El problema era el hambre. Y apenas despertó, eso fue lo primero, lo que llenó sus sentidos, reduciéndolos a uno solo, a ese vacío adentro, a esa nada en la que todo él parecía caer y caer.
Detestaba el hambre, eso no hacía falta aclararlo. Era una tortura. De a ratos, se acostumbraba a llevarlo adentro, como una maldición, pero de a ratos, era insoportable y no creía que hubiera algo que no estuviera dispuesto hacer por él, por el hambre, por ese fuego que lo quemaba por dentro. En su nombre, estaba dispuesto a todo.
Entre las ramas, el sol se colaba como fuego. Lo odió con toda su alma también. Le traía un punzante dolor en la cabeza, adentro del cráneo, como si le martillaran estacas hasta atravesar el hueso, el cerebro y luego salir por el otro lado. El sol era también el dolor en la piel, que se tensaba y lo apretaba y parecía derretirse como cera, querer chorrear de él. Eso se sumaba al dolor en los músculos, en las articulaciones. El dolor, como el hambre, en esos momentos, le parecía un sexto sentido.
No había nadie en el bosque, por eso él solía vivir en lugares así. Siempre deambulando, yendo a la deriva. Ocultándose. La gente no siempre estaba preparada para verlo. A veces se miraba a sí mismo en algún cuerpo de agua, algún arroyo o lago o cañada, y lo que veía deformado por los movimientos del líquido le parecía monstruoso. De a ratos. De a otros, no. Él tampoco se atrevía a vivir entre humanos, entre sus olores y sus sonidos. Era insoportable.
Se sentía incapaz de hacer cualquier cosa que los seres humanos normales hacían. No podía ser parte de ellos, de sus pequeñas preocupaciones diarias, de sus ambiciones, de sus venganzas y rencores. No duraría entre los humanos. Aunque pudiera alimentarse y calmar su hambre, no duraría.
La idea lo hizo reír por lo bajo. Su mente estaba caótica, los días se sobreponían unos con otros, los recuerdos se mezclaban con las fantasías, los temores se unían a los deseos, la percepción del futuro se montaba a la del pasado y las dos anulaban el presente, y el hambre era, al final, lo único que lo unía al presente. El hambre lo enloquecía pero lo mantenía con vida.
Hasta que ese atardecer llegó la chica. No era muy normal ver a alguien caminando en el bosque, así que era inevitable acercarse a ella. Rubia, de ojos claros, piel blanca y cremosa, las curvas de una mujer joven insinuándose debajo de una capa roja que cubría su vestido. La capa roja era cegadora, llamas de las que era imposible librarse, como si no se pudiera ver otra cosa en el mundo, llamas que le traían un vértigo delicioso en el centro del estómago.
La chica con la capa roja llevaba comida, en una cesta. Por un instante, él estuvo seguro de que se trataba de un truco de su mente, una alianza entre su cerebro y su hambre, los dos confabulados para terminar con él. Para mostrarle algo tan perfecto que le recordara que, además de estómago, tenía corazón, hundido en algún lugar de su pecho.
No fue difícil establecer un diálogo con ella. Se asustó al verlo, claro, pero, bien visto, él estaba tan delgado que no era más que un esqueleto andante, vestido con una piel andrajosa y manchada. Iba encorvado, caminaba de a pasos pequeños, respiraba con esfuerzo, por la boca mustia. Para mirarlo, la muchacha tenía que bajar la mirada. Ella era fuerte y joven. No era una chica blandita, sino una mujer rozagante, en la flor de la vida, sabedora de que los hombres siempre caían bajo su hechizo, de un modo u otro.
A pesar de verlo zaparrastroso y evidentemente famélico, no le ofreció nada de comer, ni le preguntó si necesitaba ayuda. Quizá no correspondía, pero a él no se le escapó el detalle. Lo único que ella hizo fue preguntarle cómo llegar a algún sitio que mencionó. Él no entendió bien cuál al principio, pero el bosque con ese sol que todavía no terminaba de ponerse lo hacía sentirse indefenso, no sabía bien por qué. La noche siempre era su santuario; la luna, su ojo en el cielo, que le permitía ver todo, como si tuviera poderes que se extendían más allá de todo.
Decidió comprarse tiempo. No era más que el instinto, su instinto, cortando y abriéndose paso en la bruma de su cerebro. Le dijo a la joven mujer cómo llegar, sí, al lugar que se dirigía, pero le indicó un camino más largo, con un largo rodeo. Y con el hambre ahora vuelto un arma, un instrumento para sobrevivir, se encaminó hacia donde iba la joven, pero por el camino recto. El más simple y rápido.
Al llegar, descubrió la casa y golpeó antes de entrar. Estaba tan acostumbrado a que lo tuvieran que invitar a cualquier lugar antes de entrar, que no se pudo evitar a sí mismo. Nadie respondió, así que entró y, en la deliciosa oscuridad de la casa, cerró los ojos y olfateó. Olía a muerte y al buscar, en efecto, encontró allí a una anciana, muerta en una cama. Su cara denotaba la felicidad, la tranquilidad de haber pasado de un sueño al otro, mientras una cucaracha salía de entre sus dientes, empujando entre los labios. Una araña tejía su tela sobre una de sus orejas.
Decidió apartarla. La ocultó en tras una puerta que no se preocupó en averiguar adónde llevaba. Y nada más esperó, con el corazón golpeando en el pecho. Ahora sí, finalmente, ahí estaba, latiendo y latiendo. Vivo.
Ella llegó no mucho después. Golpeó también y llamó a ver si podía entrar y, como era de esperarse, terminó abriendo la puerta y caminando al interior oscuro. Los dos se vieron al instante y él prefirió evitar diálogos estúpidos. Dentro de la casa, a salvo del sol, se sentía más claro que nunca.
Aunque pareciera un débil viejo que a punto de desaparecer dentro de sí mismo, la verdad es que no era débil. Por eso, cuando la agarró, ella ya no tenía ninguna escapatoria. Y, por más que sus gritos resultaran molestos, pronto desaparecerían. Y sí, los gritos se callaron, las piernas de la chica con la capa roja dejaron de sostener su peso y, por primera vez desde no sabía bien cuándo, él se alimentó.
Siguió comiendo aunque quería parar. Porque su mente se hastiaba mucho antes que su cuerpo. Solo que no era el cerebro quien mandaba en esos momentos. Era el hambre. El hambre que él odiaba tanto. Cuando terminó, se sintió renovado, vital y asqueado. Antes de darse cuenta, lloraba porque odiaba matar. Odiaba matar, aunque para comer siempre hay que matar.
Dejó que la luna saliera al cielo, cerró los ojos azules de la chica, cerró también la puerta al salir y abandonó la casa en medio del bosque.
Federico Ivanier (Montevideo, 1972) estudió guión en la UCLA y literatura creativa en la Escuela Tai de Madrid. Ha publicado una quincena de novelas infantiles y juveniles en Uruguay, Argentina, Paraguay y Colombia y ha ganado el Premio Nacional de Literatura del MEC y el Bartolomé Hidalgo de la Cámara Uruguaya del Libro. También trabajó como guionista para radio y escribió el guión del largometraje animado Anina (2013). Es egresado de la Licenciatura en Sociología de la UDELAR. Entre sus libros se pueden mencionar: Martina Valiente, Lo que aprendí acerca de novias y fútbol, El colegio de los chicos perfectos, Música de vampiros, El bosque, Tatuajes Rojos y La culpa es mía, biografía inconclusa de Tabaré Rivero. Cedió con enorme generosidad este texto para Delicatessen.uy.
Ilustración: Dos viejos comiendo sopa, de Francisco de Goya.
Foto del autor: Facebook de Federico Ivanier