Un oriental en el desierto (3) | Joaquín DHoldan

El coche subía y bajaba por montículos de arena y piedra. Ya no había camino, por lo menos visible a los ojos de un oriental/occidental. Enfoqué con mi cámara el horizonte, al intentar enfocar el objetivo crujió. El conductor escuchaba un cassette con música árabe, los cantos tenían, más que nunca, un aire del flamenco. Le pregunté quién cantaba.”Aziza Brahim, cantante saharaui, muy buena”, sonrió sin apartar los ojos del horizonte. Soplé en el objetivo de la cámara. Estaba llena de arena. Mientras pensaba como evitar que sucediera eso me rasqué la cabeza y mis uñas se llenaron de arena. Más adelante me soné la nariz y dejé arena en pañuelo. Bastaron dos gestos para entender que vivir en la arena es distinto a ver la arena en el paisaje.

Por fin, cuando el traqueteo se estaba poniendo insoportable, llegamos a Dajla. Un oasis con palmeras. Algunos pozos subterráneos de agua dulce. Y luego, arena y piedras. Esto todavía es Argelia, muy al sur. Un terreno vacío que les cedió (provisionalmente) al pueblo Saharaui mientras se soluciona el conflicto con Marruecos, país que junto con EEUU y Francia les arrebató su territorio (casualmente enclavado sobre las mayores minas de fosfatos del mundo). Dajla es el nombre de una ciudad de la República Saharaui ocupada. Ese gesto me causó una tremenda nostalgia. Me imaginé que si nos robaban nuestro país y nos veíamos forzados a vivir en medio de la nada, sería un gesto poético reunirnos y llamarle a ese sitio (ajeno y vacío) “Montevideo”.

El Sirocco, el viento visible, seguía allí, como un compañero más de viaje. Ahora también era fácil escucharlo, rozaba las pocas palmeras para hacer un sonido permanente. Porque todos los sonidos, en el desierto, tardan más en irse. Si uno se concentra llegan las conversaciones ajenas, los ruidos de las cocinas, alguna risa infantil.

Luego de que España abandonara su colonia en el Sahara occidental, y con la invasión posterior, los saharauis estuvieron en guerra, comenzaron a liberar territorios y la ONU decidió intervenir. Firmaron la paz. Luego se pactó un referéndum de autodeterminación en los territorios ocupados. Pero este nunca se hizo. Hace 40 años que esta situación (¿provisional?) pasa de forma silenciosa por el panorama internacional. Los saharauis son pobres, cultos y pacíficos, la respuesta del mundo ante eso es la negación. Si los 200 mil saharuis refugiados fueran una cuna de terrorismo internacional, el mundo se preguntaría cómo es posible que exista tanta crueldad. Pero que, generación, tras generación, niños, niñas, bebes, mujeres embarazadas, ancianos, todo un pueblo este condenando a vivir en la arena, bella de ver, insufrible para estar, nos parece bien, o no nos parece porque nadie habla de ello.

“Esto es peor que la guerra”, afirmó mi amigo el chófer. Entonces un ruido familiar me llegó a través del Sirocco. Eran gritos, pero una forma particular de gritar. Y unos golpes secos, un ruido feliz, que tengo grabado desde la infancia.

Pasando las palmeras, en una zona lejana, con más pierdas que arena, un grupo de jóvenes jugaba al fútbol. Descalzos o con zapatos rotos, con las rodillas marcadas, los dos equipos defendían pequeños arcos. Parecía un todo contra todos. Algún habilidoso hacía pequeñas jugadas, otros reían, los códigos eran exactos a los de cualquier otro grupo de muchachos que persiguen una pelota. Cada patada retumbaba en el desierto. Tras los jugadores se levantaba una pequeña estela de polvo que aumentaba cuando alguien gritaba un gol.

Tenía mucho trabajo para hacer pero la primera tarea era clara. Los chicos en cuanto supieron que era uruguayo vinieron a preguntarme por Suárez y Cavanni. Todavía no sabían que habían conseguido un director técnico y alguien que los iba a llevar por el buen camino del fútbol. “Ninguno de esos, a partir de ahora nuestro ídolo es Maureen Franco”, aclaré.

Jugamos hasta que no se veía la pelota. Noté que yo la había perdido de vista hace rato, no sólo por la rapidez de los contrarios sino por la extraña habilidad de este pueblo de ver luz en la oscuridad. Me bastaron pocas horas para sentirme en casa, y para reflexionar sobre la inmensa necesidad que tenemos los orientales de trabajar nuestra identidad, o sea las cosas que nos identifican con nuestros compatriotas. A los uruguayos nos cuesta reconocernos en los otros uruguayos. Y los saharauis, en cambio, aunque les han robado el país, siguen juntos, en medio de la nada, cuidándose unos a otros.

Fotos: Joaquín DHoldán

 

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