Buchanan’s sin hielo | Juan Carlos Mondragón

Carezco de tiempo para abundar en perniciosos detalles afines y parásitos, quisiera Dios que fuera porque me estoy muriendo. Sucede que marcho hacia un final inventado por alguien que me odia, me utilizó a su guisa y necesito cada segundo que pasa para entrever improvisando el plan que me suprime. Intentar desmantelarlo sería un despropósito, una falta de respeto insoportable para mi propia inteligencia. Ellos fueron advertidos por la llamada anónima en el momento oportuno y están llegando a la entrada principal de mi penúltima morada. Estoy solo en el lugar de los hechos y se nos agota el tiempo, así que vayamos a lo esencial invisible e irrelevante. Debemos suponer con un poco de imaginación que antes de la afirmación precedente hubo una serie de hechos anómalos y vinculantes que la justifican. Lo que pretendo es salvar el relato sucinto de desesperación y oscurantismo, uno cuenta porque cree saber y lo ignora, uno hace que cuenta intentando entender.

En el principio fue la historieta gráfica de género medieval aproximativo, con monjes libidinosos tentados por la carne virginal y templarios poseídos por criaturas diabólicas, brujas de Sabat orgiástico y excomulgados fanáticos, tortura y confesiones, muertos vivientes y exorcistas erotizados, que obtuvo un éxito relativo para lo que son las actuales exigencias del medio y el mercado. Así empezó a tramarse la maldición que se perfila; era también, por derechos de autor recuperados la primera vez en años, que podía proyectarme en un corte de vacaciones con mi pareja sin apremios económicos. Elegir un lugar de esos soñados cuando se leen suplementos dominicales a todo color. Con rutas estrechas al borde del precipicio, acantilados tentadores y autos convertibles rojos que aceleraban tomando las curvas, en películas con James Dean y la princesa Grace Kelly.

Me parece que fue hace siglos cuando me propuse que el mes entrante iríamos bien lejos de balnearios atestados de turistas, eludiendo la hospitalidad protocolar de amigos y la miserable excusa de que la ciudad es bien agradable en verano cuando está vacía. Venía necesitando un sitio inclinado a la soledad contemplativa, sin que me demandara una actividad social ni medianamente activa. Durante unos días navegué con perseverancia en Internet sin pretender dar con la oferta del día sazonada de promoción excepcional; efectos especiales de estrellas en la pantalla que explotan igual que cuando resolvemos un solitario, como al final de los juegos del mahjong del Gato y el Dragón con fichas de marfil, crepúsculos destrozados por la música acompañante empalagosa y cifras en dólares de dejar con la boca abierta, sino buscando el lugar de deseos con reminiscencias de Acapulco antes de los Zetas y la costa amalfitana sin la Logia P 2.

Mi pareja y yo afinamos pretensiones, ajustamos deseos caprichosos de diva especulando entre risas con los criterios más disparatados. Hasta que decidí o el espíritu vengativo de algunos de mis personajes rencoroso lo hizo, que sea una isla retirada de los circuitos saturados; que hubiera sido desde los fenicios pueblo de pescadores, con queso de cabra, hojas de parra con arroz, miel con un dejo lavanda y tomates de colores, conservando levísimas conexiones con el mundo civilizado, una lancha a motor para pocos pasajeros y dos veces por semana cuando mucho. Había esa ambición de esperar unos días para decidir al borde del reglamento publicitario, jugar con el destino hasta dar con la perla rara escondida que se hacía esperar.

En esa forma de indagar uno entabla diferentes contactos con efecto dominó, lo supongo por los resultados que la demanda mía fue nutriendo, puede que caótica cuando lanzaba los motores de búsqueda. Esa perquisición obstinada nunca resulta solitaria y para llegar al contacto deseado se debe pasar por millones de probabilidades. Lo que nos aguarda del otro lado de la red suele contradecir el sueño realizado instantáneo, afirmando la celeridad de concretar buenos negocios con nuestras debilidades confesadas en publico.

Durante un fin de semana dejé de lado la búsqueda. Fuimos a otra ciudad lejos de la modernidad infectada de diseño, poco más que un pueblo inmodificado de aspecto desde hace un siglo y cinco horas de carretera provincial, a la boda de un amigo querido de la noche que se casaba por tercera vez. “Esta es la definitiva” me dijo por teléfono, “no me pueden fallar.” Además de la amistad de años, había la curiosidad por ver el montaje social del guateque y allá fuimos con entusiasmo ambiguo.

El episodio nupcial fue vivido de manera natural y divertida, sin que faltaran las sorpresas; desde los alojamientos previstos para los invitados especiales entre quienes nos contábamos, hasta el servicio de catering exótico, rematado con un pastel de boda alucinante, que daba vergüenza ajena cuando ingresó al salón con la ayuda de tres camareros corpulentos. El amigo había tirado como se dice la casa por la ventana, y no pude dejar de pensar que la exageración de la fiesta ya contenía las copas rotas del divorcio con pleito escandaloso: él creía que tanta felicidad compartida lo pondría al abrigo de la ruptura. Era enternecedor pensarlo en esa circunstancia de voluntad y negando el desastre anunciado, que planeaba como bandada de cuervos renegridos sobre nuestro brindis tendiendo a hipócrita. Podían ser mis malas intuiciones de guionista, pero aquello tenía algo de comienzo y final coexistiendo; si bien el empeño evidente hizo olvidar que venía de dos sonados fracasos oficiales, y otras historias que explotaron en pleno vuelo del boeing bautizado “vivamos juntos, te lo suplico”.

Había algo de todavía podemos ser felices con hijos venidos de varios horizontes y un ingenuo empecinamiento de esperanza, que resultaba conmovedor por la indolencia del novio, sin olvidarla a ella, que seguro venía de operarse por lo menos los párpados y las tetas. Desde que nos saludamos por primera vez la definimos como una bruja de cuidado, actuando con premeditación y alevosía: de esa mujer sólo se podía esperar un itinerario de perdición con tribunales y detectives privados pudriéndole la vida a nuestro amigo. Negociaciones hasta perder la cresta en pensiones de todo tipo y la confianza en el género humano femenino; para lo que faltaba menos tiempo de lo que el novio tan feliz de la iniciativa podría suponer. Nunca entendí mejor que en esa fiesta la fórmula del cascabel y el gato.

Cuando abrí el correo electrónico ya de vuelta en mis cosas, aliviado del empacho de prosperidad hortera que veníamos de padecer, cuál no sería mi sorpresa cuando me encontré en la pantalla unos sesenta mensajes, con el objeto “isla prodigiosa” a manera de común denominador. En apenas cuarenta y ocho horas miles de decodificadores, empresas del ocio, sitios multiformes, agencias turísticas, mayoristas sajones y particulares especuladores, estaban al tanto de mi aspiración y me ofrecían cientos de variantes que, por supuesto, se adecuaban de maravilla a lo que habíamos buscado. Algo así como: pare de sufrir buscando en la incertidumbre, nosotros tenemos lo que usted necesita y dentro de lo razonable. Había ofertas delirantes y estafas groseras, disparates cursis con enanos de jardín policromados e imitaciones del coliseo romano, de todo un poco.

La noción de la privacidad había explotado en mil pedazos y ahí mismo decidí que iría a otro lugar, estaba fastidiado de ese retorno electrónico de intromisión chabacana y por haberme creído la farsa del anonimato asegurado. La mejor respuesta hubiera sido una excursión a los templos de Birmania para alcanzar los Buda de piedra, cabezas magníficas, tan fuertes en su presencia como la Pasión según San Mateo. La idea de un viaje en pareja de doce horas en avión y la humedad de la jungla con monos bullangueros, estar insomnes en medio de la noche sin conexión a la red, ver a lugareños bebiendo coca light en lata y con camisetas del FC Barcelona me agotaba de solo pensarla.

Debía reaccionar, parar la hemorragia antes de que me invadiera la vida privada y seleccioné todos los mensajes para suprimirlos de un solo gesto. Pudo más la curiosidad esa de portera, la mezquindad de que la próxima fórmula puede deparar el prodigio, del temor de haber pasado a medio centímetro de la ocasión sin haberme percatado, como si tuviera una tirada de Tarot servida, negándome a rechazar la lectura del vidente de turbante turquesa. Me intrigó saber qué era lo que pensaban los otros de mi imaginación estival, cómo suponían ellos en cacería la configuración de mis anhelos de vacaciones y cambié de procedimiento. “No estoy para nadie” dije y me dispuse a abrir los mensajes durante un par de horas.

Hice bien en principio, aquello fue una buena experiencia de sorprendentes consecuencias. Como en esas situaciones de indagación, todos los mensajes son prescindibles menos uno, que nos estaba destinado porque nos buscó hasta lo recóndito de nuestros deseos. La mayoría presentaba largas listas ordenados por precio semanal y divagaban sobre un universo de los posibles a la vuelta de la esquina, catálogos de bondades tan extensos que fatigaban la atención y las ganas de viajar. En cambio, fatalmente, uno de los mensajes estaba personalizado; quiero decir que venía a mi nombre con los dos apellidos, era un llamado familiar, lo que incentivó mi natural curiosidad a seguir adelante. Nadie se puede confiar de esas fotos de propietario que pretenden engañar el ojo del interesado.

El mensaje en cuestión tenía un movimiento panorámico sin efectos especiales desmoralizantes, menos música incidental New Age y un conjunto de informaciones prácticas de traslados, planos del lugar, accesos, facilidades de pago y comodidades que me solucionaba el problema con la varita mágica. No tenía siete posibilidades en lista de espera sino una sola y era esa. El precio era lo que quería pagar, mi tope secreto que nadie conocía, también era claro que la casa propuesta valía mucho más. Su misterioso propietario argumentaba sobre el criterio selectivo del cuidado de la residencia, agregaba vistas de interiores que correspondían a mis deseos y actividades, como si yo la hubiera diseñado con el arquitecto en su estudio. Evocaba el mensaje un contrato de tres semanas, que era el tiempo previsto agregando –por cuestiones de familia y coordinación de calendario- la posibilidad de una primera semana sin cargo adicional, gratis faltaba decir.

Era lo que estaba esperando, necesitaba esa semana de soledad concentrada. La pareja no vivía los mejores momentos de complicidad y la expedición a la boda tampoco mejoró el panorama de la convivencia. Un tanto escéptico seguí las instrucciones. El futuro se presentaba bajo los mejores auspicios, incluso las tratativas podía hacerlas con mi banca evitando las estafas con las tarjetas de crédito.

Esa misma tarde que solicité para la respuesta definitiva, pasé de la atonía de estar abrumado por las ofertas a esa satisfacción de saber que las vacaciones están solucionadas. Hasta me sobrevino el temor de que otro se me adelantara y concretara antes, tenía una excitación de sala de subasta que no es mi estilo pero debía aceptar. Lo hablé a las apuradas con mi pareja y estuvo de acuerdo, lo que no dejó de sorprenderme y más sabiendo que todo me lo rebatía en los últimos días. Envié mensajes de confirmación cuando caía la tarde, el asunto quedó solucionado antes de que abriera una botella de mi whisky favorito para festejar por la suerte y cierto orgullo de mi capacidad para esas gestiones prácticas a ciegas; sobre todo, porque estábamos muy sobre las fechas y quedaba por delante un mes que se me fue volando.

Si recapitulo, resulta que viajaría solo y me instalaría durante una semana en la isla; sin prisa, debería abrir la casa, prepararla para cuando mi pareja volviera de unos días que pasaría con sus padres, iniciar el descubrimiento somero de la zona que durante dos semanas seria nuestro hogar, aprovechar el retiro necesario para ajustar fichas de mi próximo proyecto de culebrón retorcido, si es que la convivencia ríspida me lo permitía. Cuando era muchacho yo leí “El retorno de los brujos” durante todo un año hasta considerarlo mi cosmogonía personal, nunca supuse que ese mundo alternativo de imaginación y esoterismo, misterios relativos a la religión y complot permanente del mundo, de argumentos sin explicación racional, de otros mundos, aquí mismo o lejos en el espacio y el tiempo, esa fascinación por universos paralelos, sociedades secretas y un buen seudónimo me permitirían estar en las vidrieras de las librerías del centro de la ciudad. La lectura no cambió mayormente, varió el gusto de los lectores y no era el momento de buscarle explicaciones porque me beneficiaba.

Al mes estaba en la sala de embarque del aeropuerto con los papeles en regla y el equipaje despachado. Fui a comprar la prensa, también quería verificar en los estantes si mi “Manual del Cruzado agnóstico» seguía en circulación; ya no estaba entre las pilas de la primera línea, pero tenía una buena presencia habida cuenta de los seis meses transcurridos desde su publicación. El editor me pidió una segunda parte en continuación con los mismos personajes. Estaba indeciso, me rondaba la tentación de escribir una historia policial con enigma, creía barruntar una idea original rondando el asesinato perfecto y tenía una buena semana para poner las cosas en claro.

Llegué a la isla cuando caía la tarde, habitado por esas preocupaciones de la vida cotidiana relativas a toallas de baño, la máquina lavavajillas, cubiertos, los yogur cero por ciento sabor vainilla con frutas rojas en el refrigerador. Lo previsto en lo planeado sucedió con una normalidad que calificaría de desconcertante. Hasta diría que me pareció haber llegado el día anterior pues, desde la salida del aeropuertos hasta que se hizo noche cerrada, cada movimiento se deslizó sin obstáculos ni impedimentos mayores, como si el propietario hubiera puesto sumo cuidado y me estuvieran esperando, guiándome para bien sin que yo me percatara. La llave estaba en el lugar convenido, había una breve nota manuscrita de bienvenida y que cometí el error de destruir; sólo debido al azar quise creer que había una botella de la misma marca de whisky que prefiero.

Me moví con soltura propia de conocedor, puedo decir que a las dos horas estaba instalado, parecía que había estado ahí antes en una vida anterior. Venía de un año agitado, era la primera vez en meses que para mañana a las diez no tenía un compromiso ineludible de suma importancia. Tardé en dormirme sin llegar a detectar la falla que necesariamente habría en el sistema, luego no me desperté en toda la noche para tomar un somnífero ni beber un vaso de agua.

Cuando me levanté al otro día, descubrí que en la entrada estaba el auto que había alquilado, alguien lo trajo durante la noche sin que yo me hubiera percatado. Fui hasta el pueblo que quedaba a siete kilómetros, a pesar de hablar otra lengua distinta a la de los pobladores, con un poco de inglés me las arreglé para el café, el tabaco y las primeras compras. Pensé que debería consultar un mapa detallado pues había como un error de diagramación. La información manejada al comienzo decía de un pueblo de pescadores casi de postal mediterránea; pero en ese lado de la isla había una continuidad de residencias turísticas, decepcionantes por su monotonía, como si la estación solar no hubiera comenzado y una intuición de que no habría temporada turística porque faltaban hoteles; como si allí fuera cuestión de propietarios venidos del continente y zona protegida, alejada de la intromisión curiosa de los visitantes. Seguro que el ambiente y la movilidad cambiarían al comienzo del mes.

Había venido a descansar, me harían falta tres días para desenchufar descargando el agotamiento, arrastraba la inercia laboral y me dije que desactivaría la atención al ritmo que me impusiera el cuerpo. Hice las compras básicas, almorcé un pescado asado apenas con un chorrito de aceite de oliva y macedonia de frutas, bebí un vino blanco que tampoco pregunté si era de la región y que tenía un dejo distante de resina. Temí una tormenta súbita que pasó de largo hacia el mar y regresé a la casa.

La recorrí para deducir el sistema de los espacios interiores, la fluidez de escaleras y corredores, la lógica del agua corriente y la iluminación, distribución de los ambientes, el diálogo de la casa con el entorno accidentado del terreno. La propiedad era inmensa, además de la casa había otras dependencias exteriores, la cocina era enorme y parecía claro, si el tiempo acompañaba, que las más de las noches cenaríamos en el jardín. En la planta superior, además de los dormitorios y un baño de hotel cuatro estrellas, había un estudio de trabajo estupendo con vista al horizonte. “Aquí podré escribir y dibujar tranquilo” me dije, un lugar que daba a una enorme terraza donde me instalé con una copa de mi whisky preferido. Nunca fui amante de la naturaleza, la vocación bucólica se me cortó de raíz durante la infancia y esa terraza incitaba a la contemplación panteísta. Entre las luces del movimiento admiré dos paisajes intercambiándose; el diurno tenía en las cercanías un juego de lomas que me recordó ciertas estribaciones de la Toscana y más a lo lejos dos cerros de pendientes asimétricas, como si fueran resultado de cadenas montañosas diferentes. En el medio se entrometían la franja del mar y un segmento de la carretera que lleva al poblado.

Cuando ese perfil se fue diluyendo la bóveda celeste impuso esa magnificencia de puntos luminosos que hemos olvidado quienes vivimos en la ciudad. Contemplé las estrellas que no sabría identificar por su nombre de astrónomo, me fastidió esa ignorancia de un saber que tiene cualquier muchacho embarcado en un remolcador. Debería estar algo calculado, en un segundo sentí que se ponían en movimiento algunos mecanismos, sólo faltaba música de jardines ingleses cuando los regaderos del jardín comenzaron ese zumbido de chorro entrecortado con un sorprendente alcance en el círculo acuático. Las luces de jardín se encendieron y también la piscina con luces interiores, rectángulo de un azul de porcelana acuosa que resultó grata sorpresa. Seguro que estaba en la información y lo olvidé y si estaba no era de esas dimensiones. Sentí la alegría de un niño pobre por una sorpresa que parecía instalada de milagro; el niño hubiera bajado para bañarse de inmediato, pero tenía puesto mi suéter de abrigo y me dije que también el tiempo por delante.

“Esto es una maravilla”, le dije a mi pareja a la que llamé dos veces pues le había perdido la costumbre a la soledad y la distancia me permitía algunas frases de ternura. Una cosa era mi soledad, otra la zozobra proveniente de ese paisaje. Por momentos me sentía el personaje de un cuento de vertiente fantástica. La historia anodina del extranjero instalado en una naturaleza hostil que lo rechaza, mediante manifestaciones de fuerzas arcaicas y que toman la forma de hechizos terrestres, encantamientos celtas inscriptos en la piedra. Pensaba que esa semana podría entablar una concordia con el clima de la isla, mutua empatía que me daría ánimo para trabajar y con cierta densidad. El entusiasmo de la ósmosis no se producía sino todo lo contrario: el advenimiento de una incomodidad, etapa previa de algo desagradable que estaba por ocurrir.

La concentración faltaba a la cita, cada veinte minutos necesitaba caminar, prepararme un café y encender otro cigarrillo que dejaba a medio fumar. La lectura más superficial me irritaba hasta el desagrado, quizá lo mejor sería aislarme de mis hábitos y tentar una simpatía con la naturaleza del lugar. Ese entusiasta plan alternativo nunca lo pude llevar adelante.

La primera señal ocurrió al segundo atardecer de instalado. La escena se repitió casi como en la noche anterior y esa segunda vez estaba dispuesto a tomar un somnífero para evitar la reflexión de los inconvenientes. No era que el lugar me rechazara, al contrario: parecía que me ensimismara en una historia de la construcción que yo desconocía. Busqué doblar la sensación de agrado de la primera noche y repetí la cadencia de las acciones del cruce de la luz. Cuando escuché la liberación automática del dispositivo del riego me di por satisfecho. Leyendo señales de la naturaleza y un mandato incómodo, dirigí la mirada hacia la piscina, que era una enorme pantalla plateada de cine volcada en la horizontal del paisaje. Descubrí el ruido del sistema que necesariamente debería estar rondando por debajo del césped y sobre la superficie del agua, como si alguien que no se presentó la hubiera limpiado de hojas secas e insectos, advertí esa forma oscura flotando, escándalo gráfico inesperado de la continuidad. El bulto impreciso era importante y pensé en la lona, almohadón plástica de reposo que voló hasta el agua, un animal salvaje que hubiera caído cuando llegó hasta allí a saciar la sed de una tarde de sol. La tarea de comportarme de inmediato como un cuidador jardinero y bajar a limpiar me pasó por la cabeza, la idea de tener que ir a realizar tareas manuales después de haberme duchado me fastidió. Desdén y pereza, consideré que era excesivo para mi estado de ánimo y cometí dos errores: pospuse para el otro día el interesarme por el incidente y no le dije nada a mi pareja mientras charlamos después de la cena, antes de acostarnos cada uno en su cama. Debió intuir algo pues me preguntó “¿ocurre algo?” y yo le comenté que estaba fatigado.

Pudo haber sido esa visión algo fantasmagórica y la profundidad del sueño a la que me llevó el cóctel de whisky con somnífero. Dormí profundamente y como si de una ironía se tratara, soñé la solución argumental del relato que tenía en preparación. Descreo de esas coartadas de la inspiración durante el sueño porque nunca me había ocurrido, pero al otro día me desperté con la solución clara en la cabeza, hasta con ganas de gritar eureka.

Mi vida estaba cambiando, las incomodidades de la víspera eran tempestades que se agitaban para hallar la salida del túnel. Si habían existido algunas horas de disgusto con el local, en cuanto desperté por segunda vez en la casa alquilada tuve la certeza de la reconciliación. Me afeité para mirarme a los ojos cara a cara, contarle a mi imagen la buena idea que nos llegó durante el descanso. Incluso antes de ducharme, como si se tratara de una cábala de vieja data, hice algunas anotaciones a la ligera sobre una hoja. Me había sacado un peso de encima con esa solución hallada mientras dormía. Fue recién después de la ducha que me percaté del silencio reinante, como si la máquina de la naturaleza hubiera dejado de funcionar anunciando el final. Lo compensé con el ruido de la cafetera, de mi respiración, las bolsas de plástico de la compra y el tostador automático.

El tiempo estaba incierto, el cielo cerrado, afuera soplaba el viento y como pensaba trabajar desarrollando ideas de la pesadilla no me preocupé demasiado. Serían las últimas lluvias antes del intenso sol del verano y tomé el desayuno en la cocina. Cuando enjuagaba la taza de café recordé el incidente de la víspera y decidí bajar al jardín para observar lo ocurrido, resolver lo que fuera; pensé si lo podría solucionar yo mismo o debería llamar a alguien que se ocupara del asunto. Bajé dispuesto a no darle más de una hora al incidente para almorzar en paz.

En los archipiélagos los cambios de tiempo son veloces en uno y otro sentido. De la misma manera que se puede pasar del cielo despejado a una tormenta rabiosa, alcanza un viento persistente para que el horizonte de nubes oscuras amenazantes se retire, dejando libre el dominio solar y fue lo que ocurrió. Cuando salía de la cocina me preocupaba de la humedad y cuando llegué al borde de la piscina estaba en una hora de verano intenso.

Mientras andaba pensaba en un accidente de objeto maleable, cuando llegue al abismo rectangular, hallé el cuerpo desnudo de una muchacha muy joven flotando boca abajo. El impacto fue proporcional al cadáver y la avalancha de preguntas que me vinieron a la cabeza. Si, todas esas y no vale la pena repetirlas. La velocidad luminosa, pasando de la anagnórisis a una situación sin necesidad de discursos y discernimiento fue un rayo perpendicular en el horizonte. La confirmación del milagro no cuando lleva a la claridad de lo sagrado sino a impenetrables tinieblas de la pesadilla.

Cometí otros errores del principiante. Retiré del agua el cuerpo desnudo, como si hubiera una posibilidad de reanimarlo regresándolo a la vida, mientras entendía que nadie me creería pues había dejado pasar una noche sin dar la alerta y lo tiré en la piscina negando el tiempo transcurrido, metido en las instancias inextricables de la reconstrucción del asesinato. Me dirigí hasta el depósito de los materiales llevado por un presentimiento y contemplé la escena del crimen sin la víctima transportada. La ropa amontonada, los indicios de violencia en el desorden de los enseres, el desgarrón de alguna de mis prendas habituales con manchas de sangre y que acomodé hace una eternidad en los cajones del dormitorio.

Comenzaba a intuir sospechando lo inexplicable. La primera batería de dudas era innecesaria, prescindente mientras yo debería estar en la segunda serie de mis respuestas. De la perplejidad crucé sin transición a la ausencia de explicaciones; intenté hasta consolarme pensando que podría mantener la calma en medio del naufragio, sin borrar las pruebas materiales que me acusaban de lo que no había hecho.

Volví a la casa e intenté llamar a mi pareja. Una voz pregrabada y desconocida me informó que ese número estaba fuera de servicio; al segundo intento acepté que era innecesario insistir. Quise tomar la iniciativa de llamar a las autoridades locales pero ignoraba el número correcto de la policía y no había ni la mínima posibilidad de que pudiera explicarme en la lengua local. Busqué en el ordenador la dirección donde contraté la casa; en su lugar había un sitio pornográfico duro, que proponía videos donde torturaban muchachas como la que apareció muerta en la piscina. En un momento intenté formular las interrogantes que se desprendían de la situación, pero me convencí de que en el resto de la vida nunca tendría respuestas adecuadas. Jamás sabría quién ni cuándo ni cómo ni por qué.

La conciencia del crimen perfecto cometido por otro en mi nombre en un mundo paralelo y virtual tampoco me servía de consuelo. Era inconcebible que en unas pocas semanas me hubiera convertido en un personaje acosado, ello formaba parte de la imaginación cuando escribía las historias y no de la vida. Debía permitir que se sucedieran los acontecimientos, disfrutar del asombro absoluto, escenas improvisadas que llegarían con lógica inexorable, de manera ajena a mi voluntad. Mi campo de reacciones estaba circunscrito a su mínima expresión de resignada recepción, a la necesidad de una variante imprevista de la Fe. De las cosas que podría hacer me decidí por servirme una buena medida de mi whisky preferido. El saber que sería la última vez que lo bebía le dio al trago un sabor intenso, me confirmó en mi fidelidad a la marca.

Luego y resignado salí a la enorme terraza del lugar de trabajo, quería guardar en la memoria la instantánea de ese paisaje desde un mirador excepcional que parecía dar a la bahía de mi existencia pasada. Alguien debería estar observando con prismáticos cada uno de mis movimientos. El mundo era idéntico a la víspera, excepto que por uno de los caminos a la vista avanzaban dos vehículos con misión asignada. Uno de ellos hacía parpadear aún en esa luz marítima de soledad un faro azul intermitente. Se dirigían hacia la casa a toda velocidad, estaban informados de lo ocurrido como si yo mismo en un descuido les hubiera faxeado la confesión con lujo de detalles.

Cuando se tienen las soluciones aunque sean erróneas la alegría desplaza la angustia del enigma. La solución a ese misterio es lo que debería haber soñado anoche y no el final de mi próxima entrega, que quedaría trunca por el camino de regreso. Podría estar desconcertado, pero yo que jugué en los pasajes del pensamiento con ligereza, confiscado el origen del mundo que atribuí a dioses inventados y su final catastrófico en maquinaciones inverosímiles, no tenía derecho a fastidiarme por un incidente menor que me arrastró a un guión de cualquier episodio de la Dimensión Desconocida. Vivía una situación que no requería la otra solución que al final todo lo explica. Pretendiendo salvarme del delirio inminente decidí aferrarme de la única certeza que se me ocurrió anteponer: todo cuerpo sumergido en un fluido estático experimenta un empuje vertical hacia arriba igual al peso del fluido desalojado por dicho cuerpo. Buchanan’s. La marca del whisky es Buchanan’s y se destila en otras islas iguales de maravillosas.

 

Juan Carlos Mondragón (Montevideo, 1951) es escritor y crítico literario. Egresado del Instituto de Profesores Artigas (IPA) del Uruguay, ejerció la docencia en la enseñanza secundaria. También trabajó como redactor publicitario durante varios años. En 1984 ganó el premio de ensayo Jules Supervielle con su trabajo El arte de comparar (la estética del fracaso en Isidoro Ducasse). En la misma década de los ochenta, además de publicar sus primeros textos de ficción, participa en varias antologías narrativas de Ediciones Trilce: Cuentos de nunca acabar (1988), Cuentos para pluma y orquesta (1989) y Cuentos bajo sospecha (1989). En 1990 obtiene la mención especial del Premio Juan Rulfo con el cuento Un pequeño nocturno por Libertad Lamarque. Paralelamente, a partir de mediados de los 80 inicia su vida en Europa realizando estudios de post grado en las Universidades Central y Autónoma de Barcelona. Ahí se doctora en Ciencias de la Información (Universidad Autónoma de Barcelona), con una tesis sobre los escritos teóricos de Joaquín Torres García. También es Doctor por la Universidad Sorbonne Nouvelle – París 3 con un trabajo de investigación sobre la obra narrativa de Juan Carlos Onetti (1994). Sus numerosas publicaciones y contribuciones literarias le valieron ser nombrado Académico correspondiente de la Academia Nacional de Letras del Uruguay en 1998. En 2015 recibe la Medaille du Sénat (distinción honorífica de parte del Estado francés) por su contribución en las relaciones entre Uruguay y Francia. Vive en París desde la década de los noventa. Durante años enseñó la literatura y la civilización latinoamericana en la Universidad Stendhal de Grenoble. Trabaja en la Universidad de Lille 3 desde 2003.

Este texto fue cedido especialmente para Delicatessen.uy por del autor.
Integra el libro El submarino Peral, editado por Yaugurú (Montevideo, 2016).

Foto del autor: Irene Barki

Imagen portada: turismotoscana.es