, de los trofeos ganados en el billar y de su infancia en el campo.

Un día, me llamó por teléfono y me explicó que quería escribir “sus memorias”, porque “le había pasado de todo en la vida”. Yo le acepté el trato a condición de que él pudiera recordar, si bien no todo, algo para ayudarlo a redactar. Lo cierto es que, un poco avergonzado, me confesó que se había olvidado de escribir, porque, fijate m’ hija, no terminé la escuela …que mis padres de dieron a una familia para empezar a laburar.

En la configuración de una reputación un tanto dudosa, la familia prefirió siempre, esconder los trapos sucios debajo de la alfombra.

De nuevo en la cama del hospital, ahí estaba el hombre, sedado, soñando y delirando. Yo intentaba no exaltarlo y seguirle la conversación, por más enloquecida que fuera.

La cosa es que se dio cuanta de que había alguien y me pidió que le diera un traje, que lo ayudara a vestirse, que tenía que ir a bailar unos tangos. Desconozco si aquel hombre rumbeó por algún arrabal, pero en su delirio quiso convertirse en un verdadero taita, lo cual, no era tan alejado de su vida “real” y finalmente salir de esa doble moral, para terminar siendo lo que tal vez hubiera querido ser: la libertad del baile, el bochinche y el fandango,

Dejé que sus deseos locos salieran como las notas de un bandoneón, porque pensé que merecía pedir lo que quisiera, dadas las circunstancias.

La memoria me trajo este recuerdo y no puedo dejar de comparar esta anécdota con un cuento de Borges, en donde un tal Pedro Damián, según la óptica del narrador, había tenido dos muertes. Ahora que escribo estas líneas me pregunto: ¿cuántas vidas nos permitimos vivir en esta única que tenemos y cuántas otras nos censuramos y afloran en los momentos más limítrofes, ente el sueño y la vigilia, entre la vida y la muerte?

Don Artigas, como Pedro Damián, tuvo la chance de concretar un sueño perdido que a pesar del delirio, la locura y su muerte próxima, salió a la luz una identidad hasta ese momento, desconocida.

Te escribo esto abuelo, Don Artigas Sosa, para honrar tu memoria. Para el mejor abuelo que una nieta pudo tener.