El lugar tenía las paredes blancas, pero descascaradas. Había poca luz, mucho frío. Se dio cuenta que estaba en la cama, una cama extrañamente vieja, desprolija, con sábanas escasas y una colcha raída. Miró al frente y vio a una mujer, triste y servicial, que le acercaba un objeto y le decía algo. Se sintió más niño aún, de pronto alegre y protegido.
-Mamá, quiero jugar en el patio.
Aquel patio. Húmedo y estrecho, sí, pero tan suyo que se le antojaba acogedor. Un espacio propio, una barrera de bloques alejando la calle, el peligro, a los demás. ¿Qué más necesitaba? Discurrían horas y horas mientras contaba esos bloques desparejos; primero de abajo hacia el cielo gris, luego de punta a punta y más tarde, moviendo lentamente sus ojos en diagonales interminables, de una medianera a la otra y hasta el frente, donde se alzaba la puerta enrejada y negra. Y después el piso, de piedra laja sin pulir, con una caída pronunciada hacia la canaleta que desagotaba el agua de lluvia o de las baldeadas ocasionales. Y al final, el rincón preferido, el de la izquierda, donde el sol parecía bendecir con más calor la soledad y donde sus sueños semejaban palomas blancas, audaces, elegantes y libres, definitivamente libres.
Era su mundo, su universo intocado e intransferible; ahí respiraba mejor, se sentía bueno, olvidaba los golpes de su padre borracho, las lágrimas resignadas de su madre demasiado mansa, los gritos, el caos asfixiante de la casa de techo b ajo y pisos de baldosas amarillas; desde ahí viajaba como loco,, se apropiaba de las nubes oscuras del otoño, se abrigaba con reflejos solares, pálidos a veces, y hundía en el escaso jardincito su pala verde, buscando misterios; ahí se reía de los empujones, las bromas y los insultos de los otros chiquilines, cuyo barullo percibía cual lejano eco y a quienes despreciaba desde un silencio satisfecho. Era el sitio de sus encuentros con Flash Gordon, el maravilloso. Y el escenario de sus citas con aquella francesa de ojos verdes y tetas enormes, Martine Carol, que le miraba siempre, siempre, como prometiéndole cosas, desde aquella revista arrugada robada a mamá. ¡Qué le importaban las pullas de la gente del pueblo! Claro que sabía que le llamaban “el loco Matías” o “el loquito del Aserradero”, aludiendo a su barrio pobre y apartado, como antes le dijeron “mariquita” o “nenito de mamá”. ¿Y qué? Él estaría siempre en otra parte, volando por un universo coloreado y lleno de misterios cálidos. No necesitaba de los demás. Le bastaba su patio.
-Pronto, hijo, muy pronto podrás- respondió la mujer.
A veces, al regreso de la escuela, todavía sin sacarse la túnica blanca, se quedaba allí, parado y sereno, enamorándose otra vez de la quietud y la grisura. Y se preguntaba cuándo había empezado todo aquello, a partir de qué preciso momento se inicio su romance con ese patio solidario. Un amor que no supo de tiempos, de crecimiento, de años y años que fueron pasando, los pantalones cortos, el triciclo de segunda mano, la pelota de goma y las bolitas cascadas para jugar solitarios interminables. Un amor que siguió, tal vez más sólido, después de la muerte de su padre –al que no quiso extrañar nunca- y después también de Ana María, la única novia que deseó y perdió porque jamás se atrevió a tocarla cuando ella gemía y e apretaba desesperadamente contra su cuerpo. Un amor recluido en sí mismo, distante de la casa y sus olores, de la calle y sus riesgos sombríos, de la incomprensión de los otros. Un amor puro, capaz de hacerle olvidar las mujeres que reían, el alcohol que le ahogaba y le hacía vomitar, el quilombo siempre oscurecido y lejano, muy lejano, y las masturbaciones a escondidas, un éxtasis liberador pero breve, desgranándose al final en una culpa que no entendía. Un amor inenarrable, lleno de certezas para él, egoísta, único y final.
Ahora mismo lo estaba sintiendo tan presente, tan necesario, que le dolía. Por alguna razón absurda permanecía en la cama, tapado por esa fina colcha blanca y con los pies helados, en aquella pieza de paredes despintadas. ¿Dónde estaba? ¿Qué era aquel sitio? ¿Por qué debía continuar allí como un castigo? Debo salir al patio, pensó otra vez. Ah, volver a su refugio, a su cosmos solitario. A su tibieza, a sus bloques, a su piso de piedra rústica, al hilo de agua besando el estrecho pasaje que conducía a la calle y a las horas enteras con la radio portátil junto al oído, hartándose de violines y bandoneones y unos pianos de calesita de barrio que lo transportaban a espacios mágicos, al séptimo cielo. ¡Cuántas veces lloró así, pegándose a la música, fundiéndose en ella! Ya no eran los tiempos de Flash Gordon ni de Martine Carol, ni de las bolitas. Tampoco de la escuela. Pero jamás sufrió la pérdida de estas cosas, pues el patio se encargaba de llenarlo todo. El patio y la música. Y su cabeza girando y girando, saliéndosele del cuerpo escuálido y reventando por los aires que se llenaban de estrellas, luces brillantes y bailarinas en puntas de pie, gráciles y virginales.
Debo salir de aquí, repitió en su mente.
Entonces, sólo entonces, sintió sobre los labios el objeto que le mujer le había ido acercando. Una cuchara con un líquido blancuzco y desagradable y una sensación de ahogo. Tosió, intentó enderezarse en la cama. Miró al frente y le pareció ver la puerta de rejas negras, alzada como detrás de un velo sereno.
-Qué suerte –dijo- dejaste la puerta cerrada. Nadie podrá entrar en mi patio.
La mujer siguió la mirada de Matías y detuvo sus ojos en la ventana alargada que estaba a sus espaldas, tan añosa, tan descuidada. Y atrás de las cortinas, seco y terminante, el oscuro enrejado.
-Gracias, mamá.
Ella pensó, en apenas unos segundos, muchísimas cosas. Tantas, pero tantas que no las pudo apretar en una idea, ni siquiera en un sentimiento fuerte. Supo, sí, que era el final. Cuando se volvió, el hombre de la cama ya no podía ver nada. Tenía los párpados bajos, la boca entreabierta en una suerte de sonrisa triste y respiraba con agitación. Algo de él, de todos modos, había emergido libre y flotaba hacia alguna parte. Quizás a la búsqueda de un patio.
La mujer se quedó quieta por un rato, absorta. La mente se le inundó de recuerdos, de esperanzas, de fracasos y después, inevitablemente, de resignación. En unos instantes, una ráfaga, recordó la juventud perdida, los sueños marchitos, el amor imposible, la esperanza de un hijo. El trabajo, los sacrificios, aquel “¿para qué seguir?” que le devolvía el espejo cada vez que se atrevía a enfrentarlo. El cansancio, denso, absoluto, esencial. Y un horizonte estrecho, duro, que casi podía tocarse con las manos, del mismo modo que alguien se apoya en la pared que lo encierra. Luego, muy despacio, salió de la habitación, cruzó unos pasillos largos y helados, la puerta principal, un jardín sin vigor y llegó a la calle. No tenía palabras ni plegarias para entregarle a nadie, nada más que hacer. Ni ahora ni después. No hubo atención para ella; el pueblo estaba en siesta. Lo que había pasado, lo que había vivido y llorado eran cosas solamente suyas. Cosas que morirían con ella, en cualquier momento. Clavó la vista en sus zapatos y se fue. La tragó una soledad inmensa. Soledad de casas chicas y egoísmos grandes.
Y el manicomio quedó atrás, tan gris como la tarde.
Antonio Pippo, nació en Buenos Aires, pero no dudamos que se considera oriundo de San José de Mayo, pese a vivir desde hace varias décadas en Montevideo. Es periodista, escritor, investigador del lenguaje del tango, narrador oral en lunfardo. Trabajó en televisión, prensa y radio. Es columnista de los semanarios Búsqueda y Voces. Es autor de, entre otros libros, El quilombo y otros cuentos de otoño, Obdulio con alma y vida o Jazmín de noviembre. Es autor y recitador en los espectáculos poético-musicales Bien polenta y Tango íntimo. Este cuento, reescrito de forma parcial, especialmente para Delicatessen.uy, fue inicialmente publicado por el autor en el libro El quilombo y otros cuentos de otoño