Al aterrizar en el aeropuerto internacional de Yundum, uno sabe inmediatamente que se encuentra en el corazón del Africa Ecuatorial. No sólo por la lujuriosa vegetación y las penetrantes fragancias tropicales que envuelven al viajero al poner pie en tierra, sino también por los abundantes árboles cubiertos de miles de pajarillos multicolores.
La pequeña torre de control carece de radar que funcione las 24 horas. Dos personas con gesto indiferente y aburrido observan el horizonte con prismáticos, para detectar la llegada de los escasos aviones que se posarán sobre el suelo de Gambia (la nación más pequeña del África continental) ese día.
Esta pequeña república angloparlante de la costa atlántica africana, fronteriza con Senegal, ubicada entre el Ecuador y el Trópico de Cáncer, de apenas 500,000 habitantes, ex-colonia del fenecido Imperio Británico, es una angosta nación de 320 kilómetros de largo por 32 de ancho. Bordea ambos márgenes del caudaloso río Gambia (con sus 1.120 kilómetros de longitud) y se encuentra incrustada en medio del Africa francófona. Bella tierra llena de color y gente amable, simpática, hospitalaria y físicamente hermosa (tanto las mujeres como los hombres). No en vano es la cuna de los famosos “Mandingos”, una tribu orgullosa y fuerte, que lamentablemente fue la preferida por los infames traficantes de esclavos y los propietarios de plantaciones de la América colonial.
De allí quizá le viene a Gambia su fama internacional, triste por cierto, pero uno de sus principales atractivos turísticos en el día de hoy es su pasado como cuna de esclavos. Un recorrido por la isla donde se halla el Fuerte James (rebautizada isla Kunta Kinte en el 2011 y declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO); con su fortaleza semi-derruída, adonde casi se pueden oír los quejidos fantasmales de miles de esclavos que aguardaban allí, vilmente encadenados, antes de emprender su penoso transporte a las colonias americanas, es una visita obligada.
El motivo de este, mi primer viaje a Gambia en la década de los ochenta, era para asesorar a su presidente sobre las posibilidades de explotar su riqueza ecológica y crear parques nacionales. Gambia no tiene una fauna salvaje de gran tamaño, como sucede con otros países vecinos, pero sí posee una floresta casi virgen y gente pacífica que se desvive por atender al visitante. Su economía se basa principalmente en la agricultura (cacahuetes) y en una abundante pesca oceánica. Por cierto, en sus costas se puede observar a las mujeres nativas realizando la recolección de ostras, que luego constituirán el principal ingrediente de un potaje que es el plato tradicional de los gambianos.
Vale destacar que en sus bosques viven más de 250 especies diferentes de aves. Y en su reserva natural de Abuke, no sólo pueden verse cocodrilos, hipopótamos, monos, hienas, lagartos gigantes, antílopes, leones y algún gorila, sino que allí se instaló el primer Centro de Rehabilitación de Chimpancés que ha existido en el mundo, fundado por Edward Brewer en 1967.
El trayecto desde el aeropuerto hasta la capital, denominada Banjul, fue en sí toda una experiencia, ya que el ingeniero alemán que comenzó a construir la carretera (también levantó el pequeño aeródromo), tuvo una disputa con el gobierno gambiano y salió del país sin más, dejándola a medio hacer. Por lo tanto, de una autovía correctamente pavimentada se pasa súbitamente a un camino de tierra colorada, muy malo y bacheado. Algunos miembros del gobierno nacional me aseguraron que aquel alemán era representante de Odessa (la temida organización de ex-nazis) para las Islas Canarias y el África Ecuatorial. Aparentemente, su verdadera función tenía que ver más con el contrabando de piedras preciosas y maderas nobles que con las obras públicas. Mito o realidad, lo cierto es que la ruta de entrada a Banjul dejaba mucho que desear.
Mi primera entrevista con el Señor Presidente, el Dr. Dawda Jawara, fue en su palacio presidencial. Una mansión blanca y señorial, situada en medio de frondosos jardines, con grandes columnas, construída en el mejor estilo colonial británico, pero amueblada como si estuviese ubicada en un frío condado del norte de Inglaterra y no en pleno trópico. Todos sus pasillos y salones estaban lujosamente alfombrados, y las ventanas cubiertas con pesados cortinajes, lo que producía una terrible sensación de agobiante calor. Además, aquel día el termómetro marcaba 38º C a la sombra, con un 100% de humedad. Únicamente el Sr. Presidente tenía aire acondicionado en su despacho. Las demás salas y habitaciones eran un horno húmedo e insoportable. Repletas de soldados armados hasta los dientes, que pululaban desconfiando de todo el mundo, protegiendo al Presidente contra posibles golpes de estado palaciegos.
Reitero que llegué allí por invitación del Presidente Jawara, que deseaba que le asesorara para organizar los parques nacionales en su país. Por orden presidencial, el Director General de Turismo fue mi guía y eficaz acompañante durante los días que visité aquel encantador país. En un Mercedes Benz negro (obsequio de la embajada alemana al gobierno de Gambia), recorrimos prácticamente todos los caminos de la selva y nos metimos en los peores zanjones y barrizales. Confieso que a menudo daba pena el estado en que quedaba al final del día aquel otrora lujoso vehículo, ahora convertido en un vulgar todoterreno.
Pero tal vez la excursión más interesante (aparte de las visitas a aldeas alejadas de todo el mundo, perdidas en medio de las reservas de animales salvajes), haya sido a bordo de la pequeña motonave “Paunic”, cuando nos internamos río arriba por el majestuoso Gambia, rumbo a los poblados más lejanos y la mítica aldea de Juffure. Donde nació Kunta Kinte, iniciador de la saga familiar relatada por el escritor norteamericano Alex Hailey en su célebre novela y posterior serie televisiva “Raíces.”
Quizá el viaje no fuese tan emocionante como algunos paseos que realizamos en piraguas talladas en los troncos de grandes árboles. Surcando pantanos y manglares infectados de cocodrilos, pero la extraña sensación de estar internándonos 300 años en la historia y el corazón del continente africano, resultó sumamente apasionante. Algo así como una versión atenuada del libro “Corazón de las Tinieblas”, de Joseph Conrad.
Desembarcamos en el antiguo puerto de Albreda, muy conocido en los días de esclavitud, porque si un esclavo lograba escapar y se sujetaba al mástil de la bandera que ondeaba en la plaza central, recuperaba su libertad. O al menos eso dice la leyenda…
Caminando durante un cuarto de hora por un sendero de cabras, entre pastos altos, bajo un inclemente sol y con escasa sombra, llegamos por fin a Juffure. Una pequeña aldea que hoy recibe con asombro a muchos ruidosos turistas norteamericanos. Estos, con sus altisonantes exclamaciones y obsesiones fotográficas, estropean el ambiente somñoliento de ese sencillo poblado, del cual salió un día el joven Kunta Kinte para no volver jamás. Allí permanece su choza, aún habitada por miembros de su familia, muy cerca de la humilde mezquita.
En Juffure nos recibió el jefe del poblado y nos presentó (de lejos eso si), a sus numerosas esposas. Todas ataviadas con largos vestidos estampados de colores brillantes. Unas molían granos, otras acarreaban agua y alguna cuidaba de los niños, mientras el jefe charlaba con nosotros. Más tarde, mi guía explicó que el trato había sido tan amigable porque habíamos llegado sin previo aviso, lo cual eximía al jefe de la obligación de tener que ofrecernos algo más que agua, según marca una ancestral costumbre de su tribu.
Permanecimos en Juffure todo el día, difrutando de la compañía y hospitalidad de aquella gente risueña y encantadora. Imaginándonos el terrible desgarro que debe haber significado para sus ancestros caer en las infames redes de los despiadados traficantes de esclavos.
Casi al atardecer, cuando nos aprestábamos a partir, luego de efusivos apretones de mano y repetidas palmadas en la espalda, desde un cielo encapotado y renegrido se desencadenó una fenomenal tormenta tropical que demoró nuestro retorno. Un espectáculo único de rayos, truenos y relámpagos, seguido por lluvia torrencial que dejó todo el entorno con un dulce y agradable olor a hierba húmeda, a tierra mojada… Aroma a selva vírgen, original, impoluta, auténtica, cautivante, milenaria… Lo que algunos viajeros llaman “el excitante sabor de África”, porque dicen que quienes lo experimentan una vez, no podrán negarse a su siguiente convocatoria.
A raíz de ese, mi primer e impactante encuentro africano, una mitad de mi corazón quedó cautivo en medio de la selva, atrapado por su gente y aquel inmenso río. Y la otra mitad lucha día a día por un pronto retorno a ese apartado rincón de África.