El Sahara es el desierto cálido más grande del mundo. Entramos por el sur de Argelia, paramos en Tinduf y de allí en coche por la carretera rumbo al sur oeste. Cuando se terminó la carretera comenzó un camino. Horas después, ya sin camino, el conductor saharaui, iba de forma sinuosa entre arena, piedras y dunas, haciendo honor a la fama de su pueblo de tener un don para la ubicación geográfica. “Un saharaui nunca se pierde”, decía entre risas ante mis dudas. Paramos bajo el árbol más frondoso que encontramos, el pequeño dibujo en la arena marcaba un refugio absurdo pero eficaz. Vamos rumbo a Dajla, el más lejano de los campamentos de refugiados saharauis. Está asentado en un oasis. En mi mente era un lugar mágico, lleno de palmeras, agua, frutas y, para que ocultarlo, decenas de odaliscas. El resto del paisaje, era el desierto. Abrazaba con fuerza mi botella de agua pensando en la cantidad de películas con hombres sedientos arrastrados por aquellos médanos. Incluso me recordé a mi mismo jugando en Marindia a ser un explorador que al borde de la muerte veía un espejismo. Me alejé un poco del grupo y era cierto que a la distancia, el reflejo del calor hace ver un lago vibrante y semi transparente. Estiré los dedos, me parecía sentir la humedad. Y era cierto, una nube negra apareció de la nada y comenzó a llover. Diluvió cinco minutos y antes de que me pusiera a cubierto ya se había despejado, y el Sirocco, el viento visible, me había secado hasta las lágrimas. La realidad es el mayor de los espejismos. Algunas dunas rozan los doscientos metros. “Son casi tan altas como el Cerro”, le dije al conductor. Iba a explicarle las características geográficas de mi barrio en Montevideo cuando nos interceptó una patrulla del ejército Polisario. Nos iban a escoltar el resto del viaje. Estaban muy alertas porque unos días antes “Al Quaeda” había secuestrado a seis cooperantes. Un suceso extraordinario en esa zona pero sintomático de la situación dramática que se vivía por allí. Atrás, el mar de dunas no tenía huella alguna de nuestro paso. Adelante, continuaba el desierto.
Fotos: Joaquín DHoldán
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