Isla Negra | Mariana Sosa Azapian

Puede sonar a nombre siniestro, pero en Isla Negra, el poeta chileno Pablo Neruda tenía una casa, que sólo un poeta puede construir, mirando al cristalino Pacífico, como un verdadero almirante del mar y de la tierra, llena de belleza y misterio poético. Como mala cronista de viajes, seré mejor narradora o poeta, si se quiere.

Hace diecinueve años emprendíamos un vuelo a la capital de Chile. Conocí el viejo aeropuerto por primera vez; quiero decir, ya había ido en alguna ocasión a despedir al tío que vive en Grecia, con pañuelo al viento y todo, pero nada más.

Me subía por primera vez a un avión, con la adrenalina amarga de tener que cruzar los Andes, ese dolor que lleva cualquier uruguayo que vaya a cruzar la cordillera, como un anzuelo clavado en la carne y alma.

Seré sincera: de Santiago me acuerdo muy poco. Sólo su cosmopolitismo, sus mañanas grises, la cordillera como telón de fondo, su enormidad bajo mis pies de catorce años. Con rebeldía a cuestas, no me dejaba convencer por nada, bastante molesta de tener que hacer los paseos, mirar por mirar, sin saber lo que me esperaba en unos días. Sin saberlo iba a Isla Negra. Supongo que conocer la casa del gran poeta fue una premonición hacia mi futuro como docente de literatura o mejor, hacia un futuro más cercano a ese, el leer “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” y enamorarme para siempre de las letras.

De nuevo la sinceridad: no me acuerdo cómo llegamos a la Isla, cual Odiseo desmemoriado, o mejor, un Gulliver cualquiera, y como si de repente me hubiera despertado en tierra firme, me encuentro con una casa cuyos ventanales enormes, dejaban ver el interior desde ese “afuera”, ese paisaje sublime. Lo cierto es que me impactó el entorno: la llovizna y la niebla mezclada, daba un cuadro pintado por algún impresionista, donde el color blanquecino se mezclaba con el azul y gélido Pacífico.

Entramos a la casa con una guía turística. Era tal cual Neruda. Las casas, supongo, son una especie de estampa metafórica de nuestra persona. Todos los detalles estaban cuidados, pese a ser un espacio que el poeta había recargado con muchos objetos. Mas no estaban desordenados, todos y cada uno tenían un cometido y un sentido final.

Jarrones marrones puestos en fila, miraban hacia una ventana en donde se divisaba la tierra. El cimiento de la casa. El arraigo. Los azules miraban al Océano Pacífico, buscando ese orden natural entre objeto, arte y naturaleza. Esta disposición, si mal no recuerdo, estaba en el comedor de la casa.

Otro cuarto que me fascinó y del cual hasta ahora, me sostiene en estado de nostalgia permanente, era uno en el cual se había dispuesto un mascarón de proa. Casi todas las habitaciones los tenían. El recuerdo del mar en la tierra parecía una fusión necesaria para poder vivir en esa armonía que emanaba la casa-museo; el mar omnipresente, inundaba la firme tierra.

Pero había uno en particular, uno que al escritor le gustaba más que los otros, de madera castaña, con rostro femenino y ojos tristes. Su rostro siempre estaba mirando hacia el inmenso rey, la azulada lámina que transportaba tantos barcos e historias. En determinados días, caían de sus ojos nostálgicos, lágrimas. La guía turística nos explicó dos motivos: la humedad o la que prefería el poeta: ella extrañaba el mar.

Me quedé mirándola un buen rato. En efecto, el poeta tenía razón a mi entender: su rostro mostraba una felicidad arrebatada. Hasta el día de hoy, pienso que la verdad del poeta supera las leyes de la naturaleza. Me quedé para siempre con la versión del eximio escritor.

Un año después comencé la travesía de leerlo. Lo demás, es historia.

 

*Mariana Sosa Azapian, nacida en Montevideo, es profesora de literatura.

Foto: www.tripchile.cl