El quilombo | Antonio Pippo

Todos habían ido menos él. ¡Ya tenía quince años! Y entre los muchachos de la barra ya se entrecruzaban miradas de desconfianza, de a poco más insistentes, que inevitablemente convergían en su pequeña y desgarbada figura de precoz Quijote fracasado. Es que aquella vieja casa suburbana, algo escondida en un bajo barroso rodeado de transparentes, era el inexorable desafío de la adolescencia pueblerina, de los chiquilines que se preciaran.

Allí tenían lugar todas las iniciaciones, esos ritos quizás victoriosos –jamás se sabía de antemano- impuestos por la tácita ley de la calle. Allí los que por las noches soñaban promiscuidades y leían a escondidas revistas pornográficas canjeaban por mujeres de envejecida experiencia, expertas en el fingimiento, pero ellos ansiosos igual, sus hasta entonces desenfrenadas y subrepticias masturbaciones en los sitios impensados de sus casas.

Sólo el quilombo entregaba el ansiado certificado de hombría.

Miguelito sentía miedo de llegar a ese lugar lleno de plantas estrafalarias, mal iluminado por lamparitas rojas que precipitaban sombras perversas sobre el patrio desprolijo. Temía a esas puertas raídas que jamás había traspasado, alineadas como un silencioso y amenazante ejército a los lados del estrecho corredor. Le horrorizaba pensar, sobre todo, en las putas veteranas, gordas, de culos gigantescos y dientes amarillos, tan desprejuiciadas, tan seguras de sí mismas. Por eso soñaba, de tanto en tanto, con hembras de absurdas polleras cortas, várices impiadosas y tetas enormes que se le venían encima y lo babeaban hasta ahogarlo.

Pesadillas, más que sueños.

En el barrio todos somos iguales, reflexionaba: todos debemos ser iguales. Pero sabía que no era así. Él tenía una materia pendiente. Veía en los otros, compinches de correrías en las adormiladas tardecitas del pueblo, una resolución, una valentía, hasta una serenidad de la que él carecía. Y retornaban los fantasmas. La soledad y el miedo regresando del fondo de la memoria y los breves años. El padre ausente tan pronto que ya no recordaba su cara; la madre protectora, siempre triste, que no sabía qué hacer con aquel adolescente flaco, rebelde, retraído; los tíos bonachones, quedándose siempre en la sugerencia pícara, sin profundizar, como para escapar de alguna confusión de roles o enfrentarse a esa mujer aparentemente frágil que sabía transformarse en una leona.

No, no todos somos iguales. Pero la necesidad es la misma. El código no admite excepciones y la salida es una sola. ¿Cómo explicarse él a los demás, a esa abigarrada cooperativa de muchachos de la calle, para escapar de la distancia que, cada día, harían más castigo para su cobardía?

Miguelito no tenía escape. Sur, paredón y después. Debía afrontar aquel destino escrito y extraer su propio triunfo, aunque fuese pequeño. El cuento a sus pares era lo que tenia más claro: un pene erecto de modo colosal, los gemidos de la puta que le había tocado y hasta la rebaja de la tarifa, “porque ¿saben? ¡le gustó!”.

Una tarde de otoño, cuando caía el sol amarillento detrás de las casas chatas y un vientito suave le sacudía el flequillo, tomó la decisión. Esperó impaciente las primeras sombras; revisó mil veces una arrugada revista con penetraciones impresionantes –pensaba estimularse y tirarla antes de entrar-; dio vueltas en su memoria las fugaces imágenes de la tía Gloria, que siempre se bañaba con la puerta entreabierta, y de la tía Elda, que en verano dormía desnuda y destapada como al descuido. Y le largó.

Durante el camino que lo separaba del crucial desafío, se dijo, mas de una vez, mirando obstinadamente el suelo, que hallaría placeres ignorados y exquisitos. Después, sería el centro de atracción entre sus amigos, aunque la euforia durara lo que un lirio. Lograría aproximarse a la estatura de un hombre –¡macho gritó la partera!- del único modo que, en el pueblo, eso se aceptaba y premiaba sin retaceos. Tal vez por esos pensamientos, se tocaba el pene sin disimulo, estirándolo con brusquedad hasta el dolor, desesperado porque creciera ya y latiera sin freno hasta convertirse en el más grande de todos.

“!Vamos, maricón de mierda, no sea que ahora no puedas!”, se repetía, a cada paso más confuso. Respiraba con agitación, el pecho le estallaba. Y aquella cosa inmunda, amorfa, todavía indiferente, respingada sobre los testículos fríos, estrangulados.

Al fin, ahí estaba. Había estudiando muchas veces el lugar desde la vereda de enfrente con una tranquilidad que ahora le escapaba sin compasión. Ah, ese olor especial, tan familiar para otros, mezcla de calles de tierra humedecida, pastor cercanos y árboles frescos, junto al vaho del alcohol barato que se esparcía libre y sin fronteras y una acidez de sudores que se enseñoreaba con todo. Y esos colores, todos ahijados del gris, imponiéndose como una culpa o una perdición presentida. Pero se no de tuvo en la oscura ochava de la media cuadra, con el sigilo culpable de tantos anocheceres, sino que siguió, caminando inseguro pero más veloz. Desde ojos ajenos se le habría visto imperturbable, como un condenado de muerte que sabe a lo que va, pero también ha admitido, hace muchísimo tiempo, que no hay salida.

Lo recibió una de las luces rojas que se le antojó tenebrosa, las risotadas de los borrachos, la penumbra inquietante del patio, el costado del boliche estrecho, sucio, húmedo. Y las putas patéticas, fofas, pintarrajeadas como momias convocadas a un desmelenado carnaval. Un cortejo sonoro, ordinario, que pareció revivir, enloquecido por la presencia de lo no abundaba y se considerada premio: el muchachito virgen, con seguridad rabioso por ejercitar penetraciones soñadas.

El quilombo se le vino encima.

Dos hombres oscuros y tambaleantes lo empujaron con sus carcajadas. Un gordo untuoso, mirándole con lascivia, le trasladó, apenas posando en él sus ojos enrojecidos y redondos, una propuesta inconfundible. La música, vulgar, chirriante, atronaba el sitio asordinando el golpear de los vasos, las sillas arrastradas, el roce promiscuo de ropas y cuerpos transpirados. Ya pisaba las baldosas cuarteadas que conducían a las piezas, temblado en la oscuridad apenas enrojecido por el odiado farol, cuando apareció una vieja grande, teñida, dominante, blandiendo sobre él una sonrisa sesgada y unos pechos blancos que habían ganado su diaria batalla contra el corpiño. Lo tomó de la mano y Miguelito sintió, por un momento, algo solícito, maternal, en medio del escenario desaforado: “Mama”, pensó. No era, claro.

Ella le hablaba con impostada voz melosa, mientras le acariciaba la cabeza y lo empujaba al abismo. Raro, pero se fue calmando, despacio, muy despacio, como el asmático que recibe, cuando ya desespera, la milagrosa nebulización. Entonces la vieja abrió la puerta y lo hizo entrar a la pieza en silencio: una ventana cerrada, dos sillas, un latón con agua jabonosa y una cama turca con mesita de luz de otro juego; un toallero, un gancho a punto de caerse para colgar la ropa y… ella, presidiéndolo todo, ella. De golpe la vio blanda, obesa y desnuda, con su tetas y culo desproporcionados, aguardando juguetona y sonriente, abriendo sus muslos llenos de estrías. Margarita, se llamaba. ¿Por qué todas las primeras putas se han de llamar Margarita, como si las hubiese bautizado Gardel? ¿Por qué no pueden llamarse Analía, Emilia o Eleonora? ¿Por qué no puede ser delgadas, felinas, morochas de ojos verdes, limpias, tersas, sugerentes?

En fin. Ella hizo todo. Lo denudó, lo acarició, le untó los testículos pequeños y duros con una lengua áspera, experimentada. Al final, lo colocó entre sus montañosas nalgas y se le echó encima, gimiendo y retorciendo los ojos; era una pobre comediante, pero conocía el oficio. Ahogado, sudando, aterrorizado, Miguelito se sintió comprimido bajo cien quilos de carne lechosa, muy profesional, eso sí, percibiendo, cual jirón de una pesadilla, que estaba siendo finalmente poseído.

-¿Vamos, amorcito, vamos! ¿Por qué no se te para? Dale, dale de una vez, cosita linda…

Él sufría, envarado, dolorosas contracciones; todo tenía duro, menos el pene. ¡Justo, primer premio! Pero Margarita no sabía de renuncias. No era ése su negocio. ¡Y tenía tantas virginidades rotas en su haber! Lo trabajó, lo trabajó, hasta que de aquel miembro fláccido salió el líquido blancuzco y pegajoso de su hombría, que se esparció por la sábana impresentable. Fue una eyaculación, sin erecciones monumentales, sin epopeyas soñadas, lisa y llana. El sello puesto a desgano sobre un expediente que había demorado más de lo previsto. Una maestra, Margarita. Todo parecía posible. Dios mío. Bueno, al fin y al cabo era una profesional.

-¡Apurate, que no tengo todo el día! –le gritó al observarlo quieto, mirando el cielorraso marrón. Su voz y su actitud habían cambiado; ahora se mostraba enérgica, seca, apurada.

Sin lavarse y mientras se vestía con torpeza, Miguelito se sintió mirado socarronamente por la puta gorda y blanca, más fofa e imponente que nunca. “Dame cien pesos”, le espetó enseguida. “No te preocupes, a todos les pasa la primera vez. La próxima te va a salir mejor”. No fue un consuelo.

¡Qué vergüenza!, pensó él. Y salió corriendo. No paró hasta su casa, se acostó vestido, apenas sin los zapatos. Las primeras horas del día lo sorprendiendo boca arriba, los ojos bien abiertos, molido, pensando y pensando. Toda la mañana anduvo huidizo, preocupando a la madre; apenas si desayunó, siguiendo con cansancio el mate cotidiano. A las doce, antes de almorzar, se bañó, se cambió de ropa –el largo de pana, la camisa a cuadritos y la campera de cuero- y caminó con rapidez hasta la plazoleta del barrio. Ahí estaba todos, reunidos en pleno.

-¡Che, te estuvimos buscando anoche! ¿La vieja no te dejó salir, maricón?

Sonriente, Miguelito los miró. Por suerte, ahora le funcionaba bien. Había planificado todo. Hizo una pausa, como el potrero, cuando el partido se ponía demasiado caliente, y disfrutó el signo de interrogación dibujado en los ojos de sus amigos. Después vendrían las preguntas, los detalles, las comparaciones. Pero estaba preparado. Total, ir, lo que de dice ir, había ido. Lo demás era cosa de cómo contarlo. Ya lo había dicho Margarita: tendría otra oportunidad. Se metió las manos en los bolsillos, levantó el mentón desafiante. Le brillaba el rostro añinado.

-Fui al quilombo, giles –dijo, triunfal.

 

Antonio Pippo, nació en Buenos Aires, pero no dudamos que se considera oriundo de San José de Mayo, pese a vivir desde hace varias décadas en Montevideo. Es periodista, escritor, investigador del lenguaje del tango, narrador oral en lunfardo. Trabajó en televisión, prensa y radio. Es columnista del semanario Búsqueda. Es autor de, entre otros libros, El quilombo y otros cuentos de otoño, Obdulio con alma y vida o Jazmín de noviembre. Es autor y recitador en los espectáculos poético-musicales Bien polenta y Tango íntimo. Este cuento, reescrito de forma parcial, especialmente para Delicatessen.uy, fue inicialmente publicado por el autor en el libro El quilombo y los cuentos del otoño, en noviembre de 1993.

Ilustraciones: «Minas» de Hermenegildo Sábat.
Foto del autor: Armando Olveira Ramos