Arena. Piedras. Viento. Tu sombra es una mancha derretida en tus pies. No hace un calor sofocante. Está seco. Aparece el horizonte que habías visto en muchas películas. El “sirocco”, el único viento del mundo que se puede ver, sopla de forma suave, aún así, algo te dice que si quiere, se pone intenso y te vuela el alma. Entramos por el sur de Argelia. Luego vamos en una camioneta hasta el corazón del desierto del Sahara. Buscamos un oasis en medio de aquella enorme zona de arena piedras, piedras y arena. Los campos de refugiados saharauis serán nuestro hogar. Breves estadías durante muchos años. Un lugar olvidado. Una situación política compleja. Una injusticia histórica. Hay mucho para aprender, pero hoy, lo que de verdad importa es lo que sentimos. En “El evangelio según Jesucristo” Saramago lo describe a la perfección. El Mesías va por la orilla del mar, recoge una caracola, la pone en su oído y dice: “el desierto”. Es verdad. Ese susurro interminable. Ese silencio único. Esa sensación de soledad y desolación; al mismo tiempo esa atracción admirable, esa belleza indiscutible sin necesidad de nada. No hay alturas infranqueables, ni abismos, no hay colores, aguas transparentes, ni vegetación hipnótica, por no haber, parece que no hubiera fauna alguna. Y lo más insólito es que parece no oler a nada. Quizás, si cerramos los ojos, podemos sentirlo. Huele a planeta. Huele a nosotros.
Fotos: Joaquín DHoldán
Lea aquí el segundo capítulo de la serie
Lea aquí el tercer capítulo de la serie
Lea aquí el cuarto artículo de la serie
Lea aquí el quinto artículo (final) de la serie