Bodegón con almendras | Claudia Amengual

La decoración del restaurante había tomado demasiado tiempo. El socio inglés insistía en que lo esencial no estaba en el ambiente, sino en los platos, es decir, la comida. Pero el socio italiano afirmaba con determinación que cada detalle contaba porque comer era una experiencia holística. Así lo decía y el esnobismo de la palabrita —que casi forzaba la visita al diccionario— aumentaba el malhumor del inglés, un chef egresado con honores de Le Cordon Bleu londinense e impaciente por lucirse con sus creaciones de artista.

Al final, ganó el italiano —no tuvo que esgrimir razones, solo recordar quién ponía el dinero— y eso fue lo que demoró las cosas. Se negaba a inaugurar el restaurante hasta que llegaran las pinturas que había encargado. Láminas, en realidad; todas naturalezas muertas. Esa tarde no había motivos para que estuviera allí. Entró con su llave por la puerta principal y se acomodó en una esquina desde donde tenía una vista general del salón. El inglés se afanaba en la cocina experimentando con recetas nuevas. El italiano lo saludó con un grito desganado que no obtuvo respuesta y se perdió en sus cavilaciones. Imaginaba dónde colgaría cada pintura.

Junto a la entrada, a la derecha, irían las sandías de Emilio Longoni, su compatriota. Intentó reproducir la composición en su mente: dos sandías enteras en un extremo; tres sandías por la mitad, en segundo plano; varias tajadas en primero. Sobre la mesa, el detalle de los jugos y ese brillo logrado con toques de blanco que daba a las frutas un delicioso realismo.

Frente a las sandías, iría la famosa mesa de Clara Peeters, con sus flores y sus frutos secos, la misma que había alegrado los días de la reina Isabel Farnesio. El italiano adoraba a esta pintora flamenca y de buena gana hubiera decorado todo el salón solo con pinturas de ella —en especial aquellos bodegones dulces donde aparecían nueces, higos, mazapán y confituras pintados con tal maestría que daban ganas de abalanzarse sobre el lienzo. O aquellas en las que la mujer se había permitido minúsculos autorretratos disimulados en el resplandor metálico de los cálices. Toda una provocación en una época cuando no estaba bien visto que una pintora explorara las indecencias del cuerpo.

En las paredes laterales, había dispuesto espacio para un bodegón de Juan Sánchez Cotán. No podía recordarlo con exactitud, pero sabía que sobre un fondo negro había un membrillo, un melón y un pepino; un claroscuro sencillo de fuertes contrastes. Y también había elegido un Meléndez estupendo —como todos los Meléndez— con un trozo de salmón fresco, un limón y unas vasijas. Hasta un vegetariano querría comer pescado ante una pintura como esa.

El italiano sabía que, si quería bodegones, era casi imposible evitar las referencias a la muerte, esos recordatorios de la finitud de la vida. Un memento mori, una imagen convertida en voz que susurraba al oído de los vanidosos, los prepotentes y los soberbios: “No te aferres. Recuerda que vas a morir”. Entre esos detalles había alimentos en descomposición, cáscaras de frutas y pétalos caídos. Y las inefables calaveras —de un gusto reprobable— que el italiano evitó a conciencia, lo que le valió renunciar a algún espléndido bodegón holandés del siglo XVII. Esa fue la única restricción a su lista y se lamentaba por ello.

En la lista no había pintores ingleses. El otro protestó un poco y reclamó el nombre de algún compatriota. El italiano asintió y dijo que se ocuparía de eso. Pero fue solo para salir del paso, aunque con la certeza de que no encontraría un bodegón decente en la pintura inglesa porque, pensó, la gastronomía no es el fuerte de esta gente. Ni siquiera se molestó en buscar, seguro de que el otro, concentrado como estaba en sus obsesiones gastronómicas, olvidaría pronto el asunto. Y así fue.

El italiano sabía que las pinturas elegidas irían bien con los individuales de cáñamo crudo y las servilletas moradas que le habían generado otra discusión con el inglés, siempre afín al blanco y resistente a entender que las nuevas tendencias pedían cierto eclecticismo audaz para romper con la comodidad de lo clásico. Había ganado esa como casi todas las discusiones. Él era el socio capitalista. Que el inglés se dedicara a elaborar la carta y a cocinar cuando vinieran los clientes. Él se encargaba del resto. El dinero le daba ese privilegio.

Suspiró encantado y acarició las paredes ásperas pintadas de rosa tenue. Cada detalle de buen gusto le recordaba su propia elegancia. Se delectó imaginando aquello terminado con el toque maestro de la gran pintura que iría al fondo —en el sitio donde el decorador había sugerido la inaceptable obviedad de un espejo—: La última cena de Marcos Zapata. Divina, soberbia, irreverente. El pobre artista, sojuzgado por las autoridades de la época, soportó los encargos con toda la dignidad que pudo y se permitió algunos deslices en sus pinturas. Sincretismo le dicen, aunque para el caso fue una forma de la resistencia. Así, donde debía ir el pan había un cuy servido en bandeja. Chicha en lugar de vino y, más atrás, ají, maíz y frutos del país. En primer plano, Judas, el único mirando al espectador de frente, el único mestizo entre tantos blanquitos.

El italiano había visto la pintura en la Catedral del Cuzco y desde entonces, los ojos de Judas lo habían perseguido. La traición concentrada en aquella particular forma de mirar con desparpajo, como increpando “Eh, tú ¿por qué me miras?” El italiano sintió una incomodidad inexplicable y se preguntó si sería buena idea colgar aquella lámina. Quizá los clientes se sentirían intimidados. Quizá recordarían alguna traición propia o ajena. Quizá nadie querría comer bajo una pintura que le trajera a la mente la peor de las miserias humanas de la que había sido víctima alguna vez y acaso perpetrador. Los clientes sentirían rabia o culpa. Se les quitaría el hambre. Se arruinaría la cena. Y, sin embargo, la pintura era de una belleza irresistible. Aquel bermellón de las túnicas iba tan bien con las paredes…

En esas cavilaciones estaba cuando llegó el inglés. Venía de la cocina y empujaba un carrito. En el carrito había un plato tapado con una campana transparente. Bajo la campana, una terrina decorada con hojitas de menta y una guarnición de algo que podía ser cuscús o trigo burgol entreverado con cebollitas y pimientos. Junto al plato, agua perfumada con jengibre. Aquello lucía bien y olía a gloria. Pero tanta amabilidad no tenía sentido. En las últimas semanas las discusiones habían sido extenuantes. El italiano ganaba siempre. Cada vez, cuando las palabras escalaban los bordes de la urbanidad y los dejaban a punto de caer en la violencia, el inglés había bajado la cabeza. Él era el chef, el artista. El otro tenía el poder de los billetes. Había que aceptar que de poco valía el virtuosismo sin la contundencia del dinero.

El italiano puso cara de no entender y el inglés sonrió. Era un gesto de cortesía. Una tregua. La inauguración sería en dos días, apenas llegaran las pinturas, y era poco probable que el negocio prosperara si los socios estaban en malos términos. El italiano devolvió la sonrisa, se acomodó en la silla y dejó que el inglés lo sirviera. Probó con placer. El inglés se mantuvo de pie sin variar la sonrisa. El italiano preguntó si aquella delicia estaba en el menú. El inglés negó con la cabeza, siempre sonriendo y le hizo señas para que bebiera. El italiano probó el agua. El inglés seguía sonriendo. El italiano dijo que habría que incluir aquel manjar en la oferta. El inglés frunció la boca. No era conveniente. A los clientes no les gustaría aquello. Cómo no, insistió el italiano con la boca llena; sería el plato estrella. El inglés volvió a negar con la cabeza. El italiano se ofuscó. No se discutía más. El plato se incluía.

¿Y qué ingredientes tenía aquello? El inglés alzó los hombros, como invitándolo a adivinar. El italiano olió con placer y probó otro bocado. Lo saboreó lentamente mientras enumeraba: hígado, tocino, tomillo, cilantro, pimienta y un ligero sabor amargo que no lograba distinguir. El inglés lo instó a que comiera más. El italiano obedeció, aunque ya empezaba a marearse. Solo un poquito más, dijo el inglés, y entonces aquel sabor amargo, indefinido, aquel sabor que de pronto iba envolviéndolo todo, tapando los demás sabores, mezclándose con el agua que el italiano tomaba a grandes sorbos, chorreándose, volcando el vaso, nublándosele la vista. El italiano supo cuál era el último ingrediente y quiso decirlo, pero la palabra se trancó en la pastosidad de la boca. Sentía que se iba, se iba pidiendo por favor al inglés que lo miraba sin moverse ni alterar la sonrisa que le diera más agua, más, por favor, más, agua, agua, más agua, algo que le devolviera el aire y lavara aquella amargura sin esperanza de las almendras.

 

Claudia Amengual (Montevideo,1969) es escritora, traductora pública y licenciada en Letras. En 2004 recibió una beca de la Fundación Carolina para estudiar Edición en Santander y en Madrid. Ha publicado las novelas La rosa de Jericó (2000), El vendedor de escobas (2002), Desde las cenizas (2005), Más que una sombra (2007) y Falsas ventanas (2011), la biografía Rara Avis. Vida y obra de Susana Soca (2012) y la antología personal El rap de la morgue y otros cuentos (2013), esta última en Estados Unidos. Algunos de sus cuentos han sido premiados y traducidos e integran antologías en Uruguay y en el exterior. En 2006, la Universidad de Guadalajara y la Feria Internacional del Libro de la misma ciudad le otorgaron el Premio Sor Juana Inés de la Cruz por Desde las cenizas. Un año después, fue elegida entre los escritores jóvenes más destacados de América Latina para integrar el grupo Bogotá39. Ha colaborado con diferentes publicaciones internacionales y desde 2007 escribe la columna Nobleza obliga para la revista galería del semanario Búsqueda. En 2014, publica Cartagena, novela que fue finalista del Premio Herralde. Su último libro Una mirada sobre periodismo cultural.

Este texto inédito fue cedido especialmente para Delicatessen.uy

Ilustración: Clara Peeters – “Bodegón con quesos, almendras y pretzels” (1615), óleo sobre tabla, 34 x 49 cm, Mauritshuis, La Haya)

Fotografía de la autora: Facebook Claudia Amengual