Una cena de las mil y una noches | Roberto Bennett

Este episodio ocurrió hace unos cuantos años, durante una visita rutinaria a los Emiratos Árabes, junto al veterinario inglés David Taylor, un muy querido amigo ya fallecido. Estábamos ambos trabajando para un sheik en un gran parque safari de su propiedad, ubicado en el oasis de Al Ain, en el emirato de Abu Dhabi.

Nuestra función consistía en visitar dicho parque zoológico (situado en un oasis en pleno desierto) y cerciorarnos de que los veterinarios residentes, colocados por la compañía inglesa que representábamos David y yo, estaban haciendo correctamente su labor. Nuestra estadía no duraba más de una semana y se repetía cada año. Durante esos días, nos hospedábamos en el Al Ain Hilton, también propiedad del sheik y que él solo usaba para alojar a sus invitados.

La estadía en dicho hotel cinco estrellas era por lo demás tediosa, porque por seguridad no nos dejaban salir a recorrer las calles de la pequeña ciudad y además, casi siempre éramos los únicos clientes en todo el establecimiento. A excepción de algunos días, cuando aparecían muy fugazmente unas bellas muchachas que habían sido contratadas en Londres o París, para alegrar las noches del sheik y sus amigos. Obviamente, para nosotros un fruto prohibido.

Así que nos aburríamos soberanamente y deseábamos que llegasen pronto las cinco de la mañana, cuando nos pasaban a buscar para ir a trabajar en el parque, hasta las once y media. Al llegar al parque, durante una hora nos íbamos a las dunas cercanas para ver amanecer en el desierto. ¡Un espectáculo único! Luego a trabajar y a las 11:30 vuelta al hotel para almorzar y dormir la siesta. Y de tarde, trabajábamos desde las cinco y media hasta las ocho, para evitar los grandes calores. De radio o televisión nada porque era toda en árabe.

Esa era nuestra rutina, con un menú poco imaginativo para los almuerzos y cenas, que además era reiterativo e insulso y que nos servían solo a nosotros dos en un gran salón comedor, haciendo aún más monótona la estadía. De alcohol ni hablar, ya que por motivos religiosos estaba terminantemente prohibido.

Como único entretenimiento, caminábamos por el jardín del hotel como hacen los presos, abriendo un trillo de un extremo al otro de los muros, sin posibilidad de salir fuera del recinto, por orden estricta del sheik. La ciudad de Al Ain está ubicada en el interior desértico de Abu Dhabi y en las cercanías se encuentran las montañas que actúan de frontera con el siempre convulso Omán. De hecho, por las noches oíamos los disparos que se cruzaban los beduinos en la oscuridad. Por lo tanto, dos occidentales éramos un blanco fácil para los secuestradores que circulaban por la región, en busca de suculentas recompensas. Y obviamente, nuestro anfitrión no deseaba tener problemas con el gobierno inglés.

Así transcurrían nuestros días, tediosos y calurosos, hasta que finalmente una tarde, el director del parque, un austríaco que se jactaba de haber pertenecido a las SS de Hitler en el frente yugoslavo, vino a vernos para decir que el sheik nos invitaba a una cena formal en su palacio. Nosotros solo llevábamos ropa de trabajo en las valijas y eso nos causó preocupación, pero el director rápidamente nos tranquilizó diciendo que estaba todo bien, siempre que nuestra vestimenta estuviese limpia y planchada. Su mirada gélida y su rostro, que nunca sonreía, nos convenció que este era un tema innegociable. Había que mandar lavar y planchar urgentemente nuestras mejores camisas y pantalones vaqueros.

Tal cual acordamos con el director, nos pasaron a buscar puntualmente a las nueve de la noche. Mientras esperábamos sentados en los mullidos sillones de la recepción del hotel, David me aleccionó sobre algunos aspectos culturales de los árabes. Por ejemplo, que no es buena educación mostrar las suelas de tus zapatos, ni las plantas de tus pies a tu anfitrión; así como tampoco debes tocar a un árabe con tu mano izquierda, porque no hay papel higiénico en el desierto…

Llegamos al suntuoso y espectacular palacio en una limousine Cadillac, negra y extra larga, como las que usan los artistas en Hollywood. David y yo nos miramos y nos sentimos como dos príncipes del desierto. El palacio estaba situado en las afueras de Al Ain, rodeado de fuentes, pérgolas y palmeras. En la puerta nos recibió un joven secretario del sheik, que gentilmente nos guió hacia un gran salón, con muchos espejos, lámparas y candelabros de cristal.

Allí comenzaron nuestras sorpresas, al ver que no había mesas ni sillas pero sí en cambio una enorme alfombra tipo persa, sobre la cual estaban sentados, con las piernas cruzadas, el sheik y los varones miembros de su familia.

Nos acercamos al dueño de casa y este nos saludó muy ceremoniosamente, indicando que nos sentáramos frente a él. Eso era todo un honor para dos extranjeros. Yo recordé la advertencia de mi amigo David y me hinqué, poniendo mis rodillas por delante. Una posición muy incómoda por cierto, pero quería ofrecer mis respetos a las costumbres locales. David, un viajero más experimentado, se sentó con sus piernas cruzadas, igual que el sheik y sonrió a los presentes.

Allí en el salón comedor éramos todos hombres, no había ni una mujer visible. Los árabes nos observaban con miradas profundas y oscuras. Nadie sonreía. Aquello era cosa seria. Hablamos las banalidades de costumbre: Del viaje nuestro desde Londres, del pésimo clima inglés, en claro contraste con el de los Emiratos, de cómo habíamos encontrado al parque, del estado general de los animales y de nuevas adquisiciones que habían llegado desde que nosotros habíamos estado allí la última vez. En este punto, nuestro anfitrión, dirigiéndose a mi amigo David, le comentó que las autoridades y personalidades extranjeras que le visitaban, para quedar bien con él, siempre le obsequiaban animales exóticos, sin saber que a él, como buen beduino, solo le interesaban los halcones, los caballos y los camellos, en ese orden. Y que luego venían las mujeres. Todos los árabes rieron a carcajadas y asintieron con sus cabezas, mientras que nosotros sonreímos por cumplido.

De esta forma, con esos obsequios no deseados, el sheik iba poblando su enorme parque zoológico de 350 hectáreas, ubicado en medio del desierto. Lo más increíble de aquel zoo era sin duda la pajarera para criar hubaras (un pájaro marrón, del tamaño de una gallineta, que los beduinos usan para entrenar a sus halcones en la caza). Debido a la facilidad con que los hijos y familiares del sheik acceden hoy a las armas automáticas y a los Range Rovers 4 X 4, estas aves están en peligro de extinción y por eso nuestro anfitrión mandó construir una gigantesca jaula para asegurar su reproducción. Un recinto del tamaño de la Estación Central de ferrocarriles en nuestro país, con un ancho de 200 metros y un largo de medio kilómetro. Allí dentro, se albergaba a siete hubaras.

Otras dos obras faraónicas dentro del zoológico eran una fantástica instalación para grandes primates y el acuario. Ambas del tamaño de un estadio cerrado para baloncesto. Con aire acondicionado y plantas individuales de procesamiento de aguas. Una para el riego de la floresta interior y otra para los estanques del acuario. Todo un increíble despropósito que solo te puedes permitir cuando eres dueño y señor de decenas de pozos de petróleo.

La conversación se hizo más amena cuando dos jóvenes, que intuí eran sirvientes porque lucían atuendos típicos pero más sencillos que los demás, irrumpieron en el salón trayendo grandes bandejas de plata reluciente, con variedades de frutos secos, yogurt y jugos de frutas. Todos degustamos esas delicias con fruición y esperamos en silencio la llegada de la cena. Finalmente el dueño de casa, con un gesto muy ceremonial y majestuoso de su mano derecha, ordenó la traída del plato principal, que consistía en un cordero asado. De cuerpo entero, con cabeza, dientes y ojos incluidos. Yo pensé que lo mostrarían y luego se lo llevarían para trocearlo en porciones individuales, pero para nuestra sorpresa, lo depositaron sobre la alfombra y se retiraron. El sheik nos miró sonriente y nos indicó que nos sirviéramos primero. Otro gran honor.

David, como era el mayor de los dos y además más conocedor de las costumbres del Cercano Oriente, estiró su brazo y eligió primero una jugosa parte del costillar, que debía arrancar con sus dedos ya que no había cuchillos, ni tenedores ni cucharas ni platos. Pero entonces sucedió lo inesperado. El sheik hizo un gesto amistoso y sonriendo sacó un ojo del cráneo del cordero y se lo ofreció gentilmente a mi amigo. Luego, siempre sonriente, procedió a hacer lo mismo con el otro ojo y me lo entregó a mí. Yo miré a David y tragué saliva. No había escapatoria y la mirada de mi amigo me indicaba que debíamos acceder a este ofrecimiento y además demostrar que nos gustaba. Así que haciendo de tripas corazón, introduje la bolita brillosa en mi boca y opté por tragarla entera, simulando que la mordía. Desconozco si el sheik se apercibió del engaño, pero yo no tenía el valor necesario para mordisquear aquella esfera viscosa y resbaladiza que se deslizaba juguetona dentro de mi boca.

El resto del banquete fue un festival de manos ansiosas que se introducían en el cuerpo del cordero y lo despedazaban, para luego engullirlo con avidez, sin importarles qué órgano comían, haciendo todos los invitados gestos de enorme placer y eructando ruidosamente para demostrar satisfacción ante el generoso banquete ofrecido por el sheik. Nosotros por supuesto hicimos lo mismo, para no enfadar al poderoso dueño de casa, limpiándonos luego las manos grasientas sobre la hermosa alfombra roja, al mejor estilo beduino.

Aquella noche memorable, ya de vuelta en mi habitación del hotel, con el estómago revuelto y asqueado por el recuerdo de algunas de las partes del cordero que tuve que degustar, sufrí fuertes retortijones de barriga, arcadas y hasta creo que vomité un par de veces, pero confieso que nunca se lo dije a mi amigo David. Él en cambio durmió plácidamente, muy satisfecho con aquella cena, servida al mejor estilo de las mil y una noches.