Piamonte, junio de 1800.
La gallina no sabía que iba a morir pronto. El viento fresco de los Alpes, que había traído todo el día ruido de truenos explosivos sin nubes ni tormentas, con un cielo despejado y radiante –los niños sabían lo que eso significaba-, ahora curvaba los pastos en la granja. Viento refrescante de verano. La gallina flaca buscaba alguna semilla entre las hierbas verdes, que habían brotado fuertes luego de las lluvias de primavera. Como tenía el viento de frente no escuchó al soldado francés que se le acercó por detrás y se zambulló sobre el ave, en un revoltijo de plumas y pastos aplastados, y ruidos metálicos del cinturón, el sable, las municiones, las correas y los botones. En la caída, el soldado perdió el alto sombrero de cordones dorados, que rodó por la hierba.
El soldado abrazó a la gallina, que cloqueó asustada, intentó zafarse y revolotear moviendo las alas para formar una fugaz y agónica W de entre los brazos del hombre, que se arrodilló, se incorporó a los tumbos, tomó a la gallina por el pescuezo, se lo estiró y se lo torció, y de pronto cesó todo el ruido y el aleteo.
El soldado miró alrededor y no vio otras gallinas. Revisó la granja pero no encontró a nadie. Parecía abandonada: otra familia que huyó del paso de la guerra. En el gallinero encontró el nido de la gallina flaca, con dos pequeños huevos en el fondo. Los tomó con suavidad y los envolvió en su pañuelo sucio de sudor y mugre, porque el día había sido duro. Miró el sol escondiéndose y remarcando con un borde brillante las cimas de las montañas en el horizonte. Debía regresar al campamento. Por lo menos, no llegaría con las manos vacías.
A un cuarto de legua de distancia, otros dos soldados habían llegado hasta un pequeño arroyo con arena en sus orillas. Enterraron sus sables en la arena y en los huecos que produjeron enseguida surgió agua, que tomó el color del cielo que reflejaban. Avanzaron por la orilla. Volvieron a escarbar, pero no encontraban lo que buscaban. Caminaron un poco más. Vieron el cadáver flotando de un soldado austríaco con un vómito de sangre en la boca, enganchado a una rama. Movieron la rama y la torcieron, y el cuerpo del soldado flotó y se dio vuelta y se alejó con la corriente del arroyo.
Los soldados buscaron un poco más. Corrieron unas piedras y patearon algunas rocas. La luz del sol se iba en el cielo. De pronto, un movimiento de patas rosadas bajo una piedra. Una araña clara en la humedad: un cangrejo. Luego otro. Y uno más. Los soldados se arrodillaron. Escarbaron más. Juntaron hasta seis cangrejos y los envolvieron en un pañuelo. La luz seguía yéndose del cielo. Debían regresar.
Una tercera partida llegó hasta una huerta quemada por el fuego de los cañones. Había un muro derrumbado en escombros y huecos en el suelo. Solo consiguieron recoger unos tomates que parecían ya demasiado maduros, demasiado blandos, una ristra de ajos y una cebolla.
Dentro de la casa, distinguieron ojos brillantes en la oscuridad: un niño. Tras los ojos aterrados estaba el delantal sucio de la madre. Un soldado abrió la portera del establo y entonces aparecieron más ojos. Una hermana mayor, un hermano, quizás. Caras sucias, cuerpos flacos. Ojos con más miedo. Creían que iban a morir. Estaban a punto de llorar.
El jefe de la partida miró a la mujer y acercó su cara a la de ella, moviendo la boca lento y gesticulando:
-Nous voulons une poele…
La mujer los miró sin entender.
-¡Une poele! –gritó el soldado, haciendo un gesto como si su mano empuñara el mango de una sartén.
De pronto, la mujer reaccionó, como si entendiera el pedido.
-¿Una padella? – la mujer hizo el mismo gesto.
-¡O, oui!¡Une poele!
La mujer fue hasta el fondo del establo y descolgó algo de un alto gancho en la pared. Se lo trajo al soldado. El francés la miró serio y le dijo:
-Ont ete confisque au nomme du Premier Consul, madame…
La mujer los vio irse y entonces se persignó y agradeció a Dios, y besó a cada uno de sus hijos, o quienes fueran esos niños. Los soldados se llevaron también unas rodajas de un pan viejo que estaba sobre una mesa y volvieron al campamento comiéndoselo a los tirones entre todos.
***
Después de la batalla, los ruidos que se escuchaban en el campo, en casi cinco kilómetros a la redonda, eran los de las palas entrando en la tierra para cavar las grandes tumbas, los gritos y quejidos de los heridos y los chasquidos de los primeros fuegos que se prendían para iluminar la oscura noche de verano, la hora en que empezaban a aparecer los insectos. La cantidad de sangre que los mosquitos, los moscones y los tábanos podían llegar a absorber a esa altura del día era ridícula comparada con la que se había derramado unas horas antes. De todas formas los soldados se cuidaban más de los insectos y se ponían velos y encendían fuego para que el humo los ahuyentara que en lo que gastaban en guarecerse del enemigo.
Luego de la batalla la mayoría descansaba, pero algunos seguían con la tarea de enterrar a los compañeros. En algunos casos las partidas no podían reconocer el origen del uniforme del muerto, tan desgarrado y roto se encontraba el cuerpo en cuestión, un amasijo de barro y sangre, pólvora, cortes y tajos, pelo pegoteado, cara destrozada, piel quemada y tatuada por disparos de bayoneta o cañón. Ese cuerpo quedaba en un tercer grupo, el de los soldados desconocidos e iban a una tumba común. Los enterradores se movían en silencio y cuando se cruzaban con los del enemigo se contemplaban un instante en silencio, y cada uno seguía su camino de recolección.
Para cuando los soldados llegaron al campamento francés, la campiña ya estaba llena de luciérnagas. La naturaleza seguía inmutable ante los hechos de los hombres. Era un hermoso atardecer de verano y las luciérnagas volvían a posarse sobre el campo donde hasta hacía unas pocas horas había flores silvestres pero que ahora solo mostraba como flores las manos agarrotadas de los muertos.
No lejos de allí -ya que se podía escuchar las paladas y el traqueteo del carro de los enterradores-, en una larga carpa adyacente, Dunand, el chef personal de Napoleón Bonaparte esperaba noticias de las partidas que había enviado hacía casi una hora en diferentes direcciones para servirle un plato a su amo. Lo último que había probado el estómago del Primer Cónsul había sido un trago de coñac de desayuno, para bajar una rebanada de pan hacía más de doce horas atrás, antes de la batalla, cuando la incertidumbre era tal que todavía no sabía cuál sería la suerte del día, cuando ignoraba si siquiera estaría vivo para la noche, si siquiera volvería a cenar.
Ahora Napoleón estaba en su carpa, metido en una tina de hierro con agua caliente hasta el cuello, con los ojos cerrados sintiendo cada músculo de su cuerpo vapuleado. Se hubiera dormido con gusto dentro de esa agua jabonosa, un vientre líquido que lo rodeaba y lo abrazaba de pies a cabeza. La única causa que le impedía el sueño era el hambre: como un clavo metido en medio de la barriga lo mantenía aferrado todavía a la realidad. La debilidad de la falta de alimento podía medirla en la dificultad para levantar los brazos o flexionar las piernas. En el dolor en la boca del estómago.
Le había pedido una cena contundente a Dunand, que se había quedado callado y había respondido un parco “sí, señor”. Dunand era suizo. Había trabajado para varios reyes antes de la revolución sangrienta. Había sido el responsable de las cenas de sus majestades borbonas con altos dignatarios, con embajadores y diplomáticos, con músicos y filósofos. En su cocina estaba acostumbrado al tiempo y a la planificación, a la estructura medida y meditada de una cena. En Versalles había tenido con Luis XVI un equipo de asistentes, un auténtico pequeño ejército que respondía a sus órdenes y le resolvía la parte logística de la comida. Pero su posición de cocinero real había rodado por el suelo con la caída de la monarquía, como las cabezas de sus amos.
Pasó varios años en las sombras, escondido. Lo que quedaba de su familia huyó y se refugióen monarquías cercanas, sus amigos se esfumaron. Fue Bonaparte quien lo mandó llamar. Lo abordaron en la calle y Dunand creyó que iba a la guillotina. Pero no fue así. Todavía algunos recordaban su talento y su mano. Entró al servicio de Bonaparte al inicio de esa campaña de Italia, con las peores perspectivas: era un ejército en harapos y con la moral quebrada, desorganizado y desconcertado. Si Dunand se rehusaba a cocinar para Bonaparte su destino natural sería la cárcel, junto al resto de los monárquicos que esperaban en unas celdas frías y húmedas que algún comité popular pusiera la fecha para que cayera la guillotina y se terminara el suplicio de esa vida desgraciada y humillante.
Dunand, solo y caído en desgracia, había aceptado la oferta. Muchos vieron en ese gesto una traición y una falta de dignidad. A Dunand no le importó: a nadie debía rendirle cuentas. Quizás había aceptado por el secreto regocijo de que alguien dentro de las estructuras de poder siguieran respetándolo como cocinero. Muchas de las noches heladas que pasó a campo abierto, en una para él extraña tienda de campaña se había preguntado quién habría sido el que pronunciara su nombre para tal cargo. “Algún general que peina canas, de los que ahora colaboran con el nuevo régimen debió cenar alguna noche uno de mis platos. Debió quedarle un gran recuerdo para acordarse de mí y creer que era la persona adecuada”, pensaba Dunand, retocándose su peluca blanca y empolvada frente a un espejo, escuchando ruidos extraños en medio del campo, adaptándose a una vida militar que le resultaba extraña. Pronto Bonaparte le hizo dejar la peluca. “Esto es el ejército, Dunand, no un palacio”, le había dicho.
Si algo había aprendido Dunand en sus casi cincuenta años dentro de las cocinas era a ser un profesional. Había aprendido a cocinar canalizando el entusiasmo solo hacia la comida, solo hacia el plato que serviría y por el que sentía tan responsable que podría haber ofrecido su vida en un desafío de buen sabor. Cocinar para los reyes era una enorme oportunidad, la más grande oportunidad, para exigirse y desafiarse como profesional. Un hombre que se encuentra en la cocina más importante del mundo. Y de pronto, esa cocina explota, y a su responsable ni siquiera le queda tiempo de juntar los trozos de la explosión.
Pero Dunand descubrió junto a Bonaparte una nueva vida, una nueva oportunindad. Debía cocinar para un hombre que nunca estaba quieto, que siempre tenía una idea en la cabeza que lo hacía cambiar de dirección, trocar el rumbo, modificar la marcha, como si estuviera improvisando con un instrumento en un impromptu para dar un gran concierto. Un hombre joven que contagiaba energía en cada orden, en cada gesto. Un hombre ambicioso, un hombre con diferentes tipos de hambre. Dunand solo puede alimentarle el del estómago, el que lo mantiene vivo, la base para todos los otros.
En los pocos meses desde que habían partido de París hacia el sur el cocinero había aprendió a conocer y a medir los ritmos del apetito de su nuevo amo. Bonaparte no comía mucho durante el día, pero cuando hacía una pausa en su cabeza militar y política, la única orden que partía del cerebro iba directo al vientre vacío. Entonces Dunand debía tener pronto lo que fuera, con tal de dejar satisfecha la panza de Napoleón, por lo tanto la panza de la cabeza de Francia. Dunand comenzó a entender que ese militar petiso y de piernas cambadas, ese hombre de treinta años de edad, de modales aristocráticos pero a la vez bastante rústico -en último caso, Dunand notaba que todavía se trataba de un corso- se iba convirtiendo en el líder de la nación. De los soldados y de él mismo. Vio todo el proceso delante de sus ojos.
Galopando hacia el sur, un mes atrás, una mañana Dunand había olido el campo al amanecer. La luz lo había despertado en su tienda, había traspasado la piel delgada de sus párpados y había salido afuera. El aire estaba fresco y los olores se distinguían claros en la nariz del cocinero. Uno de ellos era el aroma de una hierba que parecía una forma de ciboulette silvestre. Dunand caminó por un prado cerca de un arroyo hasta que llegó al lugar de donde provenía el olor. Se arrodilló y arrancó un manojo de hierbas, se las acercó a su nariz, inspiró con profundidad y sus pulmones se llenaron del olor verde, húmedo y carnoso de los tallos. El olor a cebollino se hizo tan intenso en su nariz que sus ojos lagrimearon.
Hacía mucho tiempo que no salía a buscar hierbas. Que sus manos no tocaban la tierra fresca. En Versalles sus asistentes se ocupaban de ir al mercado, de conseguirle los ingredientes, de simplificarle su trabajo. Pero en su nuevo papel de ciudadano, no de súbdito, incluso un cocinero de su rango estaba igualado en derechos con los demás. En ese momento estaba simbólicamente de rodillas, cuando una voz lo había hecho abrir los ojos:
-Monsieur Dunand, quiero esas hierbas en mi cena esta noche.
Dunand se había incorporó y al darse vuelta vio que Bonaparte estaba mirándolo fijamente, la cabeza descubierta, la capa gris apoyada sobre los hombros, una taza en su mano.
-Sí, señor –había respondido el cocinero, bajando la cabeza.
Esa noche le había servido un trozo de carne de cordero con un pedazo de queso y había esparcido la ciboulette sobre ambos. Bonaporte había comido, había eructado satisfecho, había dormido bien después de la cena. Dunand consideró que su tarea estaba bien cumplida.
Luego había visto a Bonaprte durante el cruce de los Alpes arengar a su ejército como pocos generales. Había ayudado a soldados con las piernas congeladas, había arrastrado carros con cañones en la nieve cuajada, había empujado caballos empantanados como cualquier otro soldado raso. Bonaparte tenía el título de Primer Cónsul, una denominación que tenía una vaga reminiscencia romana, pero Dunand descubrió que en realidad era el Primer Soldado. Se despertaba antes que nadie y la luz de la vela de su tienda era de las últimas en apagarse en la madrugada. Dormía poco pero al otro día tenía la fuerza del que más, toda contenida en un físico petiso y ancho.
Cuando la naturaleza los exigió al extremo, en los precipicios alpinos helados, en los desfiladeros más peligroso, siempre tenía una palabra de aprecio y de reconocimiento para el soldado de a pie que lo seguía con fe, como a un mesías. Así se ganó el respeto de las tropas hambrientas, que apenas probaban un rancho que era un caldo sucio y terroso en una olla herrumbrada y quemada. Los ciudadanos podían ser todos iguales en sus derechos, pero a los generales rara vez les faltaba una sopa caliente, mientras que la infantería era especialista en que el estómago les chiflara de vacío.
¿Cómo se las arregló Dunand en los Alpes? Un soldado le mató una liebre, otro consiguió leche y queso de cabra, a través de otro confiscó unas ánforas de aceite de oliva. Explotó su imaginación y de lo mínimo creó pequeños platos para Napoleón que eran una maravilla. Tenía que cocinar con lo que encontraba en cada región, sus platos debían adaptarse a los movimientos de un ejército móvil y en campaña. En la Saboya un pastor le dio miel, con la que preparó un postre. En el valle de Aosta encontró abundantes frutas secas, nueces y avellanas. Preparó una sopa caliente a la que le agregó las frutas, cargadas de calorías. Ya entrando al Piamonte había conseguido unos ajíes y había variado en algo sus guisados, y en varios pueblos había mandado a confiscar vino.
El cuerpo al principio achacoso de Dunand se adaptó al del ejército. Notó que respiraba mejor, que soportaba bien la lluvia fría, que se cansaba menos a pesar de hacer más. No se había enfermado en toda la campaña. Se había descubierto rejuvenecido y tomando decisiones que un tiempo antes hubiese considerado como arriesgadas. Y había aprendido a admirar a Napoleón, había encontrado una razón para esforzarse, aunque el trabajo fuese más duro y más solitario. Ahora no tenía ayudantes: apenas tenía unos soldados torpes, brutos y desdentados que no le entendían sus pedidos, y que si bien estaban felices de no tener que cargar a bayoneta en la primera fila no tenían las más mínimas aptitudes para la cocina. Eran campesinos incultos que se habían alistado con la promesa de aventura, de gloria y de conquistas, y se habían llenado de llagas los pies por falta de botas, tenían los labios hinchados de escorbuto, tenían heridas mal curadas y tiritaban de frío por no tener abrigo. Y comían a escondidas todo lo que podían. En el cruce de los Alpes algunos de sus asistentes se quemaron los dedos por ponerlos entre las llamas de la caldera con la que Dunand le calentaba agua al Primer Cónsul, que se bañaba rigurosamente todos los días al caer el sol.
Un minuto después de que Bonaparte le pidiera la cena, Dunand había destinado las tres partidas de soldados para que trajeran antes de la caída del sol lo que encontraran en las granjas vecinas a Marengo. La decisión última de la comida de esa noche sería de la pericia de los soldados o de algún golpe del destino. Dunand debía cocinar una cena para festejar una victoria sin saber los ingredientes: pensó que eso lo convertía en un adelantado, en un moderno, un rasgo propio de los nuevos tiempos que corrían. ¡Debía crear un plato sin saber los ingredientes! Ningún cocinero había acometido tal cosa hasta entonces.
Cuando los soldados volvieron de sus particulares misiones dejaron todo sobre una mesa de campaña que Dunand había dispuesto con un tronco de un álamo joven cortado a la mitad, apoyado en dos estacas. Los soldados dejaron los ingredientes y se retiraron, y Dunand alumbró todo con su farol el resultado de la cosecha. Se quedó mirando el conjunto: el panorama se parecía a una naturaleza muerta de las que acostumbraba a ver en las paredes de Versalles. Todo lo que sabía debía aplicarlo esa noche.
Con una fuerza maquinal cortó los tomates y picó la cebolla en corte pluma, o sea trozándola primero a la mitad desde los extremos, y luego cortando pequeñas incisiones longitudinales, formando romboides con alas capas transparentes de la cebolla. Picó los ajos.
Puso la cebolla y los tomates picados en la sartén confiscada a la granjera italiana (el carro con sus implementos de cocina había quedado retrasado a varias millas de distancia) y frió esa mezcla con un poco de aceite de oliva que un oficial le trajo; pertenecía a un mariscal austríaco que esa noche comería la misma ración raquítica de los soldados rasos. Entreveró. Revolvió. El aceite tiritó. Subió el olor. Dunand olió. Las cosas empezaban bien.
Los troncos encendidos debajo de la sartén lanzaban llamas naranjas que le lamían los bordes; Dunand no podía permitir que se le quemara nada. Corrió un poco los troncos para que el fuego bajara y tomó un trapo mojado para tomar el mango de la sartén. El agua interna de la cebolla hizo chispear el aceite y enseguida comenzó a levantarse una pequeña nube de olor exquisito.
Mientras tanto, uno de sus ayudantes había pelado la gallina flaca, que había quedado sobre la mesada sin cabeza y sin las patas amarillas. La piel estaba demasiado pegada a la carne. Dunand no tenía un cuchillo, por lo que tomó su sable –que el rigor napoleónico le obligaba a usar por pertenecer al ejército pero que nunca había usado, porque nunca estuvo en situación de batalla- y trozó la gallina a la mitad, dejando un ala de cada lado.
La colocó dentro de la sartén y al contacto con el aceite y los jugos del tomate y la cebolla y los ajos la carne de la gallina chilló, se mojó con aceite, se selló y quedó blanca. Los aromas de la tienda del cocinero solo mejoraban y afuera la tropa famélica comenzó a arremolinarse. Dunand vio el alboroto y mandó guardias armadas a vigilar la entrada de su tienda. Pero aunque le agregó varios leños al fuego, se dio cuenta de que para lograr cocinar la gallina y sacar su dureza necesitaría, por lo menos, un par de horas.
-¡Rápido! –le gritó al chiquilín pasmado, que salió corriendo y se dirigió a la tienda principal.
Arnaud llegó al instante. Al entrar a la tienda el olor lo invadió y le hizo segregar saliva. Vio el plato servido junto al farol y pestañeó y dio un soplido. Dunand le dijo que necesitaba la cantimplora del Cónsul.
-¿La cantimplora del Cónsul? –preguntó el secretario.
-Necesito un poco de su coñac –le susurró el cocinero.
Arnaud lo miró con sorpresa.
-Es para el plato, ciudadano Arnaud, no para mí –le aclaró Dunand.
Arnaud fue y vino, y en el medio hubo ruido de caballos relinchando y hombres gritando y bebiendo e insultando y risas y música lejana y algún canto de borrachos, y cuando le entregó la cantimplora a Dunand, el cocinero quitó el tapón de plata que hizo ruido de corcho, y roció todo como si fuese miel y su mano derecha hizo un movimiento en el aire, casi de repostería, casi de bailarín. Cuando midió la cantidad que consideró exacta, bajó el brazo y la línea de coñac ambarina desapareció del aire. Y no hubo ni salpicaduras ni goteos ni nada más que el dibujo redondeado y perfecto de una salsa improvisada en un plato improvisado.
Al contacto con el aceite caliente, el coñac se incendió y la sartén lanzó una llamarada de color violeta en la base, y luego iba haciéndose naranja hasta que la punta dio un centellazo amarillo y fugaz. El aceite, potenciado por el alcohol, se volvió más agresivo. La pinchó y la retiró un poco de la sartén. Cortó la carne, la abrió, dejó que el aceite y el menjunje penetraran la flaca pechuga y los muslos fibrosos, para que se ablandara.
Así estuvo varios minutos, repitiendo el mismo proceso: chorro de coñac, potenciando el líquido dorado; una llama como de mago, la presión sobre la carne, como estuviera marcándola con un hierro. Volvió a retirar la gallina, apenas para que el fuego no la lastimara.
Chorrito de coñac… ffffffff… como si fuera una forja, como si el cocinero manejara las válvulas de un pequeño volcán. Pero Dunand caminaba en la cornisa de quemar la gallina. Como un orfebre, fue manteniendo el equilibrio en cada parte de la gallina y con esa paciencia en la extrema presión pudo cocinar la carne.
Mandó a su asistente a que le trajera el plato de Napoleón. Era de una losa fina de Limoges que tenía grabada en tinta la palabra “Tolón”. Dunand sabía que ante tan magro plato debía impresionar por los ojos. Había decidido que la gallina, cocida a los apurones, debía ir en el medio, rociada con la salsa de tomate y cebolla. Con el resto tenía que decoran los bordes y hacer algo simétrico.
Pero además de la vista, era el gusto lo que comunicaba. Y lo hacía a través del olfato. Los aromas subían desde el plato e invadían la tienda, pero Dunand no tenía motivos para probar su creación: sabía perfectamente cada gusto y cada matiz de lo que había cocinado. En su cabeza la ecuación le daba un buen resultado. Sonrió conforme, pero sus facciones cambiaron cuando su imberbe ayudante volvió al poco rato y le dijo que no había conseguido pan.
Entonces Dunand dejó el plato bajo se colocó el fregón al hombro y salió de la tienda enfurecido. Sabía que circulaba algo de pan entre la tropa. Se acercó al primer fogón y los hombres que estaban allí detuvieron su diálogo. Dunand les miró las caras, uno a uno.
-Necesito pan para la cena del Cónsul.
Ninguno de los soldados dijo nada.
Dunand miró al soldado más viejo. Tenía dos finas trenzas pelirrojas mezcladas con canas. Le miró las botas desatadas, un pie de un tamaño, otro pie de otro. Botas austríacas.
-Soldado, sin el Cónsul Bonaparte hoy sus pies estarían descalzos e infectados.
El hombre lo miró con seriedad. Luego miró a los otros. El fuego crepitó. Se miró los pies. Todos lo hicieron. El fuego volvió a chispear. El soldado viejo metió su mano sucia de sangre y tierra negra italiana en la cartuchera y sacó un pedazo de pan duro. Se lo alcanzó a Dunand. Los otros hicieron lo mismo.
-Se los agradezco en Su Nombre –dijo el cocinero.
Volvió a la tienda, cortó el pan y lo enchumbó en el jugo de la sartén. El pan, húmedo, se fue quemando de a poco. Dunand miró el plato y pensó en un segundo. Se acarició la barbilla, se rascó, notó que faltaba un elemento que unificara el centro con las tostadas laterales. El tiempo corría y Bonaparte esperaba famélico, pero la circunstancia exigía el mayor talento. Que los generales ganaran las batallas, que él ganaría los estómagos.
Se lavó la cara en una palangana que tenía, se secó. Respiró hondo. Volvió a mirar el plato. Vio el centro. Vio los huecos en los laterales del plato. Vio formas redondeadas. Entonces decidió que necesitaba pan. Le pidió al ayudante que saliera por los fogones y recolectara un poco entre los soldados. Con la presión veía las cosas con más claridad: pondría los huevos fritos y los cangrejos de río sobre redondas tostadas mojadas en el aceite de oliva con el jugo de la sartén. Cuatro tostadas, presentadas formando un rombo con la gallina en el medio. Se emocionó con la invención, porque el plato lucía tan bien que sus glándulas salivales se estrujaron bajo su quijada.
Dunand contempló un instante el plato. Todo el orgullo quedó entre sus ojos y la losa fina. El plato ya no le pertenecía.
Mandó llamar al secretario. Cuando este llegó a su tienda, los miró a los ojos y dijo con simpleza:
-Monsieur Arnaud, puede llevarle la cena al Cónsul.
El secretario tapó el plato con una cúpula de metal y salió de la tienda. Dunand miró un instante el tronco, los restos: la cabeza de la gallina con un ojo abierto, las patas alargadas, las cáscaras de los huevos, vacías. El sable sucio de plumas. El fuego seguía ardiendo lento. En el sartén quedaban algunas hebras de cebolla quemada. Solo el olor del plato quedaba en el aire, nada más. Se dio cuenta de que tenía hambre, que él tampoco probaba bocado desde hacía largas horas.
Dunand salió de la tienda. Caminó hasta un fogón donde un soldado tocaba un pequeño acordeón alemán. Algunos soldados bebían de una bota un vino seguramente confiscado a algún oficial austríaco. Se sentó en la ronda y se integró a los otros hombres. Les miró las caras: algunos tarareaban la melodía del acordeón, pero otros solo contemplaban el fuego, hipnotizados, con vendas en las sienes que les apretaban el pelo y se hundían en el cráneo. Un soldado le pasó a Dunand la bota y bebió un buen sorbo, que el quemó la garganta y remató con un soplido y una remangada por los labios. Le alcanzaron un pedazo de pan duro. Se sintió más soldado. En un momento, el acordeón se cayó.
Un soldado comenzó a contar una anécdota.
-Hoy… -dijo- maté a tres austríacos…
Pero como luego del breve silencio que se produjo no agregó nada algunos se rieron.
-Rivanne ya está borracho –dijo uno, lanzando la frase hacia el centro del fuego.
-Los artilleros son muy mentirosos –dijo otro, comentándoselo a un tercero.
Cuando volvió el silencio, Rivanne volvió a hablar:
-Lo extraño es que anoche soñé que mataba a cuatro…
Los soldados explotaron en una risotada.
-¡Uno se te quedó en la cabeza! –le dijo otro, desde el otro lado del fuego.
Las risas volvieron a explotar, incluso también el tal Rivanne, que hasta ese momento había estado pensativo.
La noche refrescó. Las caras de los hombres quedaron anaranjadas por el resplandor del fuego, pero sus espaldas estaban heladas. Dunand vio cómo un soldado, por lo bajo, sacaba de su cartuchera algo que acercaba al fuego y lo calentaba. Era un cangrejo. El soldado lo comió con fruición, como desesperado. Dunand no le dijo nada. Era extraño, pero se le había ido el hambre. Bajó un viento de las montañas. Los ruidos se fueron apagando.
De pronto, Arnaud estaba parado al lado suyo, como un espectro pálido que no había escuchado acercarse.
-Monsieur Dunand, el Cónsul lo requiere en su tienda.
Caminaron y zigzaguearon fogones y más soldados, atravesaron la guardia y entraron en la gran tienda. Dunand vio a Bonaparte y lo saludó bajando la cabeza.
-Señor…
Bonaparte estaba todavía sentado a la mesa. En el plato había huesos grises de gallina, migas, pequeñas pinzas de cangrejo, más allá había una copa. Los cubiertos de plata estaban cruzados formando una equis y brillaban a la luz de los faroles. En la mano derecha Bonaparte aferraba una servilleta con una enorme N bordada en azul. En la cara, tenía una sonrisa amplia y satisfecha.
Napoleón dejó la servilleta, que quedó hecha un ovillo sobre la mesa. Sacó su cantimplora de coñac y estiró el brazo corto pero musculoso hacia Dunand, quien avanzó, tomó la petaca que había estado en sus manos un rato antes y se la llevó a los labios. Dio un trago. Sonrió.
La noche dejó ver pocas estrellas. Cuando la claridad rosácea del sol volvió a trepar por encima de la línea de montañas todavía se distinguían las brasas de los fuegos de la noche. El viento se había detenido. Salvo los guardias, el resto de los soldados dormían pero Bonaparte ya estaba despierto. Cuando despertaran, desayunarían el mismo pan duro que había sobrado en sus cartucheras.
Valentín Trujillo (Maldonado, 1979). Profesor de idioma español y literatura. Ha trabajado como docente en Secundaria, en un vivero, en una estación de servicio, en una librería, en un aeropuerto. Estudió cine en Cinemateca Uruguaya y periodismo en la Universidad Católica. Desde 2005 trabajó como periodista del diario El Observador de Montevideo, hasta el 2015. En 2007 obtuvo Premio Nacional de Narrativa Juan José Morosoli por su libro de cuentos Jaula de costillas, editado ese año por Banda Oriental. Publicó un cuento en la antología Sobrenatural, editada en 2012 por Estuario Editora. Entre los jíbaros (Estuario, 2013) es su segundo libro de cuentos, del cual el autor cedió este cuento para Delicatessen.uy. Acaba de ser nominado como uno de los mejores 39 escritores de ficción, de quince países, menor de 40 años, en una selección realizada a nivel internacional.
Volumen «Entre jíbaros», publicado en 2013 (Estuario).