Literatura entre copas | Jaime Clara

Hay potentes estereotipos que trascienden el tiempo y el espacio. Es difícil apartar las imágenes cuando desde lo más profundo de la historia se repite una imagen o una asociación. Muchos de esos «mandatos históricos» están muy bien fundados en ciertos hábitos y costumbres. Una de ellas es la que vincula a la creación artística, literaria, por ejemplo, con el alcohol. Las bebidas espirituosas siempre han seducido a los creadores y muchos de ellos han hecho un culto de la bebida en su obra.

Serían innumerables los ejemplos a citar en esta columna, pero vaya como aperitivo -nunca mejor aplicado el concepto- para futuros artículos sobre el punto.

Por ejemplo, para el poeta Charles Bukoswki, la bebida siempre estuvo omnipresente en su vida, y en su vida literaria. Fue claro y contundente al decir que «beber es algo emocional. Te sacude frente a la estandarización de la vida de todos los días, te lleva fuera de eso que es lo mismo siempre. Tira de tu cuerpo y de tu mente y los arroja contra la pared. Tengo la impresión de que beber es una forma del suicido en la que se te permite regresar a la vida y comenzar de nuevo al día siguiente. Es como matarte a ti mismo y después renacer. Creo que he vivido diez o quince mil vidas ahora.» O cuando también, en una suerte de yin y yan, veía lo mejor y lo peor en la bebida. «Ese es el problema de bebe, pensaba, mientras me servía un trago. Si algo malo pasa, bebes para intentar olvidar; si algo bueno, bebes para celebrar; y si nada pasa, bebes para que hacer que algo pase.»

El portugués Fernando Pessoa murió a fines de noviembre de 1935. Según sus biógrafos, el último poema que escribió, está fechado once días antes de su muerte. Pessoa tenía 47 años y el alcoholismo le había provocado, entre otros padecimientos, principios de cirrosis. En aquel poema, que se supone fue escrito en algún bar de Lisboa, escribió

Hay peores enfermedades que las enfermedades,
Hay dolores que no duelen, ni en el alma,
Pero que son más dolorosos que los otros.

Hay soñadas angustias más reales
Que las que la vida nos trae, hay sensaciones
Sentidas sólo con imaginarlas
Que son más nuestras que la propia vida.
Hay tanta cosa que sin existir,
Existe, existe, demoradamente
Y demoradamente es nuestra y nosotros…

Por sobre el verde turbio del amplio río
Los circunflejos blancos de las gaviotas…
Por sobre el alma el bosquejar inútil

De lo que no fue, ni puede ser, y es todo.

Dame más vino, porque la vida es nada.

La palabra whisky, en gaélico quiere decir agua de vida (Uisge Beatha). Sus orígenes se remontan a algún tiempo anterior al descubrimiento de América. Hay documentos que indican que en Escocia, en 1494, el fraile Juan Cor logró producir unos mil litros de la bebida, que era considerada un antídoto contra las penas. Con el paso del tiempo, también se lo consideró como un revitalizante con propiedades que permitían reanimar a quien lo bebiera, por lo que se transformó en sinónimo de alegría.

El escritor chileno Jorge Edwards, tiene un formidable trabajo que se llama El whisky de los poetas. Allí recuerda, por ejemplo, que «Ruben Braga pertenecía a la primera generación literaria brasileña consumidora de whisky: la de Vinicus de Moraes, Paulo Mendes Campos, Fernando Sabino y muchos otros. Después tuve la oportunidad de conocerlos en su verdadera salsa: en los cafés de Ipanema, en los bares de Copacabana, en el Sacha, «boite» que llegó a ser legendaria y que fue destruida por un incendio. Rubem escribió una crónica de tono bíblico, «¡Ay de ti, Copacabana!», y provocó emociones y gestos de arrepentimiento colectivo. En esos años, sin embargo, nadie se arrepentía de verdad. Bebíamos todo el whisky que podíamos con la mayor desvergüenza y en un estado de salud envidiable. Rubem Braga, Vinicius de Moraes, Neruda, eran aficionados a la tradición de calidad: Johnny Walker etiqueta negra. A Neruda también le gustaba el Buchanan de Luxe, que es el producto envejecido de la marca Black & White. Roberto Matta, el pintor, que también se preciaba de ser conocedor en la materia, era aficionado, si no recuerdo mal, a los llamados ´whiskies pálidos’, pale whiskies, no menos alcohólicos que los de color más oscuro. El más popular de estos pale whiskies es el JB, que a Matta le gustaba beber en su versión de doce o de quince años de antigüedad. Añadiré, porque nunca faltan los mal pensados, que Neruda y el Matta de esos tiempos eran bebedores fuertes, pero no eran en absoluto alcohólicos. Se ponían a beber después del trabajo, cuando caía la oscuridad. »

La cruza literatura y alcohol haría interminable una enumeración de creadores brillantes. La gran duda es cuánto incidió el hábito de la bebida a la hora de escribir. ¡Vaya uno a saber! Pero lo cierto es que desde Edgar Allan Poe, hasta Raymond Carver o Juan Carlos Onetti, pasando por Ernest Hemingway, Ian Flemming, William Faulkner, Hunter S. Thompson, Scott Fitzgerald, Truman Capote, Dylan Thomas y Oscar Wilde, entre tantos.

Ayer, 11 de junio, se cumplió un nuevo aniversario del poeta británico Ben Jonson, nacido en 1572. Esta fecha fue la que provocó levantar una copa y escribir esta columna, la primera, de tantas.

Bebe por mí sólo con tus ojos,
y yo brindaré con los míos;
o deja un beso en la copa
y no pediré vino.

 

Foto Vinicius: www.murilocastro.com.br
Foto Bukowski: www.culturainquieta.com
Foto Onetti: www.jotdown.es
Foto Pessoa: dinora-lu.blogspot.com.uy