El universo de la gastronomía ha ido adquiriendo, con el paso de las últimas décadas, un manifiesto reconocimiento social. Cocineros como Ferran Adrià, Gastón Acurio o René Redzepi han pasado a la historia de la evolución gastronómica, como hitos del efímero arte culinario, convirtiendo el acto de alimentarse en una suerte de práctica sublime. Del otro lado, el común de los mortales con inclinaciones hacia el deleite, hemos ido adquiriendo la condición de pequeños sibaritas, dispuestos a hacer del comer, un acto sacrosanto.
Si bien en esto de la gastronomía, la cocina juega un rol protagonista, no debemos olvidar que una buena cocina pierde enteros, si no va acompañada de un servicio a la altura de las circunstancias. Lastimosamente y a pesar de que Uruguay nos ofrece una interesante gama de restaurantes de calidad con diversos niveles de sofisticación culinaria, encontrar un servicio profesional acorde al producto, no está tan a la orden del día.
Recuerdo con absoluta nitidez aquellos años iniciales de escuela de hostelería y los periodos prácticos en esos restaurantes gourmet que elevaron la cocina española al Olimpo de las vanguardias. El universo que rodeaba al servicio estaba conformado por todo un conjunto de rituales sagrados y normas inquebrantables, que basados en la hostelería clásica, tenían por objeto ofrecer un servicio perfecto, capaz de honrar las elaboraciones maestras que salían de esas cocinas que miman los productos cual piedras preciosas.
El ritual comenzaba con el pulido de vajilla y cristalería y la limpieza de todos los enseres de plata: cubiteras, bandejas, cubiertos y petit menage. Azucareros, paneras y convoys eran limpiados y repasados antes de cada servicio y los aparadores eran repuestos con material perfectamente pulido. Las mesas se montaban con muletón, mantel y cubre, que aún estando recién salidos de lavandería, se planchaban sobre la mesa para que no quedara ni una sola arruga, ni un solo pliegue. La disposición de platos, copas y cubiertos debía quedar en perfecta simetría, al igual que la alineación de mesas y sillas en torno a la sala. Todo debía quedar perfecto para el gran show de la excelencia y la discreción que suponía cada servicio.
Una vez preparada la sala, la cocina nos instruía sobre las novedades de la carta y era nuestro deber, memorizar cada ingrediente y cada proceso de elaboración. El maître nos asignaba nuestros rangos y repasaba la pulcritud de nuestro uniforme antes de que el espectáculo culinario diera comienzo con la entrada del primer cliente. A partir de ahí, el trajín entre bambalinas y la búsqueda de la perfección en cada movimiento. Ni un gesto en falso, ni una descoordinación, ni una palabra fuera de lugar. Los platos se disponían en orden protocolar en la mesa y las campanas de plata que encerraban su contenido, eran destapadas en un ejercicio de sincronización para que todos los comensales de una misma mesa se embriagaran con los aromas de su elección gastronómica al unísono. Se trataba de ofrecer una puesta en escena a la altura de la obra.
Si bien la sofisticación de este tipo de servicio atiende a restaurantes condecorados con estrellas Michelín, para hablar de una propuesta de calidad, hay unos mínimos que deben cumplirse indistintamente al tipo de restaurante. Obviamente, cuanto más ascienden las tarifas en carta, mayor la exigencia y expectativa en materia de servicio. Paradójicamente, en Uruguay, se viene avanzado en materia de reinvención culinaria, mientras las artes del servicio se condenan al abandono. Hay muy pocos restaurantes de calidad en el país que cuiden su sala como cuidan sus elaboraciones culinarias. Quepa reseñar que las ofertas modernas y desestructuradas no están reñidas, en ningún caso, con el buen servicio.
La bandeja debe ser al camarero, lo que el cuchillo al cocinero, una herramienta indispensable de trabajo. Copas y vasos se tocan únicamente, en el momento de disponerlas sobre la bandeja y desde esta, sobre la mesa, siempre sujetas por la base. No obstante, comúnmente vemos a camareros cruzando el salón hacia una mesa, portando copas servidas en ambas manos, sellando sus huellas dactilares sobre la superficie. Otro error común, las bebidas deben servirse a la vista del cliente y las botellas deben permanecer en el aparador o mesa de apoyo a la vista, no sobre la mesa, salvo que el cliente indique lo contrario. Si un camarero ve a un cliente sirviéndose el vino debería llevarse las manos a la cabeza porque olvidó hacer su trabajo. Ni qué hablar de ese «maravilloso» gesto en el que, para retirar las copas de una mesa, se introducen los dedos en su interior.
En repetidas ocasiones y ante nuestras dudas sobre la elección de platos, solemos preguntar sobre qué ingredientes lleva esto o aquello. ¿Cuántas veces no nos han sabido responder? Se trata de pequeños detalles que en la sumatoria, hacen a la calidad del servicio. Por suerte, nos encontramos con notables excepciones, como el Foc de Lavecchia, el Tona de Hugo Soca o en el 1921 de Sofitel, entre otros, que cuentan con un servicio a la altura de la propuesta. No se trata de recibir reverencias, ni de ser servidos de guante blanco. Se trata de darle la importancia que merece a la calidad del servicio, ya que influye notoriamente en la experiencia total del comensal, que es, a fin de cuentas, la razón de ser de cualquier restaurante.
Si aspiramos a diferenciarnos por nuestra propuesta gastronómica y a convertirnos, como apuntan las cifras, en un país turístico, nuestros servicios deben desempolvar su conformismo de tabla rasa. Para ello, es vital invertir en personal profesional o esforzarnos en profesionalizar al personal en activo. Camareros, jefes de rango y jefes de sala son mucho más que porteadores de platos. El servicio de restaurante es todo un arte que requiere de estudio, disciplina, modales y actitud. Sólo recuperando la importancia de la calidad en el servicio, avanzaremos en la dignificación de esta tristemente devaluada profesión.
Fotografía de Park Hyatt: www.parkhyatt.com