Encuentros y desencuentros: navegar es necesario | Jorge Miguel

Hace algunos años me fue dado viajar a Suecia. Luego de la primera noche de hotel en una hermosa y antigua ciudad del sur, Lund, salí a dar una breve caminata por las cercanías. Sin rumbo ni idea, descubriendo todo a cada instante, llegaba a cualquier esquina y me daba igual seguir o cambiar de calle o dar la vuelta. Todo era nuevo, extraño y fascinante: la gente, el diseño de las calles, la arquitectura, los colores, los sonidos y los escaparates, todo, absolutamente todo. De pronto me parece oír que alguien menciona mi apellido materno. Lo atribuyo a mi estado de confusión y asombro, y continúo con mi deriva. Al cabo de unos instantes, ya muy cerca de mí, nuevamente suena mi apellido materno. Hacía ya mucho tiempo que nadie se dirigía a mí por mi apellido materno, incomprensible hábito instalado por las maestras que tuve en la escuela Nº 1 de Melo. Me detuve y miré al origen de la voz que me llamaba: allí estaba Adrián, compañero de escuela y de banco durante seis de mis primeros años, a quien no veía y de quien nada sabía desde hacía más de veinte años.

Salgo a medianoche de Santa Rosa del Cuareim con destino a Montevideo y me duermo casi de inmediato. Al amanecer, ya en la terminal Tres Cruces, despierto y despierta la dama que ha viajado a mi lado durante las últimas cinco o seis horas y nos vemos. Hacía unos diez años que no nos veíamos, luego de una crispada y dolorosa separación al cabo de una década de convivencia. Hola y adiós.

No hace mucho, instalándome en el asiento del avión donde transcurrirían mis siguientes diez o doce horas, vuelo de Auckland a Santiago, siendo uno más entre unos trescientos pasajeros, un señor se sienta a mi lado, me mira y me pregunta si yo era yo. Y era. Encontrarse con alguien conocido en un contexto inesperado puede ser muy grato si el encuentro es breve y fugaz, quizás hasta se pueda disfrutar de un rato de conversación y cerveza, pero puede ser exasperante hasta intensidades inimaginables si se extiende durante horas y volando sobre el océano Pacífico.

Ciudad de Pelotas, Brasil, Feria del Libro en la plaza frente al Grande Hotel. Deambulamos por allí con un amigo, mirando y hablando de todo un poco, del mundo, de lo ancho y pequeño que es, lo ajeno y lo propio que es, y resulta inevitable mencionar a Ciro Alegría. Mi ejemplar de “El mundo es ancho y ajeno” se había perdido hacía ya algún tiempo, en el azaroso y mágico trajín de préstamos a estudiantes o colegas o quién sabe a quién ni cómo ni dónde. Caminamos sin rumbo fijo, sin otro propósito que el de caminar por allí sin rumbo fijo. Nos detenemos a mirar algún libro, alguna revista, artesanías. De pronto me da por desviarme y cruzo al puesto de enfrente, un puesto de usados, con la rara sensación de saber a dónde iba y a qué, pero sin saberlo. Mis manos se dirigieron a una caja de ofertas y tomaron uno de los libros: “El mundo es ancho y ajeno” y, en la primera página, mi firma y la fecha y el lugar donde lo había comprado muchos años atrás, en la feria de Tristán Narvaja. Volví a comprarlo y me propuse no separarme nunca más de él; poco tiempo después ya no estaba en mi biblioteca. No sé quién se lo llevó o a quién se lo presté y no importa: debo respetar su decisión. Es un ejemplar con vida propia y no soporta el encierro.

Hace un par de años, luego de una alucinante lectura del poema “Límites” de Borges, me dio por regalar casi toda mi biblioteca. Cajas con libros viajaron a distintos lugares del país con los nombres de entrañables amistades que coseché en mi ya extenso recorrido por numerosas y variadas aulas del país. Todos muy felices y contentos; pero muchos de esos libros, por inverosímiles e incomprensibles circunstancias, han regresado a mis anaqueles.

El gran poeta melense Julio César Guerra, desconocido en el resto del país y reconocido en el resto del planeta, recientemente fallecido, vivió algún tiempo en Rosario, Argentina. Nos habíamos encontrado alguna vez en Treinta y Tres; en otra oportunidad lo llevé a Bagé, allí nos peleamos y regresé a Melo sin él y sin rencores (cuando volvimos a encontrarnos nos reímos muchísimo del episodio, episodio que le reportó una grata estadía de dos o tres meses en Río Grande do Sul); en otro encuentro casual compartimos unas cervezas en Tres Cruces y la última vez que lo vi fue en Melo, a fines de los 90. Muchas veces fui a su casa a verlo, pero nunca lo encontraba; y muchas veces venía a la mía, en las distintas ciudades donde he vivido, y nunca me encontraba. No hace mucho viajé a Rosario y fui a la dirección que me había dado para que lo visitara; pero había venido a Uruguay y en el momento en que yo estaba frente a su casa, en Rosario, él tocaba el timbre en la mía, en Florida. Después, comentando por teléfono este episodio, decidimos aceptar que estábamos destinados a ser protagonistas de un incesante encuentro de desencuentros. Y que no somos dueños de encontrarnos ni de desencontrarnos: sólo somos dueños de la siempre poética decisión de navegar.

 

Jorge Miguel GK Profesor de Literatura egresado del IPA. Inició su carrera en liceos de Melo y Treinta y Tres; afectado en exclusividad a la formación de docentes para Educación Media. Integra el equipo fundador del CeRP del Litoral (Centro Regional de Profesores de Salto), como titular de Literatura Española, Iberoamericana y Teoría Literaria.

Fotos: Lund www.lundcity.se y Prof. Guerra diariouruguay.com.uy