Papá insistía en llevarme a pescar.
Cada año pasábamos enero en la casa de la playa. Y cada mañana, y a veces de mañana y de tarde, tenía que acarrear la caña y el tarro plástico de pintura (sin pintura, claro) que componían mis arreos de pesca. Anzuelos, plomadas, carnada y demás iban en una desvencijada caja de herramientas plástica, que llevaba papá. Los días en que llovía estaba exento del servicio pesquero, pero eso no impedía largas conversaciones acerca del mar revuelto, la dirección del viento y la posible presencia de bancos de corvinas.
A veces mis tíos (hermana de mamá y su esposo) venían a compartir el veraneo. Ahí éramos tres los que salíamos con las cañas. En el auto iban papá y mi tío sentados adelante, hablando de reels canadienses y del día en que picaban tanto que un tipo al lado de ellos se había quedado sin carnada, y había terminado sacando una corvina así de este tamaño encarnando con un pedazo de queso. Yo iba sentado atrás mirando pasar la gente que iba rumbo a la playa sin cañas y sin tarros vacíos de pintura.
Había días en que los que papá se levantaba de madrugada, incluso antes de que saliera el tempranero sol de enero, y salía a recorrer pesqueros en busca de noticias frescas. Volvía antes de que mamá y yo nos hubiéramos levantado, incluso si estaba el tío volvía antes de que él se hubiera levantado, con el dato preciso de a dónde había que ir a tirar. Si estaba el tío, le hacía minuciosas y técnicas descripciones de su recorrida, con número de pescadores, color del agua, tipo de pique y cosas así. Si estaba yo, se limitaba a anunciarme que íbamos a tal o cual lado, y a retirar su larguísima caña del soporte donde la había depositado la noche anterior, luego de repasar prolijamente todos sus elementos. La mía colgaba debajo de la suya, y era casi un metro más corta. La de mi tío, cuando estaba, compartía mi soporte y era igual de larga que la de papá, pero tenía un reel más sofisticado que sólo el tío parecía dominar bien, aunque a veces erraba los tiros. Desayunábamos las tostadas que mamá hacía ya con la malla de baño puesta, y nos íbamos cuando el resto de los veraneantes (salvo los otros pescadores) todavía estaban por levantarse para ver si era un lindo día de playa o un no tan lindo día de playa. Si estaban los tíos, mamá y su hermana se iban a la playa y volvían antes que nosotros, para preparar el almuerzo. Si estábamos solos, no tengo idea de en qué ocupaba mamá sus mañanas de verano.
Papá y mi tío conocían todos los pesqueros en diez kilómetros de costa, incluso alguno más lejano. Los conocían por nombres que sólo ellos y los otros pescadores habituales usaban, nombres que hacían referencia a cosas desaparecidas treinta o cuarenta años antes, a sucesos olvidados o a gente muerta hacía décadas. Estaba la playita del Francés, aunque nadie sabía quién había sido aquél francés. O Atrás de Waikikí, por un parador que funcionara como discoteca en los años setenta, y que ahora era un semiderruido montón de ladrillos blanquecinos con restos resecos de paja de quinchado encima. O Cuatro Bocas, una franja estrecha de arena entre dos salientes de roca que vaya a saber de dónde sacó su nombre.
Desde que tuve memoria esos eran mis veranos, por lo menos durante enero. Madrugar, ir al pesquero correspondiente, tirar, esperar, recoger, volver. Siesta de tarde, playa o nuevamente pesca si el pique lo ameritaba, escuchar largas explicaciones que le daba mi papá a mi mamá, mi papá a mi tío o ambos a sus esposas, sobre arcanos de la pesca, tamaño de las piezas, equipos que habían visto en manos de otros, habilidades de lanzamiento de conocidos y desconocidos. A dormir temprano, porque al otro día seguramente el viento cambiaba y los piques grandes se acercaban a la orilla. Mi verano se dividía en burriquetas que se regalaban a los lugareños que pescaban para complementar su dieta y no por diversión, y corvinas que si tenían el tamaño adecuado se hacían a las brasas la misma noche del día en que abandonaban el agua para siempre. A mi mamá no le gustaba el pescado y esas noches, no tan frecuentes como podría creerse, cenaba restos del almuerzo. Comprar pescado, aunque a los otros tres adultos les apasionaba comerlo, estaba prohibido. Un nefasto verano no hubo piques en todo enero, y en mi casa no se consumió ningún producto del mar. Mi papá incluso salió a pescar solo el mismo día en que nos íbamos, en plena madrugada, mucho antes de la salida del sol (no consiguió despertarme), pero no logró capturar ni una miserable burriqueta que freír en el último almuerzo en el balneario.
Una vez fuimos mi papá y yo a pescar a la Punta del Canal, un brazo de arena junto a la desembocadura del arroyo. El nombre, era fácil deducirlo, venía por un ancho canal excavado en el fondo del mar por la corriente de la misma desembocadura, que comenzaba a unos quince o veinte metros de la orilla, hacía una curva a la izquierda y corría paralelo a la playa. En ese canal había buena pesca si el tiempo había estado tormentoso.
Mis tíos ya se habían vuelto a Montevideo, en realidad eran los últimos días de enero. La pesca ese año había sido buena, y las noches de corvina a las brasas y de sobras del almuerzo para mamá habían sido más frecuentes que lo habitual. Papá estaba satisfecho, y por eso esta mañana en particular prefirió ir a la casi desierta Punta del Canal en lugar de ir atrás de Waikikí o a la lomita del puente, donde los pescadores experimentados hacían su mejor esfuerzo y obtenían los mejores premios. En casa ya se había comido suficiente pescado ese enero, y papá prefirió la calma y la soledad a un pique seguro. Como me dijo cuando salíamos, hoy vamos a despuntar el vicio nomás.
Y esa mañana en la Punta del Canal estábamos solos. No era un lugar frecuentado por bañistas, no había olas que incitaran a los que hacían surf y ni siquiera había casas cerca desde las que veraneantes con pereza se desplazaran a la franja de arena más próxima para tomar sol, en vez de ir a las playas donde se apiñaba todo el mundo. Cuando llegamos nuestro ritual se dio con la precisión habitual, llevado a cabo por dos actores con años de experiencia en repetir los mismos gestos. Las cañas se bajan de la baca del auto, nos encaminamos a la orilla, papá otea el viento, soltamos los sedales, revisamos los nudos de anzuelo y plomada, encarnamos, echamos un poco de agua de mar en los respectivos tarros de pintura vacíos, yo tiro primero, papá dice pero no muchacho, mi anzuelo cae más o menos cerca de donde se supone que debía caer, papá toma impulso, tira, su anzuelo cae exactamente donde debe caer, esperamos.
Papá no habla conmigo mientras pesca. Si está mi tío, hablan interminablemente sobre lo mismo de siempre, o sea más pesca. Cuando está conmigo, lo que es la mayoría de las veces porque los tíos no vienen siempre o vienen diez días a lo sumo, pescamos en silencio. Yo me dedico a mirar adormilado las pequeñas olas que rompen en la playa, las nubes que desfilan por el cielo o los cangrejitos que corretean por la arena húmeda, si los hay. Papá no sé a qué se dedica, silencioso sosteniendo su caña.
Esa mañana estábamos solos, hasta que por nuestra derecha llegó un buceador. De reojo lo vimos prepararse, ajustarse el snorkel, ponerse las patas de rana y meterse al agua con pasos zangoloteantes. No puede ser, mirá a este hijo de puta, rezongó papá entre dientes, seguro que espanta todo el pique. Dijo eso a pesar de que el pique hasta ese momento era inexistente, y los tarros de pintura seguían conteniendo sólo su fondo de agua salada.
El buceador caminó un trecho antes de tener la profundidad suficiente para sumergirse, ya bien adentrado en el canal. Desapareció como tirándose hacia la derecha, en dirección al arroyo, para alivio momentáneo de papá. Lo vimos chapotear en aguas superficiales unos momentos antes de ponerse de pie nuevamente. Qué idiota, dijo papá, no sabe que del lado del arroyo es llanito. Este debe ser porteño.
El buceador siguió chapoteando, hasta que se decidió a dirigirse a la izquierda, en busca de mejores profundidades. No te puedo creer, dijo papá. Contempló al buceador hundiéndose y apareciendo, hundiéndose y apareciendo, hasta llegar a unos cinco metros de donde estaban nuestras líneas, que era el punto más profundo del canal que podía alcanzarse tirando con cañas como las nuestras. Ahí, el buceador desapareció. Qué irá a hacer este tarado, dijo papá, tenso.
Yo estaba a la izquierda de papá, más alejado de donde se había sumergido el buceador. Papá resoplaba y se removía inquieto, siguiendo las nuevas apariciones del tipo. De pronto, sintió temblar la caña. Esperó sin recoger, atento a nuevas sacudidas. La caña se movió de nuevo, pero demasiado fuerte. No era un pescado. No te puedo creer, dijo papá, este idiota me tocó la línea.
Como respuesta a sus palabras, a lo lejos asomó el buceador, moviendo la mano derecha en el aire como pidiendo perdón. No te dije, rezongó papá, sin contestar al saludo. Al ver que sus pedidos de disculpas no eran respondidos, el buceador se sumergió de nuevo. Ni la caña de papá ni la mía volvieron a moverse, pero papá seguía furioso. Al rato dijo a ver qué me hizo este, y comenzó a recoger.
Destrabó y accionó el reel, pero la línea no se movió. Estaba visto, qué hijo de puta, dijo papá, me trabó la línea. Luchó y luchó con el reel, pero no consiguió moverla en lo más mínimo. Por fin no tuvo más remedio que cortar la tanza y perder su plomada y su anzuelo, tan primorosamente armados. Qué hijo de puta, resopló de nuevo, dirigiéndose al mar. Contempló mi caña y contempló el lugar por donde se había sumergido por última vez el buceador. Decí que con la tuya no llego, dijo, si no le tiraba sin encarnar a ese hijo de puta, así lo enganchaba en el anzuelo. Seguro que es porteño, por lo idiota.
Miró un rato más el mar, donde el buceador seguía chapoteando, a veces más cerca, a veces más lejos. Por fin tomó una decisión. Juntá antes de que este tarado te enganche tu línea también, me dijo. Después tomó su tarro de pintura, lo vació de agua y fue caminando hasta cerca de donde el buceador dejara sus pertenencias. Dio vuelta el tarro en la arena y se sentó, usándolo como banquito. Yo recogí, tiré mi agua y fui hasta donde él estaba. Andá guardando las cañas, me dijo.
El auto estaba a menos de veinte metros de nosotros. Até mi caña y la suya en la baca, guardé mi tarro de pintura en el maletero y, sin saber bien qué hacer, me quedé esperando. Papá estaba callado e inmóvil, sentado sobre el tarro. Ya lo había visto enojado antes, pero nunca así de tenso.
Al rato el buceador se cansó de hacer lo que estuviera haciendo en el fondo barroso, y salió. Se sacó el snorkel y los lentes, y vio a la distancia a papá sentado junto a sus cosas. Saludó con la mano y se encaminó a la orilla. Papá no se movió.
El buceador llegó hasta donde estaba papá, caminando despacio por tener aún puestas las patas de rana. Llegó hablando amistosamente, pidiendo disculpas. Perdón, me di cuenta de que le toqué la línea, dijo, pero es que estaba todo oscuro hoy, revuelto como la gran siete…
Papá lo escuchó sin decir nada, y no se movió hasta que llegó casi a su lado. Ahí se puso de pie y lo encaró, frío y enojado. El buceador era más bajo que papá, pero mucho más ancho de hombros.
Papá levantó con lentitud la mano y apuntó al pecho del otro con dos dedos. El buceador estaba tranquilo, sonriente, sin mostrar preocupación. Papá respiró profundo, abrió la boca para decir algo y vaciló. Fue un segundo, menos, una décima de segundo, pero existió. El buceador se limitaba a sonreír, sacudiendo un dedo dentro de su oreja izquierda. Por fin, papá dijo algo.
¿Sos porteño?, le preguntó bruscamente. El buceador se sorprendió, y el dedo dejó de moverse dentro de la oreja. No, dijo, soy de Montevideo.
Papá bajó la mano, no tan lentamente como la había subido. Movió la cabeza apenas con desaprobación. Qué lamentable lo tuyo, dijo con un tono de desprecio tan falso como la cara de susto que el otro pondría en el detallado relato que más tarde le haría a mamá del incidente. Se dio vuelta, alejándose del buceador. Este no había perdido su sonrisa, y lo contempló plácidamente, ahora escarbándose la oreja derecha. Papá llegó al auto y metió su tarro de pintura, con el borde sucio de arena, en el maletero. Normalmente nunca hubiera hecho eso sin sacudir y limpiar cuidadosamente el tacho.
Cerró la tapa del cofre, y controló que las cañas estuvieran correctamente atadas en la baca. Mientras hacía todo eso hablaba, pero yo no lo escuchaba. Miraba al buceador, que siempre sonriente se secaba el pelo con un toallón viejo y apilaba sus arreos en la arena.
Por fin me di cuenta de que papá me hablaba a mí. Mañana temprano vamos a lo del Francés, decía, ahí no hay pelotudos molestando y seguro que esta noche el viento cambia y se pica bien. Eso sí, tenemos que ir temprano porque si no nos sacan los mejores lugares.
Miré de nuevo al buceador, miré a papá, me miré a mi mismo y noté que ya tenía catorce años. Miré la caña de papá, rabiosamente anaranjada, miré mi caña, roja y negra, odié con toda mi alma esos largos tubos de fibra de vidrio que jamás me habían dado ni un solo momento de placer.
Mañana no vengo, dije, y papá se sorprendió.
Nunca más fui a pescar con el viejo.
Gabriel Sosa (Montevideo, 1966) es escritor, editor y periodista. Fue crítico de cine de la revista Posdata, redactor del suplemento Qué Pasa del diario El País, y colaborador durante una década de El País Cultural. También colaboró, con mayor o menor profusión, en infinidad de otros medios escritos. Publicó los libros de relatos Orientales Excéntricos (Cauce, Montevideo, 2001) y Qué difícil es ser de izquierda en estos días (Planeta, Montevideo, 2004), y las novelas El doble Berni (Aquilina, Buenos Aires, 2008), Los muertos de la arena (Aquilina, Buenos Aires, 2011, ambas en colaboración con Elvio Gandolfo), y más recientemente Las niñas de Santa Clara (Aquilina, Buenos Aires, 2016). Es editor responsable del sello Irrupciones.