El teatro es tan infinitamente fascinante, porque es muy accidental, tanto como la vida.
Arthur Miller
No quiero intelectualizar una nota que sólo pretende transmitir un par de experiencias personales ocurridas en teatros. Mucho se ha teorizado sobre «lo vivo» del teatro, «cada noche es un estreno», la experiencia intransferible que es cada momento que ocurre sobre un escenario y el privilegio que tenemos los espectadores de estar justo en ese instante único.
Si nos ponemos a pensar, la vida del teatro, desde sus orígenes en la antigua Grecia hasta las experiencias vanguardistas de hoy, más allá de los fuegos de artificio o de los «chirimbolos» como lo comentó César Troncoso hace unos días en una entrevista en Sábado Sarandí, el hecho teatral no ha cambiado demasiado: el artista sobre el escenario, el texto y al menos un espectador. Ni más ni menos. Eso es único, irrepetible. Mañana, ese mismo artista, ese mismo texto y ese mismo espectador, será otro espectáculo. Esa es la fascinación del fenómeno teatral. Cuando menciono teatro o hecho teatral, hago extensivo el comentario a cualquier fenómeno artístico en vivo, en un gran coliseo o en una esquina.
¿Cuántas veces hemos dicho o escuchado que «no hay que perderse la oportunidad» de ver tal o cual espectáculo? «Una vez que viene Paul McCartney, no me lo voy a perder», o lo mismo con los Stones o este año, con Roger Waters. Son momentos únicos que los fanáticos saben que es la única posibilidad de verlos en vivo. Tenía un amigo que cuando fue a París, se sacó los lentes de sol, para que nada interfiriera cuando vio por primera vez la torre Eiffel, porque no quería que nada se interpusiera entre su ojo y la imagen en vivo del símbolo de su adorada Francia, con el que había soñado toda su vida.
Con qué orgullo, muchas veces, decimos «yo estuve allí», cuando recordamos el acto del Obelisco, escuchando a Alberto Candeau leyendo la proclama en favor de la democracia, por ejemplo. Ser testigos o estar en el momento justo en el lugar indicado, generalmente, es una sensación muy especial. Justo es decirlo, no siempre positiva, porque uno puede estar en el momento de una tragedia.
Pido disculpas por la referencia personal, pero quiero compartir dos momentos, que en la infinita cantidad de veces que estuve en una platea, están grabados a fuego en mi memoria, bastante frágil por cierto.
Tana hay una sola
Promediaba la década del 90. El Teatro Solís todavía no había cerrado sus puertas para lo que fue una larga, pero necesaria reforma. Fue durante un recital de Susana Rinaldi, esa inmensa cantante argentina. En el escenario, creo, que sólo la acompañaba un piano y había una mecedora. Yo había invitado a mi madre, que admiraba a la Tana y sólo la había visto una vez en Buenos Aires, junto con mi padre. Ver a la Rinaldi en Montevideo, en el Solís, era un una oportunidad que ninguno de los dos queríamos perder. Casi al final del espectáculo, en el medio de esa formidable canción de Mario Trejo y Astor Piazzolla, Los pájaros perdidos, que requiere de una gran fuerza interpretativa, el micrófono tuvo una falla y se cortó la amplificación. Rinaldi no dudó y llenó sus pulmones de aire y su voz conquistó hasta los rincones más escondidos de la sala del Solís. Fue un canto a capella obligado, pero que resultó conmovedor, emocionante, que llenó de lágrimas a todos los que allí estábamos. Aquel aplauso y aquellos vítores todavía resuenan en mi memoria, aunque hayan pasado casi treinta años. La canción dice,
soy sólo un pájaro perdido
que vuelve desde el más allá
a confundirse con un cielo
que nunca más podré recuperar
Aquel momento tampoco se puede ni se podrá recuperar, está sólo en el millar de personas que llenábamos el Solís y en la propia cantante, quien me ha confesado más de una vez, que recuerda el incidente. Fue un momento mágico, único, que la Tana resolvió sólo como ella puede hacerlo.
Oficio por tres
No es tanto la formulación de una respuesta para el teatro o la obra, sino más bien la formulación más precisa del problema.
Arthur Miller
Vuelvo a citar al dramaturgo Arthur Miller, porque en esta frase hace foco de una respuesta artística ante una circunstancia ajena a una obra de teatro o una actuación, sino ante un problema. Algo así sucedió el pasado viernes 12 de enero, en el Teatro del Notariado. Allí se representa, con gran éxito, la obra Nuestras mujeres, con dirección de Mario Morgan, con la actuación de tres actores de experientes como César Troncoso, Diego Delgrossi y Franklin Rodríguez. Es una obra dividida en tres actos, divertida, en tono de comedia, pero con momentos dramáticos que cada uno resuelve con gran soltura. Pero en la función de ese día, en la última parte, en el momento en el que se desata parte de la trama, mientras el personaje que interpreta Delgrossi, habla por teléfono y su voz da el dato fundamental que hará un giro en toda la obra, se corta la luz. Diego es un gran improvisador, un humorista que suele trabajar solo en el escenario, por lo que tenía que resolver el problema en un segundo. En su parlamento, mencionó el corte de luz, casi como un chiste, como al pasar, pero siguió como si nada. No cortó el hilo dramático. El silencio del público fue sepulcral. Tímidamente los celulares comenzaron a aparecer. Los espectadores comenzaron a iluminar el escenario y los actores continuaron con la obra. Fue conmovedor ver cómo la platea fue coprotagonista de la obra. Los celulares, los nuevos grandes enemigos del hecho teatral, en esa función fueron los que permitieron que todo continuara. A los pocos minutos, la luz se restableció y Nuestras mujeres pudo finalizar, con un cerrado aplauso del público a los actores, y de los actores, que agradecieron a los espectadores, la colaboración, sin la cual no podrían haber continuado porque la oscuridad era total.
Durante la mencionada entrevista en Sábado Sarandí, Troncoso y Rodríguez, confesaron que nunca dudaron en continuar con la actuación. Franklin explicó que en un minuto imaginó cómo seguir hasta el final, ya que él queda sólo en la última escena y Troncoso tuvo que atender una llamada telefónica en un teléfono que nunca sonó, aunque eso no alteró la comprensión de los espectadores.
Desde el punto de vista artístico, la clase y la experiencia de los tres actores permitió que la obra no se interrumpiera, que el momento dramático, pero en tono de comedia que se desarrollaba cuando se cortó la luz, no cayera, y el público se dio cuenta que su misión era estar allí, acompañando y ayudando. Y lo hizo a lo grande.
Les puedo asegurar, que esos dos momentos, únicos, están grabados a fuego en mi memoria y están cargados de emoción, hayan sucedido hace pocos días o casi treinta años.