Antes de conocer Montevideo guardaba en mi maltrecha memoria algún breve titular sobre el mítico Café Brasilero. El café en que Galeano tenía su mesa y su rutina narrativa. El escenario que vio nacer las primeras frases de El Pozo de Onetti. Un clásico trascendente. Un café-matriuska repleto de historias atesoradas en su hilo de tiempo, que permanece indemne desde 1877. Han pasado ciento cuarenta años desde aquella bohemia de café y tertulia hasta la modernidad de los tiempos que corren, en los que el turismo, inexorablemente, devora la historia en breves y ávidos bocados.
Tardé cuatro años, siete meses y doce días en permitirme traspasar la frontera de sus puertas batientes, para sumergirme en el peso embriagador de su historia, que asoma en cada palmo del legendario local fundado por los señores Correa y Pimentel. La vidriera de su fachada, sobre la calle Ituzaingó, invita al transeúnte a cobijarse al calor de un expresso, acompañado de buena lectura, al más puro estilo europeo, donde la pausa de café y prensa forma común parte del día día.
Me sorprendió descubrir que el Café Brasilero traspasa la mítica de su trascendencia histórica, con una carta interesante, que vuela sin despegarse de los clásicos, con una mirada gastronómica acertada, fresca y renovada. El amplio menú ofrece platos destacados como el ceviche peruano con chips de boniato, la tempura de pescado con salsa de lima y cilantro, las ensaladas valientes como la rústica con ricotta quemada, mango, manzana, naranja, croutons de panceta y oliva con emulsión de parmesano, y la pesca del día con salsa de mariscos y risotto de cítricos.
La carta ofrece un amplio surtido de sandwiches, ciabattas, medialunas y baguettes; un interesante y desenfadado repertorio de entradas, ensaladas y pastas y una sugerente, oportuna y acotada propuesta de pescados, mariscos y carnes. Los postres, una atractiva reinvención de los clásicos que parten, entre otros, del crumble, el cheesecake y la tarta de ricotta, incorporando peras y pasas, salsa de naranja y arándanos, respectivamente.
Como buen café clásico, el Brasilero, pone en relieve con tino la selección de bebidas. Hacía tiempo que mi lectura no se regocijaba con un ristretto, un macchiato, un escocés o un carajillo. Entre los cafés preparados, el café Galeano, un homenaje al escritor a base de amaretto, crema y dulce de leche. La carta cuenta con una grata selección de cocktails, licores, aperitivos, digestivos y espirituosos, con una notable selección de whiskies entre los que podemos encontrar escoceses de culto como el Glenlivet o el Macallan. La oferta de vinos y cervezas, más acotada.
Cuatro años, siete meses y doce días hasta encontrar el momento justo para cruzar el umbral de un clásico y pasear mis manos atentas sobre la historia grabada en sus asientos y mesas, en sus paneles de nogal y en sus paredes repletas de cuadros que hablan y de fotografías que cuentan.
Fotografías: Delicatessen.uy