Gran genio, grandes fracasos | Marcelo Marchese

El progreso traza los caminos derechos, pero los caminos tortuosos,
sin progreso, son los caminos del genio.
William Blake

Los grandes artistas no se distinguen sólo por sus obras cumbres, esos espejos en los cuales se mirará la humanidad eternamente, si no también, aunque esto parezca asombroso, por sus inigualables fracasos. Esto es inevitable a causa del método del artista revolucionario, pues toma un nuevo camino en contra de todas las convenciones con que se lo ha intentado sepultar. El método subsidiario de nuestro sistema de ideas puede ser inútil, pero no conlleva errores: ha llegado a nosotros convenientemente expurgado. El artista cree que puede cambiar el mundo con su arte y sabe que para eso debe poner en cuestión, hasta darlas por buenas, todas las ideas y métodos que ha heredado.

Cuando pensamos en el modelo del gran artista acude a nuestra imaginación (de igual manera que surge desde no se sabe dónde en su autorretrato) el gran Leonardo da Vinci, el creador de obras inconclusas, de obras geniales y de geniales fracasos. Tal era su afán innovador que experimentaba incluso con los materiales de pintura, motivo por el cual no ha llegado a nosotros su Última cena, si no una tres veces restaurada. Es en el arte culinario donde Leonardo más veces hubo de chocar contra el muro de la realidad. Cuando logró, luego de la muerte por envenenamiento de los cocineros, encargarse de la taberna de Los tres caracoles, decidió cambiar la triste polenta que allí se servía junto a unos trozos de carne irreconocible, por unas delicadas rodajas de pan negro, decoradas artísticamente con hojas de albahaca y pequeños y exquisitos manjares que fueron los precursores de la nouvelle cuisine. Por desgracia, las gentes que recibieron sorprendidas aquellas obras delicadas, se rebelaron y decidieron irrumpir en la cocina para vengarse del farsante que les quería hacer pasar gato por liebre; mas no alcanzaron su propósito, gracias a la eficaz huida de nuestro genio. Luego, cuando una batalla entre bandas rivales incendió a Los tres caracoles, Leonardo y su amigo Sandro Boticelli inauguraron en el mismo sitio una nueva casa de comidas, La enseña de las tres ranas de Sandro y Leonardo, con resultado análogo al anterior y ya luego ninguna taberna volverá a tomarlo como cocinero o ayudante de cocina. Sin embargo, otra característica del genio es su terquedad, y por ningún motivo Leonardo abandonaría el deseo de revolucionar el arte culinario. Logra ser nombrado Consejero de fortificaciones y Maestro de ceremonias y banquetes de la corte de Ludovico Sforza. En ese cargo, primero que nada, reforma la cocina y la equipa con fuego y agua hirviente constantes. Idea aparatos que cortan y pelan carnes y legumbres, mantienen el aire y el piso limpios, proveen de música y atrapan las ranas del agua dedicada al consumo. Llega el día en que un banquete celebrará la inauguración de la cocina. Los comensales aguardan el prometido deleite, hasta que asombrados por inquietantes gritos y estruendos inspeccionan el atelier del Maestro de ceremonias y banquetes, para encontrar que la máquina proveedora de combustible se ha descontrolado y arroja leños sin ton ni son, los grandes fuelles que limpiarían el aire de humo se convierten en su antítesis y alimentan un fuego in crescendo, la máquina que de forma automática apagaría un incendio ha logrado anegarlo todo, los bueyes cuya función sería arrastrar enormes cepillos, inquietos en esa trampa mortal, corren destrozando aquello que se interpone a su pavor, en tanto los tambores mecánicos baten su música alegremente haciendo más patética la escena.

Cualquiera de nosotros, luego de tamaño fracaso, se hubiera dedicado a otra cosa, a la pintura o la escultura, por ejemplo, pero no Leonardo, un espíritu inquieto como una hiena. No puede resistir el tiempo perdido en realizar rudimentarias tareas y no cesa de inventar aparatos, como si fuera un genio de la Revolución Industrial al cual le estuviera faltando una Revolución Industrial. Cómo disfrutaría de las legumbres picantes nos lo podemos imaginar por el esmero con que construyó una segadora de berro, en cuya primera prueba, además del berro, segó la vida de varios cocineros y jardineros. Sin embargo, consolémonos, Ludovico, testigo de la escena, al ver la eficacia del instrumento de labranza, y al no ser tan propenso a la cocina como a la estrategia, decidió adaptarlo como arma de combate.

No se sabe si alguien fue capaz de plantarle en la cara alguna objeción al gran artista, ni siquiera los deudos de los jardineros y cocineros cuya vida finalizara de forma tan horrenda, pues estos genios adolecen de un carácter singular, como Dalí, que ante la crítica de un colega a un pequeño detalle de un cuadro, despidió al indiscreto aplicándole continuas patadas en un lugar propicio para otros menesteres, o como Goya, que pretendió agarrar a puñetazos al vencedor de Napoleón cuando éste cometiera el mismo error que el humillado crítico de Dalí. De seguro todos hicieron mutis por el foro (Leonardo estaba dotado de tal fuerza que doblaba una herradura con sus manos, y tenía tal vitalidad que jamás en su vida acudió a un médico) alentándolo a seguir ensayando alegremente.

Cuando su señor Ludovico logró arrinconar a la exuberante Beatrice d´Este y llevarla ante el altar, Leonardo se encargó de preparar una fantástica fiesta de celebración. Construyó con mazapán en el jardín una réplica de sesenta metros del palacio Sforza. Los invitados entrarían a un palacio de pastel, se sentarían en una mesa de pastel y comerían pastel de bodas. Sin embargo nuestro demiurgo, absorto en todos los detalles que debía atender, con ese grado de absortés que sólo alcanzan los grandes genios (como Gaudí, que contemplando alguna de sus grandes obras, en tanto retrocedía para tomar mejor perspectiva, bajó sin darse cuenta la acera para ser arrollado por un tranvía) nuestro genio, como decíamos, no previó que su palacio de pastel sería una tentación arrolladora para ratas y pájaros de mal agüero que se abalanzarían sobre la obra iniciando una batalla desigual que duró toda una noche, tras la cual los humanos salieron vencedores y fueron los vencidos las incautas alimañas y el desprevenido palacio de harina, huevos, nueces y pasas de uva. El banquete de la boda hubo de celebrarse en la vereda.

Estos banquetes eran constante motivo de angustia para el genio de Vinci. Proponía que, en caso de ser invitado un asesino que cumpliera algún encargo de su señor, se lo colocara lo más cercano que dable fuera a la humanidad de la víctima, para que la faena fuera realizada con los menores contratiempos posibles y que además se despidiera al discreto sicario para ser reemplazado por otro invitado que estaría aguardando en la antesala. Otro motivo de disgusto era el horroroso estado de la mesa, semejante a un campo de batalla, al término de un banquete, pues los comensales se limpiaban manos y bocas en el mantel, cuando no acudían a la vestimenta de su vecino. Ludovico, sensible a las quejas y suspiros de su artista ideó una solución: ataría al lado de cada silla un par de conejos para que oficiaran de limpiadores, solución que hirió la sensibilidad ecológica de Leonardo, que con su cerebro achispado ideó algo mejor: al siguiente banquete colocaría, a la vera de cada cubierto, un paño de uso individual, doblado con elegancia y que al ser usado debiera tornar a ser doblado para ocultar la grasa y la sangre. El día del banquete en que la servilleta sería presentada a la humanidad, los invitados tomaron el paño y se sentaron sobre él, se sonaron las narices, se lo arrojaron unos a otros y lo usaron para envolver viandas que irían a parar a bolsillos y botas. Pietro Alemanni, testigo de esta escena, nos cuenta que Leonardo, a la vista de tamaña barbarie, le confesó su desolación al observar que su invento jamás prosperaría.

Todos estos fracasos nos hacen más entrañable al gran artista. Por algún motivo no nos gustan las hagiografías y preferimos, en cambio, que nos relaten una vida donde se muestre la lucha del hombre contra el medio y se nos revele la vida como suele ser la vida, pletórica de angustias y alegrías. De esta manera el ser excepcional se nos presenta más próximo a nosotros, más humano y nos permite, por comparación, aceptar cualquiera de nuestros dolores y fracasos como si sólo fueran un condimento que hicieran la vida más sabrosa. Si lo pensáramos bien, ninguno de nosotros aceptaría una vida que tuviera de antemano el éxito asegurado, pues le quitaría la emoción que surge de la lucha ante la posibilidad de la derrota. Por eso nuestro dios sufre de tedio por tener los casilleros del ajedrez completos y envidia a los hombres, esos seres insignificantes que por el temor a perder algunas piezas y por fin, ante el temor de perderlo todo, pueden vivir la emoción del juego.

(1) Eruditos estudios, propios de esos sabuesos del pasado que son los historiadores, han puesto en tela de juicio la autenticidad de las Notas de cocina de Leonardo. No emitiremos opinión sobre este detalle. Nada diremos ahora (pues ello nos llevaría otro artículo) acerca del carácter ético de esta muy plausible añagaza. Sólo diremos que estamos agradecidos con el mistificador por las horas de felicidad que nos ha regalado con sus Notas y por haber profundizado, si ello fuera posible, el misterio que rodea la vida del artista inigualable. Antes de dejar al amable lector con la lectura de este informe, debemos quebrar otra lanza a favor del impostor: a la postre, jamás conoceremos la verdadera vida de ningún hombre del pasado, pues las autobiografías son pura fantasía, y las biografías nos hablan más de los temores y esperanzas de los biógrafos, que de la vida de los personajes históricos que someten a su estudio, así que poco daño podrán hacernos las palabras de nuestro anónimo y humilde defendido, leídas a través de nuestros propios cristales coloreados.