Somos de terror. Es materialmente imposible que pasemos por delante de una librería sin entrar, a la par que es materialmente imposible que salgamos de ésta sin menos de tres libros en la mano. Para tranquilidad de los libreros, somos de los que pagan. Las librerías tienen un imán que nos gobierna. Siempre se da la misma secuencia. La vemos, aminoramos el paso, nos miramos a los ojos, miramos el escaparate, nos volvemos a mirar a los ojos, decimos no al unísono, e inmediatamente cruzamos el umbral.
Hoy leíamos en las redes que la lectura cuando es compartida con otro lector irreversible, es doblemente disfrutable. Sonreímos. Sabemos que algo de eso hay. Necesitaríamos varias vidas para cumplir con nuestros deseos de lectura pero nos conformamos robándole tiempo al día e intentando atinar en la selección. Hace un par de noches, me disponía a seguir devorando las últimas páginas de una atrapante obra de Mankel, La Falsa Pista, cuando se cruzó en mi camino un documental sobre cine clásico. Todo un debate existencial para decidir dónde depositar mi atención, con un ojo puesto en la tele y el otro en la primera letra del párrafo por comenzar. Bizqueando a la inversa, en modo centrífugo, pensé que los ojos acabarían por salirse de las cuencas o puestos en lo peor, que me desdoblaría por ósmosis con el peligro de no volver a encontrar mi otra mitad, con cada hemisferio danzando por cuenta propia, menuda calamidad.
Debo reconocer que en lo referido a ciertos asuntos, me gobierna la compulsión que adquiere forma de pequeño demonio-lapa indestructible. Si me gusta un plato, como esa pizza italiana finísima y crujiente recién horneada con tomate natural y rúcula, puedo repetir la fórmula un día tras otro sin cansarme o aborrecerla. Si me conmueve un disco, puedo escucharlo una y otra vez hasta hacerlo arder. Si me seduce un cineasta, puedo devorar su filmografía sin pestañear y si me cautiva un autor, puedo leer compulsivamente todas sus obras. Sólo me falta escribir a los creadores para presionarles en publicar próximamente. Por suerte, el pequeño demonio-lapa tiene sus límites.
Echando la vista atrás, y haciendo un extraño y tal vez demente balance del año, hoy me dio por reclutar de la biblioteca los libros leídos en 2016 para apilarlos en una pequeña torre de Babel, onda memorial efímero de un año de libros. Como en esta semana todo va de repaso de lo vivido, recurriendo a mi yo más borreguil, decidí repasar algunas de esas lecturas, las que considero recomendables, por si os fuera útil en un momento de búsqueda o indecisión. Claro que con el delirio demostrado párrafo tras párrafo, no se si le haré gran favor a los autores.
Este año descubrí, gracias a las acertadas recomendaciones de Jaime, a Ian McEwan. Su nombre debería estar tallado con letras doradas en las puertas del aeropuerto de Heathrow, en homenaje al virtuosismo de su narración. Compulsiva como aseguré, leí La ley del menor, Amor perdurable, Expiación y Sábado, siendo este último con el que más me deleité y el que recomiendo más enfáticamente.
Durante años, en una suerte de comportamiento infantiloide y caprichoso, sentí un rechazo irracional hacia Arturo Pérez Reverte y por extensión, hacia su obra. No fue hasta el año pasado que revertí mi repudio disparatado, gracias al consejo insistente de mis gaditanos preferidos: Javi y Merche. Dicen que nunca es tarde si la dicha es buena y en efecto lo fue. No puedo dejar de leerle. Desde entonces hasta hoy Hombres Buenos, La Carta Esférica, El Asedio, La Reina del Sur y El Francotirador Paciente. Estos dos últimos, además de endemoniadamente embaucadores, perfectos para que jóvenes comiencen a engancharse con la lectura. Los anteriores, absolutamente deleitables, con un rigor narrativo e histórico impecable. Sin duda, Pérez Reverte encarna el oficio de forma prodigiosa e intachable.
Sobre la miscelánea que resta de libros leídos en el año, destaco Trilogía sucia de La Habana de Pedro Juan Gutiérrez, una suerte de Bukowski cubano de escritura brillante, frenética, concisa, cruda y afilada. Sumisión de Michel Houellebecq por lo paradójico de su ficción en una Europa contemporánea acorralada por el terror yihadista. Ha vuelto de Timur Vermes por el brillante delirio de despertar a un Hitler muy Ignatitus Reilly en la Alemania del 2011 y finalmente, El libro de los Baltimore, de Joël Dicker, por jugar magistralmente con la metafísica narrativa y mantenernos en suspenso hasta el último párrafo al que llegamos insaciables en la búsqueda del desenlace final.
Aún quedan algunos días en el año para hincarle el diente a mi próxima víctima literaria, ojeo la librería y me debato entre Soy un gato de Natsume Soseki, Niños en el tiempo de McEwan y Manual para señoras de la limpieza de Lucía Berlín, quien sospecho será acicate de mi compulsión lectora. Un año de libros, esos objetos cuyo contenido nos permite encarnar vidas ajenas, nos autoriza a volar y puede y debe, hacernos mejores. Si llaman y no estamos, ya saben dónde encontrarnos. Nos miramos, miramos la vidriera, nos volvemos a mirar, decimos no al unísono y acto seguido, entramos.
Libros mencionados por orden de aparición:
La Falsa Pista, Henning Mankel. Tusquets
La ley del menor, Ian McEwan. Anagrama
Expiación, Ian McEwan. Anagrama
Amor perdurable, Ian McEwan. Anagrama
Sábado, Ian McEwan. Anagrama
Hombres buenos, Arturo Pérez Reverte, Alfaguara
La carta esférica, Arturo Pérez Reverte. Alfaguara
El Asedio, Arturo Pérez Reverte, Alfaguara
La Reina del Sur, Arturo Pérez Reverte. Alfaguara
El francotirador paciente, Arturo Pérez Reverte. Alfaguara
Trilogía sucia de La Habana, Pedro Juan Gutiérrez. Anagrama
Sumisión, Michel Houellebecq. Anagrama
Ha vuelto, Timur Vermes. Seix Barral
El Libro de los Baltimore, Joël Dicker. Alfaguara
Soy un gato, Natsume Soseki. Impedimenta
Niños en el tiempo, Ian McEwan. Anagrama
Manual para mujeres de la limpieza, Lucía Berlin. Alfaguara