Salvo contadas excepciones, soy poco o nada adepta al universo reality show. Parcialmente se debe al frecuente desequilibrio latente entre lo que pensamos de nosotros mismos y por extensión de nuestros «talentos», y la magnitud y magnificencia real de tales virtudes. Los universos que separan lo que somos de lo que nos gustaría ser y lo que creemos ser. De la mano, ese ansia por la exposición y el reconocimiento. En no pocos casos, por sí solo y sin más, sin poso de pienso.
Me desconcierta la transformación actitudinal de personas que pasan del anonimato a la popularidad tras participar en un programa de estas características, donde se pasa de cero a cien en un lapso muy breve de tiempo, recortando severamente el curso natural que conlleva la consolidación de una carrera profesional. Obviamente, no se trata de una regla universal ni matemática, sino de algo que ocurre y vemos con frecuencia.
No obstante, debo reconocer, que dicha exposición televisiva sirve de plataforma para talentos ocultos que por las particularidades del entorno, permanecerían en las sombras de no ser por estas oportunidades.
Recientemente vi un extracto breve de uno de esos castings, un vídeo-recorte que me persigue y no me suelta. No puedo dejar de verlo, una y otra vez. No me cansa, no me agota. Me estremece y me emociona del mismo modo cada vez que le doy al play. Una dulce e inocente niña de doce años, menuda y chiquita en mitad del enorme escenario de un teatro repleto. Sola ante la multitud, armada únicamente con un pequeño ukelele. Una gota en la inmensidad.
Es imposible esperar la voz queda y deliciosa que brota naturalmente de ese cuerpo diminuto e infantil que de pronto ocupa todo el escenario y cobra una magnitud insospechada. Suena a lo mejor de la música indie. Intento recordar cuándo fue que tuve la misma sensación de asombro e incredulidad. Buceo en la memoria y lo encuentro. Fue la primera vez que escuché a Amy Winehouse. Tampoco entonces podía creer cómo ese torrente de voz salía de un cuerpo tan menudo.
Cuando la actuación finaliza, uno de los miembros del jurado sube al escenario y le da un abrazo y es entonces cuando la niña, emocionada, vuelve a ser una niña, menuda y pequeña, frágil. Recobra su magnitud terrenal. Me invade el miedo. Un miedo frío y amenazante. El peso de la fama en la delicada adolescencia y la historia repetida de jóvenes talentos que pierden su rumbo a fuerza de popularidad. Una oleada de placidez me reconforta al recordar el gesto y postura de la familia, mientras la joven canta. El marido tras su esposa, reposando sus manos sobre los hombros de ella. La hermana, tiernamente emocionada. Un retrato de estructura familiar sólida.
La joven Grace VanderWaal ganó la edición del programa el pasado año. Firmó un contrato con Columbia Records y sacó su primer EP, Perfectly Imperfect en diciembre de 2016. En el transcurso de la grabación de su primer álbum durante el presente año, ganó el Radio Disney Music Award for Best New Artist. Todos los elementos están dados para que la joven Grace tenga una radiante y productiva carrera musical. Esperemos que en ese salto de cero a cien, la brújula siga marcando el norte y no pierda del todo esa deliciosa inocencia que nos cautivó cuando pasó de gota de agua a inmenso océano, cantando la deleitable canción de su autoría «I don’t know my name«.